martes, enero 16, 2018

Autocritica o cerrar el mercado ideológico y volver a las puertas de Jerusalem

No sé si es que ocurre más veces o es que últimamente yo le presto más atención. Pero da la impresión de que entre todas esas "autos" (autoayuda, autoafirmación, autoestima) a las que nos subimos como sociedad y como individuos hace una generación larga se nos olvidó una, quizás la más importante, quizás a la única que hubieramos tenido que subirnos: la autocrítica.
Todos los días, en todos los medios y por cualquier asunto, ocurre lo mismo. Alguien, institución o persona, presenta una crítica más o menos razonada a una creencia o una ideología o un medio expone una noticia que afecta a un colectivo y la reacción no se hace esperar.
Nadie se para a pensar. Se entra en el foro de la noticia, se tuitea en el hashtag de turno, se responde al post de inmediato, desacreditando, buscando defectos, echando cosas en cara o simplemente insultando, acusando a los demás de decir las cosas por odio o por ideología.
Así, se publica una noticia sobre un individuo que convirtió la vida de su familia en un infierno de maltrato y miedo a raiz de su fanatismo religioso y automáticamente los crisitianos se sienten ofendidos y atacados; Katherine Millet, Katherine Deneuve o Peggy Sastre, feministas de pro durante cinco décadas, o Elizabeth Atwood, que fuera falsa musa del postfeminismo en los últimos dos años gracias a la libre interpretación que el feminismo hizo de su obra el Cuento de la Criada (en el que las ricas utilizan a las pobres para tener hijos porque ellas no pueden), critican a #Metoo y las redes se incendian con acusaciones de machismo y de traición.
Y así con todo y en todo orden de cosas. Se critica una actitud machista en un ámbito y se responde con el recuerdo de los hombres maltratados, de las denuncias falsas o de las mujeres asesinas; se critica la manipulación de la historia por parte del Gobierno español y se responde con un "indepe"; se pone en tela de juicio la legitimidad de la Generalitat para convocar un referendum unilateral y se grita "franquista".
A las críticas a Podemos sobre su vinculación ideológica con el régimen chavista se responde con un "facha", a las críticas sobre la política económica y la corrupción de nuestro gobierno con un "podemita".
Nos alteramos, nos ofendemos, reaccionamos. Tiramos del "¡Y tú...!" en lugar del "¿Y si...?".
Autocrítica, autocrítica, autocrítica.
Hemos decidido no pararnos a pensar si podemos estar equivocados, a mirarnos por dentro y cuestionarnos si nuestra creencia, nuestra ideología o nuestra forma de actuar puede ser merecedora, aunque sea en parte, de esa crítica, venga de quien venga.
Nos parapetamos a salvo tras los lemas propios que sabemos ciertos y difícilmente cuestionables para no hacer el más mínimo ejercicio de autocrítica. "Dios es amor", "el feminismo busca la igualdad", "el referendum unilateral es ilegal", "ser hombre no es sinónimo de ser machista", "Podemos defiende la democracia", "Catalunya tiene derecho a decidir", "el liberal capitalismo genera riqueza"... Y así en un sinfín de verdades completas que se convierten en mentiras a medias porque no nos preguntamos.
¿Y si aquellos que nos critican tienen razón? ¿Y si aunque sean ateos, machistas, podemitas, peperos, españolistas, feministas, fachas, indepes o cristianos, tienen toda la puta razón del mundo en su crítica?
Y no lo hacemos porque sabemos la respuesta en muchos casos. Y eso nos supondría responsabilizarnos, implicarnos, actuar y pensar en contra nuestra y de nuestra propia ideología.
Significaría exigir al Vaticano que revise su visión de que el Levítico o las Cartas de San Pablo, que incluyen algunos de los pasajes más machistas, injustos, esclavistas y arcaicos jamás escritos, son palabra de dios; significaría volverse a las líderes ocultas de nuestro movimiento y decirles que iniciar y potenciar una delación pública y masiva sin pruebas, sin denuncias judiciales y exigir a todo el mundo creer sin más esas delaciones es lo más parecido a la Ley del juez Lynch, la caza de brujas o bordar en el pecho de una mujer la letra escarlata de su adulterio susurrando en las puestas de largo y los salones de té.
Significaria tener que volverse a nuestros ideólogos y decirles que es absurdo defender una relación ideológica con un régimen que mantiene a su población en el hambre y la miseria; o decirles a nuestros ministros que generar riqueza no es lo mismo que repartila o que el liberal capitalismo puro lleva implícito el marchamo de la corrupción si no se regulan los mercados.
Nos supondría tener que decirle a nuestros líderes que no se puede ser "social" y sacralizar los beneficios de los bancos; que no es necesario manipular la historia para reclamar una independencia o que no se puede negar el derecho a decidir de quien quiere hacerlo alegando la Constitución y una falsa historia de unidad. 
Decirle a nuestro amigo que no puede insistir eternamente a una mujer intentando convencerla de que le quiera o a nuestra amiga que no puede criminalizar a un hombre por intentar besarla una sola vez.
Y supondría sobre todo quedarnos sin referentes, tener que plantearnos uno a uno los principios de la ideología que decimos o creemos tener. Dejar de vivir la vida en sloganes y tuits y tener que esforzarnos por entender textos densos y largos que explican todos los puntos y principios de cada ideología.
Significaría pensar y razonar aceptando la posibilidad de que estamos al menos parcialmente equivocados, de que hemos entendido mal algo o de que no hemos profundizado lo suficiente en esa ideología y tomar de cada una de ellas lo que consideramos justo, lo que, después de pensarlo, consideramos que se atiene a la razón y la lógica. No lo que nos dicen en los mítines, las campañas o los hashtags.
Significaría volver a las puertas de Jerusalem, hace casi un milenio, cuando el eclecticismo filosófico formado por judíos, crisitianos y musulmanes, estuvo a punto de evitar el baño de sangre que supusieron seis cruzadas seguidas. Y donde fracasó porque la mayoría no estaba dispuesta a cuestionar a ninguno de sus dioses y sus jerarquías, fuentes entonces de toda ideología.
Porque comprar una ideología resumida a adherirte a ella sin autocrítica alguna es siempre más sencillo que construirla por tu cuenta pensando en contra propia.

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