jueves, junio 21, 2012

Silencio, gobierno y un cuarto de hotel para Hopper

Tantas son las cosas que están pasando que a veces se antojan inconexas, erráticas, superpuestas y que parecen no tener relación entre sí. Pero, como diría el personaje de la serie televisiva, todo está relacionado.
Segi aterriza de su vuelo de polvo de hadas y eterna adolescencia de violenta campanilla sobre Euskadi, El Supremo se desmorona en imagen y credibilidad, el Tribunal Constitucional legaliza Sortu, El Gobierno anula el debate sobre el Estado de la Nación... Y se inaugura una exposición de Edward Hopper en Madrid.
Pareciera que esto último es como una especie de apósito, de excrecencia comunicativa que poco o nada tiene que ver con lo anterior. Y es muy posible que así sea pero me ha resultado imposible no pensar en todas estas cosas cuando he visto uno de los geniales diálogos pictóricos que el hombre del condado de Rockland hizo con el mundo y que se exponen en esa muestra.
Una mujer sentada sola, semidesnuda y en silencio en una habitación de Hotel es lo que ahora une todos los puntos muertos de nuestro entorno para darles una sola explicación, para convertirlos en una sola realidad. Una habitación de hotel de 1931 explica lo que somos. En lo que nos han convertido. En lo que nos hemos dejado convertir.
El número de alegorías podría ser infinito pero sólo hay una que me permite juntar todos los pedazos de la realidad que vivimos, que nos arrojan los periódicos, que nos dibujan los noticieros televisivos. Esa mujer y esa habitación no son otra cosa que nuestro gobierno encerrado con la cabeza gacha entre las cuatro paredes de su propia política.
Porque, como ella, nuestro gobierno viaja, viaja día y noche sin tiempo apenas para deshacer las maletas, para organizar el petate. Viaja de Polonia a Chicago, de Berlín a Brasil. Viaja con compulsión y no llega ninguna parte porque no puede dejar atrás aquello que le impele a viajar, que le obliga a hacerlo. Él mismo y su política. Por mucho que te muevas no puedes alejarte de ti mismo.
Y así, siempre acaba en el mismo sitio aunque esté en continentes diferentes, aunque acuda a reuniones distintas. En una habitación de hotel desvencijada, solo, tenso y con el rostro endurecido en el claroscuro de su propia e inmisericorde compañía.
Y como ella, como esa mujer que en contra de toda lógica formal y material permanece sentada en una cama que se hizo para tumbarse, nuestro gobierno permanece en una semidesnudez laxa y extendida en el tiempo que nos impide percibir si está desnudándose y ha perdido fuerza para terminar de hacerlo o estaba vistiéndose y aún no ha encontrado el impulso necesario para concluir la acción y por ello se ha sentado a leer en espera de encontrar la respuesta o de que le llegue sola.
Porque, quizás por los efluvios gallegos que llegan desde el más amplio de los despachos de Moncloa, resulta imposible discernir si nuestro gobierno se ha quedado a medio desnudar o permanece a medio vestir, como la mujer de Hopper en su habitación de hotel.
No se desnuda del todo de su desapego por la realidad, de sus apriorismos ideológicos por más que se demuestren inútiles, de sus lastres por más que el terrorismo, Euskadi y el independentismo sean ahora otra cosa que lo que eran antes, por más que el Tribunal Supremo haya demostrado ser una cosa diferente de lo que se creía que era, por más que el rescate se empeñe en demostrar que lo es y no es lo que pretendían que fuese.
Pero tampoco termina de vestirse con los nuevos ropajes que tiene a su disposición, como la tristemente estática mujer de la habitación de Hopper, por miedo a que no le vengan bien, por temor a que las nuevas ropas no le cuadren, a que todo aquello que se haya esparcido por doquier en forma de protesta, de presión, de exigencia, de sociedad civil, en fin, no le caiga como un guante y le resulte incómodo, imposible de ajustar. 
No se atreve a desnudarse de su percepción baldía y agotada del mundo ni se atreve a cubrirse con la auténtica realidad que le rodea.
Y por ello sigue inmóvil, en la inmovilidad de un tango bailado en el silencio. En la inmovilidad de un no saber si quiere, si puede o si debe. 
En la desesperada inacción del que huye y se ha quedado sin destinos posibles, del que despierta en un lugar al que no puede llamar hogar y no tiene un hogar al que volver, en la pasividad del que no se atreve a afrontar ningún curso de acción, ignorando que el estatismo es la más peligrosa de las acciones posibles.
Y como la dama inmarcesible del relato de anticipación en el que se ha convertido la pintura del genial neoyorquino se ve abocado a la única forma de comunicación que permite la inacción, que posibilita la absoluta falta de impulso y movimiento: el silencio.
Por eso calla ante los mercados, por eso baja la cabeza ante los supuestos líderes del mundo, por eso no admite debates en los hemiciclos ni protestas en las calles. No porque no tenga nada que decirnos, sino porque no encuentra nada que decirse a sí mismo.
Porque sus respuestas de siempre se han agotado, porque sus excusas políticas y vitales ya no resuenan tan fuerte en su cabeza como para poder proyectarlas hacia el mundo, porque sus oídos están ciegos, sus ojos mudos y sus labios sordos en una sinestesia imposible que sólo puede evitarse con el más cerrado de los mutismos, con el más oscuro de los silencios.
Pero si en algo representa a nuestro gobierno esa dama que algunos querrán ver como tranquila y que es inevitable percibir como resignada es definitivamente, más allá de su desubicación geográfica, su semidesnudez, su inacción y su silencio recalcitrante, en su más absoluta y completa soledad.
Porque está solo, con toda su mayoría absoluta, está solo; con todo su refrendo en las urnas, está solo, con todos sus apretones de manos, sus declaraciones de apoyo, sus reuniones de alto nivel, está solo.
En esa soledad que se vende como una elección pero que es el resultado irrevocable de otros cientos de pequeñas elecciones que le han quitado la opción de estar en compañía.
En esa soledad furiosa que nace de no haber sido capaz de ajustarse a nada ni a nadie más allá de su visión del mundo y de las cosas, esa soledad misantrópica que es el refuerzo rabioso de su negativa a renunciar a algo, lo que fuera, de lo que consideraba irrenunciable al darse cuenta de que era imposible mantenerlo si quería permanecer junto a los otros.
Esa soledad que, pese al silencio más cerrado, grita constantemente que no ha tenido a los demás en cuenta ni ha querido tenerlos.
Pero, sí nuestro gobierno es modelo y cómplice posterior a los hechos de esa obra de Hopper, ¿a cuál servimos nosotros de modelos?
No hay duda en la respuesta. Para mí no puede haberla. Si nuestro Gobierno es una mujer sola y silenciosa en una Habitación de Hotel, nosotros somos seres sentados en la noche. Somos Nighthawks.
La mítica obra de Hopper nos cuenta lo que somos.
Todos en el mismo lugar como los personajes de ese relato en lienzo lo están en Philies. Todos cabizbajos, preocupados, juntos pero a lo nuestro, pensando en nuestras sin darnos cuenta de que nuestras cosas son las mismas que las de aquellos que están a nuestro lado pensando en las suyas.
Incapaces de preguntar, de responder, de encontrar una solución común porque tan solo podemos plantearnos nuestros mundos individuales aunque compartan el mismo espacio con otros muchos. Perdidos y cansados en la nuestra noche sin darnos cuenta que el rumbo es el de todos, la noche es la de todos, el cansancio es el de todos y el amanecer debe prepararse entre todos.
Así que una simple muestra de arte en el Museo Thyssen-Bornemisza nos coloca en una disyuntiva a nuestro gobierno y nosotros.
O empezamos a movernos y encontramos la puertas de salida de la habitación de hotel y el garito que ni siquiera están pintadas en los cuadros o nuestro gobierno se devorará a sí mismo en un intento vano por mantenerse en el poder y los demás nos devoraremos entre nosotros en un intento igual de vano por la supervivencia.
La quietud y el silencio ya no sirven de nada. Ni a ellos ni a nosotros. Salvo para admirar a Hopper, claro está.

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