lunes, noviembre 04, 2013

La cobarde excusa de la infidelidad de los 900 días

Levamos unos años asistiendo atónitos a la puesta en práctica de la representación más continuada y dantesca del innoble arte de la excusa.
Vemos como nuestros políticos lo practican a diario siendo capaces de convertir sin pudor unos honorarios irregulares en una "indemnización diferida que es como un sueldo pero no lo es"  o el incumplimiento de las promesas electorales en "un acto de deber en el que tuve que elegir entre lo que había prometido y lo que se tenía que hacer".
Esas excusas nos dejan boquiabiertos, patidifusos, extasiados en la incomprensión de como alguien puede ponerse delante de un micrófono, una cámara o una grabadora y excusar de ese modo su responsabilidad más básica.
Nos preguntamos por qué lo hacen y encontramos respuestas más o menos plausibles pero no vemos que la respuesta es tan sencilla como demoledora: Porque son como nosotros.
Y él ultimo estudio psicobiológico, el último tema de conversación y redacción en los suplementos dominicales y las tertulias televisivas al pedo -que dirían los argentinos- lo demuestra. La sociedad occidental atlántica es infiel -afectivamente infiel, quiere decirse-, y España es de las más infieles.
Llegados a esa conclusión, en lugar de preguntarnos en qué fallamos, que error de concepto tenemos, nos limitamos a construir una excusa, a darnos a nosotros mismos una salida airosa a esa situación.
"El amor es un "pelotazo" que dura 900 días de media. Durante los primeros cien se activa una región del cerebro que genera hiperactividad: toda la energía se focaliza en la pareja y no existe nada más. A los 300 días ese fogonazo de pasión pierde llama y a los 900 se apaga. Nuestro cerebro no está programado para la monogamia".
¡Ole las gónadas externas del profesor Raúl Espert y su estudio psicobiológico sobre el amor!
Y nosotros respiramos tranquilos. No es culpa nuestra. Nuestras mentiras son culpa de nuestros neurotransmisores, nuestras traiciones son culpa de nuestras hormonas, nuestras feromonas o cualquier otra encima química que nuestro cerebro produzca. Nos agarramos al clavo ardiendo de lo inevitable de nuestra naturaleza , nos refugiamos en la excusa que nos tienden para hacer lo que siempre hacemos: eludir nuestra responsabilidad.
"Lo siento cariño, no es que no te quiera, es que el cerebro humano no está preparado para la monogamia". Suena tan absurdo como la indemnización diferida de La Santa Cospedal o el deber por encima de las promesas del ínclito Don Mariano. Pero nosotros lo compramos sin pestañear.
No le voy a quitar mérito ni razón al psicobiólogo y sus empíricos resultados. Puede que cuando dos personas se conocen sus neurotransmisores, sus sinapsis y sus hormonas empiecen a hacer cosas raras y puede que tres centenares de días después dejen de hacerlo.
Y puedes llamarle enamoramiento, encoñamiento, calentamiento genital, arrobamiento o el nombre que le quieras poner pero el bueno de Espert no tiene porque meter el amor en ese saco.
Por la sencilla razón de que, nos guste o no, nos venga bien o no, el amor no tiene que ver con el cerebro.
Pero nosotros, ansiosos de justificar más allá de nuestra culpa -sí nuestra culpa, que eso sigue existiendo-, nuestra responsabilidad y nuestros egoísmos, tomamos una cosa por otra para poder justificar nuestras mentiras más allá de nosotros mismos, ignorando el hecho de que el amor -que debería comenzar desde el principio- es otra cosa que esos 900 días y 900 noches, es otra cosa que nuestros sudores sexuales y nuestra necesidad compulsiva de los labios, las manos y el sexo del otro.
Y en esos 900 días, cuando la ciencia empírica se da la mano con las encuestas del Cosmopolitan y el Men Health y la archifamosa crisis de la pareja de los tres años, es cuando nosotros deberíamos distinguir una cosa de la otra y es cuando no lo hacemos.
Fingimos olvidar o desconocer que, como diría el a veces hermético cantor italiano, el amor no es un privilegio, es una habilidad.
Porque así podemos transformar el amor en algo mágico, en algo que se nos concede y cuya desaparición no nos compete, en algo que justifica nuestras traiciones, nuestras fugas a los lupanares, nuestras cenas con amigas que son en realidad revolcones de hotel con tipos desconocidos salvo en su personalidad virtual, nuestros viajes de negocios y nuestras continuas visitas a la peluquería.
Porque si el amor es una magia concedida que enciende nuestras hormonas no somos responsables cuando la traicionamos, no tenemos ninguna culpa cuando mentimos, simplemente lo hemos recibido impreso en los genes y no se puede hacer nada.
Pero, claro, si es una habilidad la cosa cambia radicalmente.
Porque esa arriesgada habilidad consiste en intentar hacer que el otro sea feliz, en sentirte bien haciendo que la persona a la que se ama lo sea. Consiste en dar tanto como en recibir y ser feliz dando; consiste en aprender a aclimatarse sin dejar de ser tu mismo, en transigir sin rendirse, en convencer sin forzar, en querer al otro aunque solamente sea un poco más que a ti mismo.
Y para eso no hay explicación en las hormonas, los neurotransmisores o las sinapsis. Eso se intenta y se disfruta o no se intenta siquiera porque nuestro egoísmo y nuestro individualismo mal entendido nos hace eludir todo esfuerzo, ser incapaces de disfrutar con él y pensar exclusivamente en lo que queremos tener y no en lo que estamos dispuestos a darle al otro para que sea feliz. No hay excusas ni justificaciones intermedias.
Porque nos negamos, como hacemos en todo lo demás, a vivir y convivir con el riesgo que la habilidad en el amor -no la habilidad amatoria, que eso es otra cosa- supone para nosotros. Descubrir la forma de intentar hacer feliz al otro en la esperanza de que ese otro esté haciendo lo mismo por nosotros.
Mas el riesgo, la generosidad y la incertidumbre son demasiado para nosotros, criados a los pechos del egoísmo radical y el individualismo egocéntrico. Así que nos quedamos en el enamoramiento, en el encoñamiento y así podemos correr a la cama de otro, al sexo y el cuerpo de otra para seguir teniendo los neurotransmisores activados, las hormonas revolucionadas, las encimas en máximos placenteros.
"Llevo 10 años con mi marido y llegó un momento en que la relación se hizo muy trivial, sin conversaciones nuevas, sin ambientes diferentes... Echaba de menos sentirme guapa y especial y mantener mi infidelidad en secreto es lo que me da equilibrio, me reencuentro con mi yo joven", dice alguien en uno de los artículos dominicales sobre el asunto.
¡Bravo por ella! Ni una sola referencia a lo que hizo ella por evitar la trivialidad, la reiteración, la rutina. Ni una sola referencia a lo que dio para evitar que fuera así, o lo que ella dejó de dar. Solamente importa lo que recibo, como me siento, como recupero un yo vinculado a la biología más básica y animal
Ni una palabra de amor. Solamente Yo, me, mi, conmigo. Un mantra de lo que somos y lo que queremos ser.
Como la infidelidad me viene bien, está bien. Como la traición me vuelve joven, es lógica. Como la mentira me excita no la cuestiono y no permito que nadie la cuestione.
Así vendemos que la infidelidad es una necesidad, es una consecuencia lógica de la condición humana, es una imposición de nuestro cerebro y nuestra vida que nada tiene que ver con nuestras elecciones, nuestras decisiones y sobre todo con la única palabra que forma parte de su definición: La más pura y simple cobardía.
Porque hormonas, desamor o rutina pueden ser motivos válidos para la ruptura pero, no nos confundamos, son excusas muy pobres para la mentira y la traición.
Pero, claro, si no estamos dispuestos a asumir el riesgo de amar mucho menos el del desamor. 
No vamos a romper la relación sin tener otra segura, sin saber si esa que nos tensa los pantalones o ese que nos calienta la entrepierna están dispuesto a ello.  No vamos a abandonar la seguridad de un lecho caliente y una vida tranquila para arrojarnos en las turbulentas aguas de nuestro propio egoísmo y nuestro intento de vivir en un constante arrobamiento hormonal y adolescente.
Es mejor mentir, engañar y traicionar en la esperanza de que nunca se sepa y sabiendo que siempre podremos tirar de la excusa de que "el cerebro humano no está preparado para la monogamia" para eludir el sufrimiento que causaremos cuando nuestra infidelidad se conozca.
Puede que yo sea de los que tienen múltiples receptores de oxitocina (hormona de la confianza) y de vasopresina (conocida como hormona de la monogamia),como dice el  reportaje, no lo sé. 
Pero lo que si sé es que soy de los que tienen muy poca tolerancia hacia la irresponsabilidad y la cobardía que provoca dolor, que hace a otros sufrir. A amar se aprende amando, no huyendo hacia otra cama del hermoso esfuerzo que supone el amor.
No sé, a lo mejor eso también solo me dura 900 días.

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