domingo, septiembre 16, 2012

Cospedal o el retorno a la política del sans cullote

Hay propuestas  que tienen el don de parecer buenas, de ser capaces de ocultar sus vicios y carencias así, en un primer vistazo, cuando aquellos que las reciben están en la situación anímica o existencial adecuada para no pararse demasiado a pensar en lo que ocultan.
Y eso es lo que parece estar pasando con la última pepita del rosario que ha desgranado cual Ave María penitente, María Dolores de Cospedal, santa patrona del recorte, ángel guardián que custodia con su filo llameante el purgatorio en que el Partido Popular quiere convertir la sociedad española.
La presidenta castellano manchega de golpes en el atril y poses sugerentes se ha descolgado con algo que viene a ser que, desde el año que viene, dejará sin salario a todos los diputados autonómicos de su comunidad. Al gobierno regional no, que esos son todos los suyos. A los diputados sí, que ya les daremos en el gobierno otro cargo del que puedan cobrar los nuestros.
Y eso, en una sociedad que clama por el ejemplo -aunque no sea del todo necesario-, con internet saturada de reclamaciones de que los políticos moderen sus ingresos para contribuir al ahorro, de recriminaciones por indemnizaciones millonarias pagadas a inútiles banqueros que han dejado sus entidades como la superficie de Hiroshima en el 45, de exigencias, fatuas pero comprensibles, para que ese lujoso y excesivo chocolate del loro de los presupuestos de casas reales, gastos de representación y dietas millonarias desaparezca o al menos se reduzca, ha colado como el cuchillo en la mantequilla, como la mano de un político corrupto en el erario público, como una bala blindada en la frente de un paquidermo en Bostwana.
¡Menos mal, ya era hora!, dicen algunos cuando deberían decir ¡ni de coña!
Porque aunque suene bien, aunque parezca justo, no lo es. Porque eso no es una forma de ahorrar, no es una forma de ejemplarizar en tiempos de crisis.
Es simplemente una forma de eliminar la democracia. De transformarla de nuevo en una oligarquía. Es una forma de revertirnos a los tiempos en que la Revolución Francesa se transformó en El Terror Jacobino.
Nos devuelve de un solo plumazo a Los Estados Generales de 1789 o, en su defecto, a La Convención.
Que los diputados no cobren por serlo nos trae de nuevo a individuos que se dedican a la política porque sus rentas, sus negocios o sus ingresos privados se lo permiten. Nos conduce a unos Estados Generales donde todos eran ricos -fueran del estamento que fueran- porque eran los únicos que podían permitirse el lujo de abandonar sus quehaceres -o dejarlos en manos de otros- para dedicarse a discutir las leyes.
Nos conduce de nuevo a Talleyrand, permanentemente anclado a la política de Francia durante casi un siglo simplemente porque era mantenido por sus amantes, a Monseñor de La Faré, que podía pasarse las horas muertas en las antesalas del parlamento porque vivía de las rentas que producía para él su diócesis de Nancy.
Si los políticos no cobran por el trabajo que hacen en representación de los votantes -bien o mal, eso ya es otra cosa- llegará el día en el que nuestros parlamentos sean simplemente clubes de opinión de aquellos que dejan a otros trabajando para ellos. 
Volveremos a Cánovas y Sagasta, a las cesantías a un sistema que simplemente disfrazará el feudalismo de otra cosa pero que volverá a ser feudalismo.
O a eso o al otro reverso tenebroso de la responsabilidad política sin sueldo. La Convención, el momento predemocrático inmediatamente posterior a Los Estados Generales.
A políticos que -incluso suponiendo que tengan interés por el bien del país- se verán obligados a subsistir de otra manera si no tienen la fortuna suficiente para vivir sin trabajar. 
Regresaremos a un Jacques Louis David, presidente de La Convención, corriendo por las calles atestadas de cadáveres del París de los sans cullotes sin poder llegar a tiempo para usar su voto de calidad para impedir los tribunales populares que desembocaron en El Terror porque ese día tenía que hacer un retrato de esos que le daban de comer.
O a Dantón o a los girondinos o a los enciclopedistas que, sin tiempo para atender a sus negocios, sus tiendas, sus profesiones y a la política todo al mismo tiempo, llegaban a última hora al parlamento y se limitaban a preguntar a Robespierre -que, como buen rentista, sí estaba en condiciones de enterarse- de qué iba la votación de ese día y qué debían votar, sin tener tiempo apenas de darse cuenta, hasta que fue demasiado tarde, que todos sus consejos y decisiones estaban exclusivamente encaminados a colocarse él en la cúspide del poder revolucionario en Francia.
O, a lo peor, volveremos a Jean Paul Marat, un médico mediocre obsesionado con pasar por el tamiz de su interés personal todas las leyes francesas porque era la única forma de garantizarse su subsistencia que dependía de que no se exigiera colegiación médica en Francia, de que no se aceptara más ciencia que la que el practicaba para que su consulta siguiera siempre llena, de acusar de ultramontanos, antirrevolucionarios o simplemente magos místicos a sus colegas enciclopedistas para quedarse con su clientela.
Santa Dolores de Cospedal lo que pide es que se desprofesionalice el servicio político. No que se dignifique, que se legisle sobre su responsabilidad, que se le exija transparencia y responsabilidad civil y penal si es necesario, sólo que se desprofesionalice.
Lo que, en la práctica, significa que solamente lo controle el dinero y el interés personal. Es decir, lo mismo que ahora, pero con una excusa plausible dentro del sistema.
No quiere acabar con la corrupción, quiere institucionalizarla y darle una explicación para las conciencias de los que la practiquen.
Si quiere o considera necesario dar ejemplo que elimine las dietas, que un individuo que gana seis mil euros al mes tiene dinero suficiente para costearse los billetes de AVE, la gasolina o un apartamento para estar a tiempo en la ciudad en la que se encuentra el parlamento, para pagarse un menú en un restaurante o para ir a la compra y hacerse la comida en su vivienda; que iguale el sueldo de todos los políticos en el mínimo que cobra un diputado, que elimine los gastos de representación con los que se cubren excursiones a países exóticos con los colegas disfrazados de legaciones comerciales para abrir mercados para su comunidad, que restrinja al mínimo los gastos de coches oficiales para el gobierno autónomo -¿alguien podría decirme si existe un Frente de Liberación Albaceteño o un Comando Conquense anti españolista que justifique la escolta y el blindaje de todos los desplazamientos de miembros del gobierno castellano manchego?-.
Pero si alguien cree que quitarles el sueldo a los diputados es una buena idea solamente tiene que recordar que pasó hace siglos en la Revolución Francesa y como acabó.
Pero el PP parece instalado en la inconsciencia de proponer y tomar decisiones que ya han fallado antes, como si repetir las cosas una y otra vez fuera, por arte de alguna magia ignota, a acarrear un resultado distinto. A funcionar por fin.
Funcionará, seguro que funcionará. Funcionará igual de bien que si se volviera a instaurar la Ley Seca en Chicago.

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