miércoles, abril 04, 2012

Rajoy, los presupuestos generales y nuestro occidental síndrome del Plan B

Los presupuestos ya están aquí. Y son tan nuestros como lo es el gobierno que los ha presentado, el ministro que los ha diseñado y el vicio, oculto y repetido, que se deja ver en ellos.
Son tan nuestros como solamente podían serlo en una sociedad occidental atlántica que no admite nada que no haya inventado ella.
Mucho se hablará de si la salida de la crisis se ha subsumido al control del gasto cuando ya hay quien, sin pecar de no ser neoliberal, grita a los cuatro vientos que la contención del gasto no es la salida; mucho se dirá sobre lo incongruente que parece que se rebajen los presupuestos en todo lo que podría contribuir a sacarnos de la crisis y del paro -desde las infraestructuras hasta la investigación- pero se aumenten las partidas de promoción del deporte. Y mucho más se escribirá sobre que Galicia y Euskadi sean las únicas comunidades que ven aumentadas sus asignaciones mientras vislumbran en lontananza unos comicios autonómicos que el PP quiere -como todos- ganar.
Pero poco se dirá -aunque algunos ya lo han dicho con acento catalán- sobre el vicio, el pequeño vicio, apenas perceptible y raramente percibido, que entre tanto folio y tanto pen drive, entre tanta carpeta y tanta gráfica, pasa desapercibido. Y lo hace no porque no sea evidente, sino simplemente porque no queremos verlo.
Rajoy y su gobierno están aquejados de un nuevo síndrome estructural que se ha infiltrado en las filas gubernamentales poco a poco a lo largo de mucho tiempo, de muchas generaciones de desasosiego evolutivo en esta sociedad. Todos los tenemos y nuestros gobiernos también, pero en el caso de Rajoy y su gobierno ha alcanzado proporciones épicas.
Es algo que solamente podría definirse como el síndrome del Plan B.
Como hiciéramos y hacemos con otros conceptos clásicos como el Carpe Diem o la felicidad, Rajoy y los suyos sacan de quicio aquello del bélico Plan B, quizás porque en realidad no se sabe muy bien en qué consiste -me temo que viniendo el concepto de lares militares no queda muy claro cómo aplicar los planes B. En esos entornos, cuando falla el plan A suele quedar poca gente y poca vida para intentar nada más.
Pues bien, Rajoy tenía un plan. Bueno, en realidad no lo tenía, pero quería tenerlo.
El frío invierno de la oposición se alargaba demasiado, y sus efluvios hormonales aumentaban ante la cercanía del florecimiento de una nueva campaña electoral, de una nueva posibilidad de acceso al poder, al estallido primaveral y adolescente que para él supondría el ascenso al gobierno.
Así que, como no estaba dispuesto a quedarse sin la diversión ansiada, sin el placer tanto tiempo diferido, sin el disfrute que veía en otros y que él no disfrutaba; como no estaba dispuesto a dejar que otro estío electoral pasara ente sus ojos y sus urnas y se transformara sin pena ni gloria en un otoño más de banco rojo en el Congreso, se buscó un plan.
No eran las mejores fechas para hacerlo, no eran los mejores tiempos para tirar de agenda, así que se contentó con lo que tenía a mano. No vaya a ser que por no tener plan no tuviera nada que hacer cuando llegara el día.
Y se puso a ello con denuedo, como el gascón del clásico drama. Diseñó un plan en su agenda en el que se contendría el déficit sin subir los impuestos, se controlaba el fraude, en el que se controlaría a las entidades bancarias, en el que se limitará el gasto de las autonomías, en el que se persiguiera la corrupción, en el que se incentivara a las pymes a crecer, en el que se reduciría el paro, en el que no se haría cargar con el peso de la crisis sobre las espaldas de las clases medias -el no habla de trabajadores, suena muy rojo, supongo-.
Y le salió bonito, un poco complicado de ajustar, pero bonito. Tan bonito que invitó a veintitantos millones de electores a compartirlo.
De modo que se lo propuso a todos sus amigos en esa inmensa red social audiovisual y multimedia que se llama campaña electoral. Y sonaba tan bien que 10 millones casi once de personas buscaron la papeleta con la que hacer clic en ese pulgar hacia arriba azul y blanco que decora la leyenda "me gusta".
Rajoy y sus compañeros de partido -ahora de gobierno- fueron felices. Ya tenían plan y tenían con quien hacerlo. Esta vez el estío iba a ser divertido.
Y aquí, justo en los días previos y posteriores a empezar esta agenda postergada mucho tiempo por mor de las necesidades y completa para evitar lagunas, fue cuando cayó de bruces en el funesto síndrome occidental atlántico del Plan B
Porque le llegaron sin anunciarse previamente en la fiesta dos puntos ocultos por manejos pretéritos del déficit estatal, llamaron a su puerta y le vinieron a ver las deudas de todas las comunidades y la bancarrota de muchas de ellas, porque llegó el absurdo veredicto popular del Caso de los trajes de Camps, porque llegaron los bancos y pidieron acceso de socio vip. Porque llegó la señora Merkel y sus baremos europeos, sus obsesiones de contención presupuestaria y su presión para que a las empresas alemanas les resulte más barato despedir en España -no contratar, solamente despedir-.
Y claro Rajoy, como buen adolescente occidental atlántico y buen gallego, no podía decir a nada que no, no quería decir a nada que no.
Él había hecho un plan con 10 millones de españoles pero sentía como que se perdía algo, como que se le escapaban amistades, como que perdía ocasiones de diversión con estos nuevos amigos que llamaban a su puerta de repente.
Y pasó al Plan B. Un plan que no existía y que empezó a elaborar en pleno ataque de síndrome pos menstrual y pre vacacional sin ni siquiera pararse a pensar que para poner en marcha un Plan B hay que haber intentado y haber fracasado en el Plan A. Por eso se llama Plan B, diría un individuo llamado Perogrullo.
Pero Rajoy no quería fracasar, no quería perder ninguna de sus amistades, no quería dedicar todo su tiempo y su esfuerzo al plan diseñado en un principio. En parte porque nunca consideró que eso que había propuesto fuera realmente un plan y en parte porque, como todo occidental atlántico que se precie -sobre todo los gobiernos-, no quiere perderse una anotación en la agenda, no quiere perderse una solicitud de amistad, no quiere perderse un evento convocado o la respuesta a un perfil que le llega de pronto.
Se volvió un adolescente en Tuenti, un soltero en Meetic. Una divorciada en E Darling.
Y tiró de lo único que los gobiernos y las personas tiran en este remedo de civilización que cada vez pierde más el sentido de lo que es una civilización. De ejercer de centro del mundo y de sistema solar. De ejercer de Kasparov y Deep Blue todo en uno.
Empezó a mover su agenda como si fuera una colección de peones alineados en un tablero.
Dio entrada al aumento de déficit y movió en diagonal sus previsiones de ajuste con Europa, dio cabida a los bancos para no perderlos como amigos  y arrinconó en una casilla ciega su prometido control a un pírrico límite de 600.000 euros de sueldo anuales para los ejecutivos de las entidades intervenidas; introdujo a Merkel y sus cosas a capón en el cuadrante de la agenda y  movió un poco a la derecha -siempre a la derecha- su jurado intento de que las clases medias no pagarán el coste de la crisis con una reforma laboral que es casi una reversión a la servidumbre.
Y así siguió y siguió. Le llegaban nuevas cosas que hacer a la agenda y no renunciaba a ninguna, no quería que ninguna se quedara fuera.
Por miedo a no poder hacer todo al mismo tiempo, siguió jugando una partida, perdida de ante mano, para colocar todo en el tablero aunque nada de lo que estuviera en él se moviera como estaba previsto. Olvidó que, cuando hay poco tiempo, ni siquiera Kasparov puede jugar mil partidas simultáneas, poner todo su genio y su atención en ellas, y jugarlas todas bien.
Y así enrocó su lucha contra la corrupción en una ley de transparencia más opaca que la de Buen Comportamiento Cívico de la Alemania de 1931 para poder dar cabida en el tablero a un fiscal anticorrupción que no recurre una sentencia absolutoria de un corrupto; movió contra natura a los parados para que pudiera deslizarse por los escaques medio millón largo más de desempleados que su reforma laboral había introducido; puso en juego recortes en la prestación laboral, en sanitaria y de educación para que pudiera seguir jugando el ajuste presupuestario, dejando sin salida en la jugada a la "reforma justa"; condenó a un movimiento de sacrificio contra alfil a las pymes para poder introducir un rocambolesco cambio de piezas entre el aumento del impuesto de sociedades y las grandes corporaciones que, llegadas a última hora a la partida, le exigían no sufrir grandes sobresaltos.
Convertido su plan y su agenda en una suerte de partida múltiple  de ajedrez en la que solamente sus tiempos y sus necesidades eran relevantes siguió cambiando reglas, movimientos y piezas.
Condenó a un rincón alejado en el tiempo y en el espacio el peón de la lucha contra el fraude y lo cambió por una amnistía de defraudadores que parecía lo mismo pero que evidentemente no era lo mismo.
Y así siguió hasta elaborar y presentar los presupuestos.
Y ahora nada queda en su sitio del Plan A aunque parezca que aún sigue inamovible e inmutable. No queda nada porque siempre se supo que ese era un plan que aunque se presentara como el Plan A iba a terminar siendo un Plan 0. Génova, Rajoy y todo su gobierno siempre lo supieron.
No era un plan era una forma sencilla de saltar con red.
Y en toda esa suerte de cambios, en toda esa batería de modificaciones de agenda, de mutaciones, de recolocaciones, de alteraciones de última hora, de entradas y salidas, enroques y movimientos de entrega, Rajoy y su gobierno han demostrado la máxima de que todo gobierno se parece a sus gobernados. Porque el Síndrome del Plan B es algo  que nos aqueja desde que decidimos que el mundo era nuestro ombligo, que la justicia era nuestra necesidad y que la libertad era nuestro deseo.
Desde que decidimos que el tiempo era nuestro.
Porque como hacemos todos, todas esas mutaciones de Rajoy en el plan original sin ni siquiera intentar llevarlo a cabo no han contado con las ilusiones que le plan podía haber generado, no ha contado con el compromiso que habían aceptado diez millones de personas o más que creían que ese plan era firme y se iba a llevar a cabo para que todos pudieran disfrutar de ese repentino momento de "diversión" que se había diseñado con ellos.
Y al Presidente del Gobierno y a Moncloa le da igual lo que sientan los 600.000 nuevos parados que puede que se hubieran incorporado al plan cuando no era ese, lo que sientan las pymes que contaban con que el plan las ayudaría y no las aparcaría, lo que sientan los perjudicados por la corrupción que ven ahora que solamente les queda el escaque negro de una ley de transparencia inútil y de una amnistía fiscal a los defraudadores.
Tanto se ha modificado la agenda que ahora la acaparan en sus mejores fechas los últimos en llegar, tantas piezas que no jugaban la partida se han introducido en el tablero de golpe que las que estaban destinadas a ser fundamentales yacen ahora arrinconadas en las peores posiciones, condenadas a movimientos ínfimos o frustradas por la futilidad de los que se les asignan.
Todo desde la fría y adolescente divinidad de los dioses olímpicos que jugaran al ajedrez con los humanos en la cinematográficamente  mítica Furia de Titanes o que manejaran a capricho a sus escólidos en la no menos mítica literariamente saga de Olympo de Dan Simmons.
Porque, como en las dos circunstancias de ficción, ni las ilusiones, ni los deseos ni los sentimientos, de aquellos con los que se ha jugado la partida han sido tenidos en cuenta, no se ha valorado qué pensarían, que sentirían o que sufrirían aquellos a los que se les ha modificado el plan A acordado y sellado por un plan B inexistente, improvisado y egoísta.
Porque solamente cuentan dos cosas y un personaje: el tiempo y las necesidades del jugador.
Y el que juega la partida en este caso es el Gobierno. Pero no siempre es así.
Hace lo mismo que nosotros y quizás por eso ya no nos importa que lo haga. Estamos acostumbrados a hacerlo y aceptarlo en tantos ámbitos y tantos momentos que ya no nos parece raro. Nos parece, como otros muchos síndromes y síntomas egoístas e individualistas que padecemos, un derecho innegociable.
Porque creemos que el tiempo es nuestro. Incluso el de los demás es nuestro.
E ignoramos que no se trata de hacer todo, se trata de hacer lo que ha se ha decidido hacer y hacerlo bien. Aunque haya que demorar, posponer o anular algo más llamativo que nos llega después.
Pero en realidad no lo ignoramos. Solamente fingimos ignorarlo.
Porque hace siglos alguien diseño el perfecto resumen a la situación, algo que repetimos como una letanía de vez en vez cuando nos viene bien pero de lo que hacemos caso omiso cuando se trata de pensar en contra nuestra: "quien mucho abarca poco aprieta".
Pero quizás es simplemente que no queremos apretar. Que queremos emplear nuestro tiempo en tantas cosas porque no nos interesa profundizar en ninguna, porque no queremos poner el trabajo gozoso y la atención que exige "apretar" en ciertas cosas.
Y nos resulta más fácil, cómodo y sencillo, más occidental atlántico a la postre, plantear esa situación en cualquier ámbito, desde el profesional al afectivo, pasando por el ejemplo político de nuestros sucesivos gobiernos, como una ecuación cuántica de Planck sobre cuántas realidades pueden coexistir al unísono en el mismo tiempo, más que como una catalogación vital de Kant, basada en la asunción de prioridades en la asignación de ese tiempo.
Y si por pura casualidad -cuántica también- caemos en una realidad en la que alguien nos lo hace ver y conseguimos verlo, simplemente queremos solventar la circunstancia como hace Rajoy y su gobierno en política.
Nos negamos a darnos cuenta que el problema está en lo que hemos hecho, no en las consecuencias.
Así que intentamos mover de nuevo todas las piezas para que el ofendido -el electorado, los bancos, los trabajadores, las empresas o la Unión Europea, en el caso del Gobierno de Rajoy- vuelva a estar a gusto y generando nuevos cambios arbitrarios, nuevos torcimientos de gesto, nuevos arqueamientos de cejas de aquellos a los que hace un instante, pese a haber llegado tarde a la fiesta, se les aseguraba una entrada y un reservado en la zona vip y ahora se les niega de pronto-.
Eso en el caso del gobierno y la sociedad, en el nuestro es lo mismo. Movemos de nuevo al amigo, al empleado, al amante, al familiar, al compañero, al socio para que uno esté a gusto de nuevo y no perdamos esa pieza y no se quede esa casilla con el oscuro negro del vacío o el inmaculado blanco de la soledad en nuestro tablero de ajedrez.
Seguimos haciendo lo mismo y perjudicamos a terceros para beneficiar a segundos. Cubrimos el cráter del estallido de una bomba de fragmentación con el hongo de la explosión de un ingenio nuclear.
Pero nos seguimos negando a asumir nuestros compromisos y a hacer elecciones que establezcan nuestras prioridades.
Porque si hiciéramos eso ya no podríamos vivir en la ficción de que el tiempo que vivimos nos pertenece, y seríamos arrojados a la realidad de que ese tiempo pertenece a nuestros actos.
Y eso es muy arriesgado.
Porque exige elecciones que limitan la universalidad de las opciones, decisiones que frenan el dulce impulso de la inercia del falso Carpe Diem, y concentración que imposibilita el libre volar falsamente karmático -¿existe la palabra?- del hedonismo.
Porque si el tiempo no es nuestro y es de nuestros actos. Son nuestros actos los que nos definen. No nuestro tiempo, nuestras creencias o nuestras circunstancias. Son nuestros actos.
Y eso es un riesgo para toda una sociedad que ha decidido no arriesgar nunca en nada.
Puede que lo de Rajoy sea más llamativo porque afecta a un buen puñado millones de ilusiones, de sentimientos, de expectativas e incluso de esperanzas. Pero lo nuestro es más grave.
Rajoy y su gobierno como mucho perderán un buen puñado de votos por reajustar su plan sin contar con el consenso y el acuerdo de aquellos con los que se habían comprometido a llevarlo a cabo de forma conjunta. Pero nosotros perderemos mucho más.
Perderemos nuestra humanidad. Porque es la elección y los sentimientos lo que nos hace humanos.
 Y con nuestro síndrome del Plan B huimos de ambas cosas. Y lo hacemos además por propia voluntad. Con tanto inbtento de proteger y no mover el rey o la reina sencillamenta lo ahogamos.
Nos negamos a ver que nuestro tiempo adquiere valor si se otorga el que nos falta, no si se distribuye a capricho el que nos sobra. Nos negamos a ser Will Salas.

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