martes, octubre 16, 2012

Vender el futuro por un sitio en al barca de Caronte

Después de unos días atrapado en las ficciones y universos de otros escritos vuelvo a estas endemoniadas líneas para descubrir que nuestra crisis continúa su rumbo invariable hacia el choque definitivo. Con la inercia que solamente tienen las embarcaciones fantasma, con la ciega rutina con la que solamente es capaz de moverse aquello que está muerto y aún no se ha dado cuenta.
Pero lo que me hace volver a despecho de mí mismo a este espacio no es el nacionalismo español ni el independentismo catalán, no es la anticipación de una prima de riesgo tan estratosférica como un salto imposible que mantuvo en vilo durante horas a audiencias que ya estaban  en vilo por otras cuestiones y querían olvidarlas. No es por eso por lo que mis dedos regresan sobre el teclado de la realidad, abandonando el más placentero y original de la ficción. 
Lo que me hace volver es el futuro.
Nos estamos quedando sin futuro. Y no es una cuestión de finales apocalípticos o desastres imparables; no es una cuestión de batallas finales entre fuerzas benéficas y maléficas ni de conflagraciones planetarias que arrasen nuestros hábitats ancestrales.
Es algo mucho más sencillo, mucho más simple y cotidiano, mucho más nuestro.
El mundo no tiene futuro porque lo estamos vendiendo.
Desde la temerosa Tombuctú hasta la asediada Damasco, desde la arrebatada Madrid hasta la inamovible Berlín, desde la electoralmente disputada Arizona hasta la motivada en los sufragios Caracas, desde la fanática Teherán hasta la desesperada Atenas, estamos subastando el futuro.
Lo estamos troceando en partes, empaquetándolo en asequibles lotes y ofreciéndolo a los mejores postores de nuestro presente a cambio de un presente que ya está muerto y que no resucitará ni con todo el oro del mundo.
Pese a que el desenlace de esa venta absurda nos llega ahora, se nos hace visible sin paliativos en recortes gubernamentales, ideologías medievales, acciones administrativas y peligros militantes que abarcan toda la rosa de los vientos, ese comercio sobre un tiempo que no es nuestro ni nos pertenece empezó de otra forma y fue iniciado por gentes distintas de las que ahora pueblan los despachos y los hemiciclos de la civilización Occidental Atlántica y del resto del mundo.
Como siempre en estas cosas, la empezamos nosotros.
La empezamos hace un puñado de generaciones cuando comenzamos a decidir que un hijo era alguien a quien teníamos que enseñar a pensar como nosotros, a ser como nosotros, a ser nuestra proyección en los años y los tiempos que no veríamos porque nuestro orgullo y nuestra pervivencia era más importante que aquello que había de pasar más adelante. Cuando decidimos que nuestra función era dar continuidad a nuestros pensamientos no ayudar a otros a aprender a pensar por su cuenta.
Declaramos abierta la puja por los tiempos futuros cuando decidimos que podíamos estar solos en el mundo, que éramos la última generación sobre La Tierra, que teníamos derecho a exigirlo todo y ahora. Cuando renunciamos a los amores futuros para no tener que soportar el cansancio y el hastío de los esfuerzos y las frustraciones presentes. Cuando decidimos que podíamos pensar solo en nosotros, que nuestro personalismo egocéntrico y nuestro individualismo egoísta no solo eran la medida de toda nuestra vida sino de todas las vidas y de todos los tiempos.
Iniciamos este saldo del futuro de otros cuando pervertimos el derecho de decidir si necesitábamos o no necesitábamos y lo hicimos depender de nuestra cuenta corriente, de nuestra vida social, de nuestra agenda amorosa o de nuestra buena figura. Cuando creímos que el futuro debía aclimatarse a nuestro a nuestras necesidades presentes y que si no lo hacía tenía que sentarse y esperar.
Y ahora ya no podemos parar esa venta, ya no podemos detener ese comercio absurdo que nunca nos dará rédito alguno, que nunca llenara nuestras bolsas, que nos hará empeñar por el presente algo que será imposible recuperar más adelante.
Porque, aquellos que lleguen a él a través de una ley recalcitrante y arcaica en aras de una religión y un supuesto pasado glorioso que les deje sin capacidad de oponerse a ella ni de pensar en contra de ella, ya no tendrán futuro.
Porque aquellos que lo alcancen en la miseria, sin posibilidad de pensar en otra cosa que en la supervivencia diaria, sin otra circunstancia que la urgencia de descubrir como podrán mantenerse de pie un día más, ya no tendrán futuro.
Porque, los que sean arrojados a él con los conocimientos adquiridos para servir de herramienta a la generación de una riqueza que nunca se distribuirá, con la única esperanza de mejorar en lo económico y los únicos estudios que les sirvan a otros para seguir acumulando beneficios, ya no tendrán futuro.
Porque, los que desemboquen en el acuciados por la necesidad de mirar a los cielos para predecir el estallido hipersónico de un bombardeo, obligados a atisbar tras las esquinas para descubrir la posición encubierta de cruel francotirador o la marcha imparable de un pelotón de castigo, ya no tendrán futuro.
Porque, los que arriben a él pensando que pueden encerrarse en sí mismos, que tienen el inalienable derecho al aislamiento solitario, a usar a los demás para sus fines lícitos o no sin preocuparse de las consecuencias que sus actos tienen en los demás, encerrados cada día en la soledad elegida y eligiendo a sus semejantes según sus necesidades como un comprador en el laberíntico recorrido del Ikea, ya no tendrán futuro.
Porque por culpa de nuestro presente, todos ellos es más que probable que ya no tengan futuro.
Gobiernos y gobernantes, poderosos y rebeldes,  autoridades y opositores, que son como nosotros, que no hace otra cosa que lo que nosotros les hemos enseñado a hacer, han dado comienzo al último turno de ese saldo de los tiempos futuros que nosotros iniciamos hace tiempo.
Unos con sharias medievales, otros con recortes educativos, otros con recuperaciones de espíritus ancestrales enterrados en el profundo Idaho, otros con bombas que asolan sus propias ciudades, otros con recuperaciones de teorías políticas o económicas que estaban muertas cuando el mundo era joven. Pero todos hacen lo mismo.
Empeñan el futuro a cambio de unas pocas monedas en el presente. Y lo hacen sabiendo que no llegarán a tiempo para recuperarlo cuando cumpla el recibo que les ha dado el prestamista para recuperarlo.
Puede que eliminar las becas de comedor y de libros parezca que no es lo mismo que  disparar a una niña pakistaní porque quiere ir a la escuela; puede que abatir mujeres embarazadas en las afueras de Jenin o patear el estómago de un niño en Gaza no aparente ser lo mismo que hacer descender hasta la eliminación las becas Erasmus, puede que detener a jóvenes en las calles de Shanghái se antoje algo distinto a eliminar todas las asignaturas no instrumentales de las enseñanzas de la Universidad de Tubinga o que declarar la obligatoriedad de asistir a la Madrassa parezca algo distinto que eliminar del sistema de educación superior a casi la mitad de la población docente en Grecia cuando aún no les ha dado ni tiempo a pensar qué es lo que quieren estudiar. 
Y seguro que éticamente no son lo mismo. Están en gradaciones muy distintas y alejadas. Son circunstancias separadas por varios centenares de círculos del infierno. Pero todas ellas están en el infierno. Todas contribuyen al mismo inconsciente objetivo.
Todas son formas de conseguir recursos a costa del futuro para luego colocar esos pírricos óbolos en los cerrados ojos de un presente muerto, en la vana esperanza de que nos permitan atravesar una laguna estigia por la que Caronte se niega a trasladarnos hacia unos Campos Elíseos que no veremos nunca.
Porque esta venta sin sentido de los tiempos por venir parte de una compra que hicimos hace tiempo y cuyas mensualidades somos incapaces de afrontar.
Alguien nos vendió el falso Carpe Diem de que el futuro no existe y nosotros lo compramos por un precio astronómico. No nos importó pagar por ello porque nos venía bien. Porque nosotros somos el presente, no el futuro.
Pero en realidad no nos dimos cuenta de que era una publicidad engañosa, que era un producto de marketing corrupto. Lo que no existe es el presente. Los que no existimos somos nosotros.
El presente solamente es una responsabilidad. Pero no hacia grandezas nacionales pasadas ni hacia independencias pretéritas, no hacia mensajes divinos antiguos ni hacia ideologías pensadas hace siglos, no hacia territorios ancestrales ni hacia troncos genéticos comunes, no hacia la sangre diluida con las generaciones ni hacia la patria articulada con el correr de las centurias.
El presente es solamente un efímero puente hacia el futuro. El futuro que no nos pertenece ni puede pertenecernos. El futuro es de otros. Aunque no nos guste, aunque no soportemos no poder actuar como inmortales
En un intento de que nuestro presente durara siempre, de que el futuro fuera nuestro y llegara ahora mismo, vendimos nuestros propios tiempos futuros y ahora, cuando nos damos cuentas que eso no fue suficiente, cogemos los de otros, que no nos pertenecen y los empeñamos en un intento torticero de salvar nuestro presente aún a cambio de su futuro.
Como diría el poeta urbano, estamos vendiendo almas nuevas, sin usar. Y si completamos la subasta, adquiriremos una deuda de tales proporciones que nunca podremos pagarla, que no podremos recuperar lo que hemos empeñado. Aunque digamos mil veces que lo sentimos. Aunque queramos pedir perdón desde la tumba.

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