domingo, enero 13, 2013

Francia, nosotros y la tercera guerra maliense

Como suele ocurrir cuando miramos a otro lado, las cosas se desarrollan a nuestras espaldas, los hechos ocurren y cunado queremos girarnos a ver qué está pasando nos encontramos con sorpresas, con giros inesperados y con reacciones que no podemos comprender.
Eso está pasando en Mali.
De pronto a nuestros informativos y nuestros periódicos saltan imágenes de elegantes cazas de combate franceses -estos franceses son capaces de dar sa veu affaire hasta a los aviones de combate- sobrevolando tierras medio desérticas en Mali, nos sorprenden instantáneas de tipos embozados montados en todo terrenos con armas antiaéreas en el regazo y actitud de pocos amigos. Repentinamente, la guerra viene a visitarnos a nuestras pantallas.
No es que alguna vez se haya ido de África, no es que la mayor parte de sus países no estén de un modo u otro casi permanentemente en guerra. Es que esta es diferente.
En esta participamos nosotros, participa ese occidente incólume y atlántico que, como diría el poeta catalán, se tira de los pelos pero para no ensuciar acude a cagar en casa de otra gente.
Y nada más ni menos que Francia, un país no dado a las intervenciones militares desde sus ya míticos desastres argelinos e indochinos, allá en pleno Gaullismo desatado y patrio
Y parece que la guerra empieza ahora, parece que ahora que los avienes galos ametrallan las columnas rebeldes y los soldados franceses se pasean por Bamako es cuando la guerra haya empezado.
Eso es lo que creen los que rescatan las proclamas contra el colonialismo revivido y los que alzan los brazos al cielo con regocijo ante una operación que frena el avance del yihadismo más radical y pariente directo de los talibanes afganos.
Pero no así. La intervención occidental en ese conflicto que casi ni comprendemos porque nos hemos mantenido de espaldas a él empezó mucho antes.
El 17 de enero del año pasado -ya me he habituado a que la fecha de mi nacimiento esté siempre inexplicablemente ligada al estallido de conflictos bélicos (abstenerse de comentar augures, terroristas y demás)- empezó la guerra de Mali.
En unas pocas horas los Tuaregs, un pueblo acostumbrado a las campañas rápidas tomó todas las ciudades importantes de la zona norte del país y tomó Ménaka y, al día siguiente, Aguelhok y Tessalit. Proclaman el Estado de Azawad.
Y ahí empezó la intervención occidental atlántica en este conflicto. Empezó como empiezan todas las intervenciones de esta civilización nuestra que cada vez se parece más a sí misma en sus sucesivos procesos de decadencia.
No fue porque el pueblo tuareg, tradicional olvidado del reparto africano y su posterior división postcolonial, no tuviera derecho a reclamar una zona que históricamente siempre habían controlado aunque sin formar una entidad nacional, no fue porque el gobierno y el ejército malienses tuvieran una maquinaria de guerra tan bien engrasada que confiáramos en que resolverían el conflicto a su favor.
No hicimos nada porque los fosfatos, la sal y el colín -reconozcámoslo, ni siquiera sabemos lo que es caolín- que produzca Mali son mucho menos importantes que el gas y el petróleo de Libia, que nos llevaron a tomar partido desde el principio. No hicimos nada porque su renta per cápita de 1.500 dólares anuales a nosotros no nos parece ni el salario mínimo de un mes, no hicimos nada porque su mijo su arroz y su maíz no nos sirven ni para la dieta más estricta del más radical de los veganos.
Así que no intervenimos, en resumen, porque nos importaba lo mismo que a una vaca pastando ver pasar el tren.
Algunos dicen, entre ellos el jefe del Estado Mayor para África de los Estados Unidos -como no- que habría que haber intervenido militarmente entonces. Pero se equivocan. Habría que haber intervenido pero lo podríamos haber hecho desde nuestros países, desde los sillones de los ministerios y las sedes diplomáticas occidentales atlánticas sin riesgo alguno de hombres y armamento.
Hubiera sido tan sencillo como reconocer el Estado de Azawad. 
Miembros del MLNA
Los tuareg tendrían su tierra -algo a lo que siempre habían tenido derecho, como los saharianos, como los Azanis, como los eritreos, como los fulani, como un sinfín de pueblos africanos partidos y reestructurados a golpe de escuadra y cartabón en un mapa que nos inventamos sobre el papel cuando abandonamos África y nosotros no perderíamos nada. Incluso podríamos ganar un aliado en una zona en la que nos hacen falta aliados más que de sobra.
Pero no lo hicimos y la cosa siguió y nuestra intervención pasiva también continuó.
Los militares dieron un golpe de Estado y echaron al presidente de Mali y nosotros, salvo las típicas quejas y reclamaciones por escrito desde los pasillos de la ONU tampoco hicimos nada. Estábamos demasiado contentos y agotados de haber intervenido en Libia y haber salvado para nosotros y no para China -aunque eso aún está por ver- su petróleo y su gas que no nos quedaban fuerzas para nada. Para nada que nos importara, claro está.
 Y esa fue nuestra segunda intervención silenciosa y pasiva. Porque los militares, henchidos de orgullo patriótico y con renovadas fuerzas contraatacaron. La Unión de Estados Africanos les apoyó vagamente mientras les recriminaba haber aparcado la democracia en Mali y entonces el nuevo estado autoproclamado de Azawad tuvo que recurrir a lo que no hubiera recurrido si ya fuera un estado reconocido.
EL MLNA, el grupo guerrillero que había protagonizado la escisión, controlaba el asunto, se nutría de combatientes de la reciente campaña Libia, armados hasta los dientes y con la adrenalina a flor de piel y por entonces, algunos salafistas -los más violentos, mezquinos y sangrientos de los yihadistas del falso islam- se infiltraban en sus filas.
Pero ante el empuje de los militares malienses les abrió las puertas y estos llegaron -de la misma guerra libia- y de los grupos que llevaban años secuestrando occidentales en todo el Sahel bajo el paraguas de Al Qaeda del Magreb y tomaron el control.
Cinco meses después de la revuelta tuareg -que hasta los propios afectados consideraron no muy cruenta. Incluso dejaron irse a los soldados desarmados del ejército de Mali- el MLNA combatía en las calles de Gao y de Ménaka y las perdía. Como perdía Tombuctú, la joya de la tradición y la historia fulani y tuareg en la frontera entre la África verde del islam magrebí y el áfrica negra de la tradición tribal que siempre ha sido el Sahel
Miembros de Ansar Dine ¿captamos las diferencias?
¿Contra quién? ¿Contra las fuerzas de la ONU?, ¿contra el ejército regular del gobierno de Mali que ya para entonces había elegido un presidente interino títere de los militares?
No. Se las entregaba a los salafistas de la milicia Ansar Dine y los talibanes de Al Qaeda del Magreb, las perdía ante el yihadismo, dispuesto a hacerse con el poder en cualquier entorno en el que la religión islámica esté medianamente aposentada.
Los tuareg volvieron a perder su tierra ante los musulmanes como ya lo hicieran hace siglos cuando los enviados y las huestes de los califatos árabes llevaron su religión y su dominio al norte de África.
Y nosotros seguimos entonces interviniendo por omisión.
Vimos implantar la Sharia, lapidar a parejas de amantes, cortar manos a ladrones y no hicimos nada. Contemplamos como los portavoces del nuevo estado pasaban de ser índigos tuareg a barbudos magrebíes que parecían gemelos ignotos de Bin Laden y seguimos impertérritos, contemplamos con estupor como amenazaban con hacer con los mausoleos, los palacios y las bibliotecas -sí, las bibliotecas. En Tombuctú había bibliotecas mucho antes de que cualquier occidental atlántico pensara en otra cosa que alimentar a sus cerdos o pegarse con su vecino por un palmo de tierra- y protestamos airadamente desde la Unesco y nos fuimos a cenar.
Y con esa intervención por desidia permitimos que una revuelta política y territorial históricamente justificada y resuelta de una de las formas menos cruentas que se recuerdan en África -y eso es decir mucho- se transformara en una yihad furiosa e imparable que cargara contra todos y contra todo
Y ahora, en lo que ya en realidad es la tercera intervención tuareg -o la tercera guerra maliense, como quiera llamarse- enviamos nuestros aviones, nuestros soldados, nuestros helicópteros de combate y todo lo que haga falta para parar a los salafistas, a los terroristas. Para frenar no a los que establecieron el Estado de Azawad, sino a los que se ha apoderado arteramente de él. Porque el Estado de Azawad ya no existe. Desde el pasado mes de junio solamente existe el Estado Islámico de Azawad.
Y a estas alturas, hasta el más indolente de los occidentales sabe lo que eso significa.
Porque se dirá que se interviene para parar el terrorismo, para frenar el yihadismo, para devolverle la libertad a una población que no la había perdido con el MLNA pero que sí la tiene suspendida sine die con el control de Ansar Dine y Al Qaeda del Magreb.
Pero no es así. No hemos intervenido cuando esa locura falsamente religiosa, arribista y psicopática ha destrozado a las gentes y los edificios de Tombuctú, Goa o Ménaka. Hemos intervenido cuando se ha puesto en movimiento y amenaza con hacerse con todo el control de Mali porque los 7.000 soldados de su ejército -sin sueldo y casi hambrientos- no se van a poder enfrentar a la flor y la nata de la violencia intransigente yihadista bien armada y alimentada a costa de los arsenales perdidos de Gadafi y de las cuentas bancarias de los jeques petroleros de la península arábiga.
Y ahí si hay algo que nos importa. Ahí, en el sur del país, cerca de la capital, está el tercer bastión de la producción de oro de África, que es casi como decir del mundo. Y el oro sí nos importa.
Así que los helicópteros y los aviones que podían haber bombardeado a los salafistas antes de que le arrebataran el control al MLNA, que podrían haber acudido en su ayuda si los hubieran reconocido como Estado, no acuden a salvaguardar Mali. Acuden a salvaguardar nuestro oro.
Y como siempre llegamos tarde. Como nos hemos acostumbrado desde que empezamos el decadente rito continuado de mirarnos exclusivamente nuestro ombligo, llegamos tarde.
Puede que podamos quitarle el oro que los salafistas necesitan para su eterna yihad malentendida pero Mali es solamente el ejemplo de lo que hemos hecho y seguimos haciendo con el mundo musulmán desde el final de la Primera Guerra Mundial.
Por no apoyar las reivindicaciones territoriales al final nos encontramos en la disyuntiva entre el apoyo a un dictador -o a un gobierno escasamente legítimo- en contra de un grupo de furiosos fanáticos religiosos que no piensan más que en su inventado dios aunque ese dios les escupiría en la car si se los encontrar de frente en cualquier sitio.
Eso nos estalló en Irán, en Iraq y en Libia, nos dejó fuera de juego en Afganistán y Pakistán,  nos produce dolores de cabeza en la palestina de Hamás, en la Siria de El Asad, en Bahréin e incluso ya en Jordania. Y ahora lo reproducimos en Mali.
El islamismo se extiende y se implantará en el mundo musulmán. Es una evolución histórica imparable fruto también en parte -solo en parte- de nuestra forma de organizar la caída colonial.
La religión es el único aglutinante social y el único catalítico revolucionario que tienen esas poblaciones mantenidas en estadios medievales por dictadores en muchos casos puestos por Occidente o consentidos por él.
Y nosotros en lugar de intervenir a tiempo para ayudar a la construcción de una política civil y nacional con un islamismo moderado y democrático -igual que nuestras sociedades tienen una democracia cristiana moderada y democrática- intervenimos tarde y lo único que logramos es que el yihadismo furioso -que ya ha eliminado o cuando menos mermado y exiliado al moderado- se haga más agresivo y gane más adeptos y más poder tirando de su ya famoso teatro del martirio.
Quizás por eso ya no nos interese lo de Mali. Lo hemos vito hacer demasiadas veces.

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