sábado, agosto 25, 2012

Al-Urdunn: Adios y confesión de un ladrón de niños


La tierra no es nada, las piedras no son nada, los restos de la historia, los ecos del pasado y las luces y las sombras del presente no son nada. Los sitios no son nada.
La vieja Philadelphia, que ya era vieja antes de que los ingenuos habitantes de la Norteamérica atlántica renombraran medio continente con los nombres de todos los demás, no se despide de mí cuando recojo mis cosas, mis instintos, mis deseos y mis trabajos, los uno a mi recuperada curva abdominal de falafel, leche condensada y té de canela y la abandono.
El agua que moja las calles de Amman -la vieja Philadelphia, la original- no se despide de mí. Sigue haciendo su trabajo para arrancar el polvo del desierto del aire y fijarlo en el suelo y me ve partir indiferente.
Las ruinas de cinco de las diez ciudades más antiguas del mundo, viejas antes de que fuéramos un sueño febril en las mentes de los más antiguos dioses únicos que La Tierra conoce y sufre desde entonces, no saludan mi marcha.
Jerash me ve alejarme sin congoja con los ojos cansados de soportar turistas que no comprenden que pudo ser Damasco, Jerusalén o Bagdad hace milenios pero renunció a ello por la paz que ansiaban sus habitantes; Gadara, Pella, Irbid, y todas las perdidas visiones de Plinio el Viejo siguen su lucha contra el desierto y el olvido mientras me alejo de ellas. No pueden mirarme porque no tienen ojos, no pueden llorarme porque no tienen lágrimas. No pueden añorarme porque no tienen alma.
Y el Jordán, el bendito y sucio por siempre Jordán, sigue su implacable curso sin mirar hacia atrás cuando me aparto de él. Sigue regando el Creciente para permitir a aquellos a los que otros ríos más al oriente trajeron a la vida extenderse por sus valles y meandros. Sigue haciendo de frontera que intenta en balde separar la paz de la guerra, la vida de la muerte.
 No puede despedirse porque no tiene labios, no puede escuchar mi adiós porque no tiene oídos. No puede sentir mi marcha porque no tiene corazón. Puede que bañara a un par de dioses o profetas, pero no tiene corazón.
Y las cabras, las sempiternas cabras de Al-Urdunn, de Philadelphia, de Jordania, tampoco me saludan cuando marcho, cuando emprendo el camino que me aleja de ellas. Ni cabras, ni camellos, ni asnos ni caballos tienen el tiempo o el impulso suficiente para salir de sus instintos, sus comidas, sus trabajos o sus supervivencias para decir adiós a un viajero semanal que se aleja de ellos.
Así que Jordania no se para a despedirme cuando me voy y por eso yo no la digo adiós cuando me marcho.
Y por eso, sentado en el aeropuerto de El Cairo, tan raído como cualquier otro aeropuerto oriental, tan triste como cualquier otro aeropuerto occidental, ya no recuerdo las tierras, los edificios, las ruinas, las calles ni las cabras de Jordania.
Solo recuerdo decenas in chaa' Allah.
Apretones de manos de funcionarios asustados pero que asumen sus riesgos, manos de los niños sacudiéndose en medio del polvo que tres 4x4 levantan del asfalto, el roce contra el rostro del tejido del chador de mujeres que ocultan su cabello y enseñan su valor.
Recuerdo la absurda despedida militar de un policía en un control, el incongruente dedo pulgar alzado al aire de un pastor que nos ve pasar junto a su macilento rebaño, la mano que intenta sacudirnos de su vida como moscas de una anciana israelí que cruza el Jordán cada mañana para discutir el precio de las cabras con un pastor jordano, como hicieran su padre y su madre antes que ella.
Recuerdo su sonrisa cuando nos vamos después de verla acusar a sus propios soldados de ser peor que los ingleses -Y los ingleses abandonaron Transjordania en 1946. No quiero ni calcular la edad de esa anciana hebrea-.
Eso es lo que recuerdo. Sentado en un aeropuerto egipcio, eso es lo que recuerdo.
No somos piedras ni arena, así que no tiene sentido que volvamos a las piedras o a la arena. No somos aves migratorias que siguen sus instintos, ni rebaños trashumantes que repiten sus caminos para lograr alimento y supervivencia, así que no tiene sentido que volvamos a las tierras, los valles o los pastos.
Somos personas y no volvemos a  los lugares. Si alguna vez vuelvo a Al-Urdunn o a Amman, no volveré a Jordania -y mucho menos a sus cabras-. Volveré a sus personas.
Viajar a un lugar solamente merece la pena si, cuando te vas, dejas en él alguna persona a la que alguna vez ansíes regresar.
Y más si has hecho lo que viniste a hacer
Que ¿qué vine a hacer a la vieja tierra del Jordán? 
Muy sencillo. Vine a robar niños.
Hoy, 8 de Shawwal de 1433, escribo mi confesión criminal en este teclado minúsculo en espera de un vuelo que me devuelva a la cada vez más absurda realidad occidental atlántica.
Acudí a Jordania para contribuir a crear la infraestructura necesaria para robar niños. Robar cuantos fuera posible, cuantos fuera necesario, cuantos caigan en nuestras manos. Para robárselos a aquellos a los que la historia y las circunstancias han transformado en sus padres adoptivos. 
Sin enajenación por mi parte, con completa premeditación y alevosía, confieso haber acudido a una de las cunas del mundo para arrebatar a niños de las garras de su actual padre putativo: el odio y de las zarpas de su actual madre adoptiva: la guerra.
En mi defensa sólo puedo decir que lo intentaré hacer de nuevo en cuanto tenga ocasión.
Estos son los hechos del caso. Y son irrefutables.
En El Cairo, a 25 de agosto de 2012.
In chaa' Allah.

1 comentario:

Gordo dijo...

Grande.

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