martes, mayo 22, 2012

Watchmen cenan con Carlos Divar en Puerto Banús


Hay momentos en los que los viejos mitos y los viejos dichos nos vuelven de sopetón, sin esperarlo, sin que parezca que vengan a cuento.
Y en estos días de convulsas agendas  gubernativas, de presidentes del gobierno llamando a escondidas a los líderes mundiales para luego poder vender con la respuesta que son los líderes los que les llaman a ellos -como si se tratara de quedar para un baile de graduación al más puro estilo yanqui- hay una frase que nos vuelve por mor de las actividades de una de esas personas que se supone que tendrían que ser los encargados de velar por la pureza de nuestra fe y nuestro compromiso por la democracia.
Carlos Divar, Presidente del Tribunal Supremo, y sus idas y venidas a Puerto Banús nos traen a la memoria esa mítica frase surgida de los más espeluznantes futuros de la Ciencia ficción: ¿Quién vigila al vigilante?
Porque los supuestos encargados de vigilarle han tardado dos días y una ojeada rápida de documentos en decidir que veinte viajes en fin de semana a Puerto Banús a cargo del erario público no son dignos de ser investigados, que la creación por obra y gracia de las necesidades de Divar de veinte puentes de cuatro días en los que Divar tendría que estar trabajando no merecen ahondar un poco más en los hechos, que 500.000 euros de nuestro dinero son "una menudencia" que tampoco merece la pena tener en consideración.
Más allá de que a nadie le puede resultar plausible que Divar tuviera tanto trabajo en Puerto Banús y que además no tuviera otro momento para realizarlo que sus extendidos fines de semana, hay otra realidad que nos arrastra a una situación en la que no deberíamos estar, a una circunstancia que no hay estado democrático que pueda permitirse.
Como en la mítica saga de comics de Alan Moore, aquellos que han sido capacitados para vigilar, nuestros Watchmen togados, se colocan más allá de la ley, se llegan a colocar por encima de ella por un simple rocambole que hemos pasado por alto o que más bien hemos querido pasar por alto.
Da igual cuantos mecanismos de control establezcamos, da igual cuantas veces nos echemos a la boca al bueno de Jean Jacques Rousseau y su división de poderes, es indiferente cuanto podamos informar sobre sus actividades.
Todo es baladí porque el origen, la primera acción de control sobre estos vigilantes parte exclusivamente de ellos mismos. Y eso es algo que no es ni conveniente, ni provechoso, ni productivo.
Porque como en los personajes trazados por Dave Gibbons, los vigilantes, se escudan en sí mismos, se protegen a sí mismos, se enrocan en su posición de garantes de la legalidad y no se vigilan, solamente se protegen.
Así, el Secretario del Poder Judicial se niega a justificar la condición oficial de los viajes de Divar ¿alguien a quien reclame un fiscal una justificación de algo puede negarse a hacerlo? Por supuesto que no. Pero el secretario puede hacerlo porque forma parte de los Watchmen judiciales y se acoge a esa prerrogativa.
Y el fiscal, en lugar de plantar una demanda al Secretario por obstrucción a la justicia y entrar a saco con la policía judicial y una orden de registro en la sede del Poder Judicial, se encoje de hombros y archiva el caso porque no tiene justificación de la condición de oficiales de esos viajes porque la ley no obliga a ello.
De nuevo los que tienen que vigilar, se encuentran a uno de los suyos en su ronda haciendo algo que quizás no debería estar haciendo y miran a otro lado. Y callan lo que han visto y ocultan lo que saben por miedo a que la condición de vigilante, su chapa de Watchmen en la solapa, pierda fulgor y lustre.
Y se atreven a afirmar que: “no existe prueba alguna, ni directa ni indiciaria, que permita afirmar que la conducta del Presidente del Consejo deba ser sometida a los parámetros del Derecho Penal”.
No hay prueba porque no se busca. No hay indicio porque no se indaga. Lo que, por cierto, es función del fiscal.
Cuando se trata de juzgar a abertzales bastan los indicios -e incluso los contra indicios-, cuando se trata de encausar a un político -siempre del signo contrario, eso sí- bastan un par de acusaciones bien colocadas.
Pero cuando lo que está en duda, lo que está en tela de juicio, es la actitud y las acciones de unos de los vigilantes del sistema, entonces la cosa cambia. Se omite el principio de prueba negativa. Es decir, si no hay justificación de gastos o de viajes es que no están justificados. Y eso ya es como mínimo una falta. Si se ha metido mano en el dinero público y no se especifica para qué eso ya implica un indicio de malversación de caudales públicos. Y eso siempre es un delito penal.
Pero todo se obvia, no vaya a ser que se ponga en peligro a los Watchmen, no vaya a ser que aquellos que se sienten tranquilos vigilados por ellos de repente se den cuenta de que están bajo el escrutinio de gentes que por actitud personal y por acciones sociales no merecen esa condición.
No vaya a ser que la vigilancia se ponga en riesgo.
Porque si no se hace, porque si realmente los vigilantes responden a la responsabilidad de vigilarse entre ellos, como la sociedad cree que hacen y que deben hacer, a lo mejor toca descubrir con quién cenó Divar noche tras noche en esos resorts, spas y restaurantes de lujo de Puerto Banús en cenas para dos. Y a lo mejor hasta se descubre que ni siquiera era su pareja oficial.
Por eso todo se convierte en algo oscuro, en algo que se acepta sin cuestionarlo, en una suerte de amenazas y charlas susurradas en los pasillos en las que nada se reconoce, en las que nada se habla abiertamente, en las que nada se decide oficialmente. En algo tan antiguo como una conspiración.
Los vigilantes se reúnen -como lo hacen en la escena cumbre del comic los personajes para ocultarla violación cometida por uno de ellos- y se acusan, se echan los tratos a la cabeza, se amenazan con sacar los trapos sucios de todos y se retroalimentan de manera que saben, como se dice que afirmó Divar, que "yo no voy a caer sólo".
Y eso hace que la vigilancia sobre el vigilante sea imposible. Porque todos tienen algo que acallar, que ocultar. Porque nadie les ha vigilado a ellos durante demasiado tiempo como para que no hayan caído en sus tentaciones personales.
Y por si queda alguna duda, el coro de vigilantes -que a estas alturas ya se ha convertido en un conciliábulo más parecido al Sanedrín que al Consejo General del Poder Judicial- entona una suerte de alegato para exculpar previamente aquello que se niegan a juzgar.
El decreto de archivo del Fiscal General recoge que el presidente Carlos Divar no tuvo “una intención de lucrarse o de aprovecharse en su beneficio”. Y lo hace después de decir que no sabe en qué gasto ese dinero y si los viajes eran oficiales o no ¿Curioso, verdad?, ¿cómo pueden saberse las intenciones si se desconocen los actos?
Si una cena de lujo no es beneficio personal, si una noche de spa y vete a saber qué otras cosas no es beneficio personal ¿qué lo es?.
Olvidan que todos sabemos -y más en estos tiempos- que el lucro no viene solo de lo que atesoras, sino de lo que evitas gastar.
Así que, después de todo, los vigilantes se vigilan entre ellos pero no para nuestro beneficio sino para mantener sus relaciones de poder, sus prebendas y su situación de privilegio. Y nosotros, aquejados del mayor ejemplo de fútil ingenuidad desde que alguien en Galilea creyó que podía fundar una religión sin crear una jerarquía religiosa, tendremos que seguir pensando que es la propia ética del vigilante la que le vigila.
Aunque Carlos Divar, el Consejo General del Poder Judicial, el Fiscal General y todo el aparato judicial nos hayan demostrado que no es así.
Como Watchmen sólo quieren seguir vigilando para evitar que les vigilen a ellos.

1 comentario:

Tu economista de cabecera dijo...

"Porque los supuestos encargados de vigilarle han tardado dos días en darle una ojeada"

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