miércoles, julio 04, 2012

En la vida, la cama y Europa no usamos el escudo


Que Europa se disgrega y está a punto de desmoronarse como el castillo de naipes que siempre fue, que no quisimos que dejara de ser, es algo que nos llega desde los periódicos, desde los informativos y hasta desde algún que otro programa humorístico.
Pero lo que pocos nos preguntamos es por qué. Acuciados por nuestras propias cuitas, nuestros propios tropezones en la piedra de la crisis que han hecho añicos contra el suelo los cántaros de nuestros futuros de fábula de la lechera, olvidamos que la vida es la ciencia de los porqués.
La respuesta puede parecer sencilla. Porque Merkel no se baja del asno renqueante de la austeridad que hace a Alemania y los alemanes sentirse superiores, porque Francia ha puesto a Hollande en el Eliseo para que se pase por el Arco del Triunfo -o la Bastilla si se tercia- la susodicha austeridad, porque Cameron se plantea salir de la UE y cerrar las fronteras a los europeos de los países sin dinero de la Unión -¿por qué será que de unos veranos a esta parte los hados se empeñan en hacer surgir una excusa pública o privada para que yo no pueda volver a Londres en condiciones?-.
Esos son los porqués que nos explican, que nos creemos. Pero más bien son los cómos. El porqué se me antoja uno y único. El porqué es algo mucho más antiguo, mucho más arcaico, mucho más primitivo. 
El motivo que está llevando a Europa a la disgregación es algo que solo podría definirse como nuestra incapacidad para utilizar el escudo de la forma correcta.
Descendientes como somos de tribus bárbaras e imperios guerreros, sabemos atacar, incluso sabemos resistir, pero simple y llanamente no sabemos defender. Puede que encontremos una forma de defendernos, pero no sabemos usar el escudo para defender a otros.
La mitológica posición del guardián del Fian, que protege la espalda de los ancianos que no pueden luchar, de los bardos que no saben hacerlo, nos hace sentirnos tan expuestos, tan incómodos que no estamos dispuestos a adoptarla.
Podemos colocar el escudo ante nosotros para resistir e incluso podemos albergar a alguien a nuestro lado si el escudo es lo suficientemente grande, podemos, como la mítica tortuga romana juntar nuestros escudos y protegernos, dejando a la intemperie a aquel que debe guiar nuestros movimientos en la ceguera de nuestro avance. Incluso podemos colocar nuestro hoplos entre nosotros y los cielos para evitar el golpe de lo que se nos viene encima.
Pero somos incapaces de renunciar a la protección de nuestro escudo para ofrecérsela a otros y exponernos nosotros con tal de que otros, en peores condiciones y que nunca tuvieron o han perdido su escudo, estén protegidos.
Y eso hace que Alemania, que forjó el suyo con las premisas ideológicas nacidas en Grecia, con el consumo de Inglaterra y Francia y con el turismo barato del Mediterráneo, ahora no quiera dejar el pecho descubierto de su dinero para proteger la espalda maltrecha de esas mismas tierras. Eso hace que el Reino Unido que se benefició de su condición de puerta de entrada al Espacio Schengen sin unión monetaria, que se aprovechó de la su situación especial en la Unión Europea, ahora se parapete en sus fronteras y retire los escudos de los flancos de la Europa que se los reclama.
Puede parecer demasiado poético, demasiado épico o demasiado lírico. Pero Europa está al borde de la disgregación porque nunca ha estado unida y porque nosotros, los que la formamos, no sabemos amar.
Se deshace por lo mismo que la crisis está desintegrando parejas, está dividiendo familias, está disolviendo sociedades y separando amistades. Porque somos incapaces de dar cuando tenemos claro que no se nos puede devolver.
Porque no podemos soportar el hecho de exponernos para que otros puedan resistir, porque somos incapaces de interpretar danzas en las que el otro no tiene fuerzas ni ganas de bailar, porque nos hemos enrocado en la bondad de la decisión individual y la defensa de nuestra seguridad.
Europa se estremece y se desmiembra porque no colocamos el escudo en la posición adecuada ni en lo personal, ni en lo social, ni por supuesto en lo político ni en lo internacional. Porque queremos salvarnos solos para no sentir el peligro y la indefensa exposición que nos produce usar nuestras pírricas defensas para otros.
Porque gastamos tanto orgullo en nosotros mismos que no nos queda ni un ápice para destinarlo a aquello a lo que pertenecemos; porque empleamos tanta autoestima en crecernos ante nuestros espejos como individuos que no nos quedan fuerzas ni ganas para estimar lo que nuestro entorno ha hecho por nosotros como seres colectivos; porque de querernos tanto no encontramos tiempo para querer a los demás. Porque hemos caído en la trampa anglosajona del verbo To be.
Estamos en Europa pero no somos con Europa, estamos con alguien pero no queremos ser con alguien. Estamos con nuestros compañeros, amigos, familiares y amantes, pero no sabemos, no queremos o no podemos ser parte de ellos. Porque si sólo estamos, cuando la tormenta arrecia, cuando el ojo del huracán se cierra, podemos dejar de estar sin remordimiento alguno, podemos defendernos de forma individual. Podemos ser solamente nosotros, aunque estemos en otro lugar. 
Hemos querido olvidar que ser y estar no son lo mismo aunque se escriban igual en la lengua de la Pérfida Albión. Sólo queremos ser nosotros y no queremos formar parte de nada.
Si no somos capaces de hacerlo con aquellos a los que decimos amar, si somos capaces de plantearlo con los de nuestra sangre o con aquellos que han compartido años con nosotros, ¿cómo no van a hacerlo nuestros gobernantes con otros gobernantes que no son otra cosa que socios momentáneos a los que no les une nada salvo el dinero?
Somos capaces de echar cuentas financieras y sentimentales y abandonar a quienes decíamos que amábamos apenas hace una noche de coito pasional porque no nos salen los números de la pasión o de la cuenta corriente; somos capaces de coger el escudo de nuestro silencio y nuestra aquiescencia y permanecer callados mientras los que se han sentado ante nosotros y sudado con nosotros en nuestros trabajos caen a nuestro alrededor ante el ataque masivo de los ERES y las regulaciones de empleo; somos capaces de ocultarnos en el brazal de nuestra pobreza o nuestra falta de recursos para no coger el teléfono cuando este nos presenta los números de aquellos que  sabemos que nos van a pedir ayuda porque están peor que nosotros.
Europa cae porque nosotros la formamos y con el tiempo y el egoísmo hemos olvidado la forma correcta de utilizar el escudo.
De arriesgarnos por todos y no solamente por nosotros mismos, de dar lo que se debe dar -y no se trata de dinero o de bolsas de alimentos dejadas en el Carrefour- sin esperar recibir nada a cambio, de proteger aunque quedemos expuestos por ello, de ayudar aunque nos agotemos en esa ayuda y nos robe tiempo y esfuerzo para nuestros gozos y nuestras sombras.
Nos hemos olvidado que amar a todos los niveles empieza por dar y no por esperar, comienza por arriesgarse y no por protegerse. Se inicia con nosotros y no con los demás.
Nuestros escudos están mal colocados y así no podemos seguir juntos. 

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