jueves, abril 19, 2012

La borbónica disculpa de la mano metida en el tarro de las chuches

Hubo un viejo tiempo, perdido afortunadamente entre las brumas de la historia, al menos para nosotros, en que los reyes gobernaban. Y fueran buenos o malos, déspotas o ilustrados -o incluso ambas cosas-, crueles o benévolos, siempre servían para algo. Había una sola cosa para la que, quisieran o no, su función les capacitaba de forma automática: el ejemplo.
Si el rey lucía peluca, todo el mundo lo hacía. Si la reina se apretaba el escote hasta casi el desmayo para lucirlo emblanquecido con el polvo de arroz, las damas de la corte repetían el hecho hasta poblar los suelos y los brazos de sus nobles acompañantes con cuerpos desmayados.
En este país nuestro en el que la monarquía es el resto absurdo y sobrante del cociente entre gobierno y sociedad ese ejemplo es, como mucho, el baluarte de utilidad en el que podía refugiarse La Corona Española.
Y lo hace. Lo ha hecho en Bostwana. Lo ha hecho en la puerta del hospital al que le condujeron sus periplos africanos y tiene la obligación de seguir haciéndolo si quiere que, aunque de lejos y a ratitos, nos sea útil en algo.
Mucho se ha escrito ya de lo que significó y significa su huida hacia adelante en secreto a derribar colosos de carne y de marfil en tierras de Bostwana. Y es un ejemplo.
El monarca cazador es un ejemplo inverso. No muestra lo hay que ser. Nos muestra lo que somos. Como hacemos muchos de nosotros constantemente con las crisis personales, sociales o políticas, nos limitamos a encontrar viajes y cacerías que nos alejen de ellas, que nos las borren de la mente, que nos las quiten del cuerpo. Cuando algo nos quita el sueño encontramos un modo de justificar y ocultar el motivo por el que seguimos despiertos.
El viaje de este nuestro rey que no gobierna es como nuestros viajes al límite exterior del coma etílico los viernes por la noche, como nuestras escapadas a la frontera misma de la drogadicción cargada de Lexatín, lorazepal y depresiones varias tan falsas por reconocidas como excesivas por injustificadas. Es como nuestras bajadas de cabeza ante la adversidad de los despidos de otros, de las injusticias laborales,  como nuestras cacerías de sexo sin complejos, agobios ni ningún compromiso.
Son la misma huida pero con el toque real y aristocrático que siempre se presume a un Borbón.
Y la inocente mascarada de la salida del hospital sigue siendo la función primordial de la realeza. Sigue siendo un ejemplo.
El monarca aparece bamboleante, desorientado, casi místicamente contrito, para decir que lo siente, que no se dio cuenta, que no volverá a ocurrir.
Convierte su corona en un babi de niño de guardería y adopta la actitud de un infante párvulo que, atrapado con la mano sospechosamente introducida en el tarro de las chuches y la boca llena de gominolas, reconoce a la fuerza su travesura y pone ojos de cordero degollado para evitar el castigo.
La dignidad que tanto se reclama para La Corona le hubiera exigido algo más noble, más majestuoso. Le hubiera exigido convocar a Las Cortes y poner su reinado a disposición de los españoles, de su gobierno y sus instituciones. Aunque todos sabemos -incluso él- que no se lo hubiesen reclamado. Eso si hubiera sido un ejemplo de lo que debemos ser.
Pero Juan Carlos, que pierde el Don por lo que hace, no por lo que es, se conforma con ser ejemplo de lo que somos y hace lo mismo que nosotros.
Cuando alguien nos saca las vergüenzas, decimos que lo sentimos, que no lo volveremos a hacer, aceptamos a regañadientes el rapapolvo pero en realidad no hacemos nada que demuestre que hemos cambiado, que hemos asumido la lección. Sabemos lo que hacemos mal y lo reconocemos, pero la única forma que se nos ocurre de arreglarlo es seguir haciéndolo mal.
Y aun así, pese a esos dos ejemplos negativos, el rey de España, que lo es porque no quisimos enfrentarnos a la realidad de que ya no tenía que serlo nadie, aún tiene la posibilidad de ser ejemplo de algo.
Dicen las fuentes de la Casa Real que cambiarán la agenda privada y pública del rey para que esto no vuelva a ocurrir. Y eso puede ser un ejemplo. Pero para que lo sea el monarca debería hacer una elección.
Si se trata de decorar visitas, aclimatar sensibilidades y evitar disgustos, nada habrá cambiado. Solamente se habrá camuflado y será ejemplo de lo que hacemos cada día para evitar el esfuerzo de dejar de ser como somos.
Claro que también podría seguir otros modelos monárquicos más arriesgados y decidir cambiar. Desde su cada vez más escasa cabellera hasta la punta de sus cansados pies, pasando por su cadera protésica real.
Porque, como nosotros, el rey tiene que decidir si está con su gobierno o si está con su pueblo.
Tiene que decidir si está con aquellos que le garantizan su permanencia en su situación de privilegio o con aquellos que no pueden darle nada pero a lo mejor precisan mucho de él. Lo mismo que nosotros debemos elegir entre los que nos adulan y los que nos dicen la verdad, entre los que nos cubren las necesidades y las elusiones y los que nos ofrecen una vida completa con alegría y tristeza casi a partes iguales.
Tendrá que elegir si es el Rey de Hierro de la Francia medieval, que estando con sus hombres, opta por el camino de defender sus vidas y abofetea, arriesgándose a la excomunión directa y a los males eternos del infierno, en su sitial al papa que le manda a las cruzadas para engrandecer su poder o el monarca de la misma dinastía que envió a su ejército embarrado a luchar y morir para defender la injusta pretensión de sus nobles a unas tierras que no les pertenecían.
Tendrá que decidir, como nosotros, si es el Windsor que renuncia al trono para dedicarse a sus fiestas, diversiones y amoríos, en las mismas puertas de una guerra mundial o aquel que, casi sin saber hablar, asume estar con los que tiene que estar, con los que sufrirán los bombardeos y las posibles invasiones, aunque poco o nada pueda hacer por ellos con sus discursos.
Tendrá que decidir, como todos nosotros, si escucha a Richelieu o a los mosqueteros, si se queda en lo alto del montículo contemplando la batalla o carga a tumba abierta sin conocer de antemano el resultado de la misma. Si da, como Ricardo III, su reino por un caballo para huir o para seguir luchando.
A lo mejor, para que nos creamos su lamento y comprobemos su cambio verdadero, le toca elegir  entre su gobierno y sus gobernados.
Y de esa manera convertirse por fin en ejemplo de algo y lograr que nosotros, monarcas absolutos autonombrados de nuestras propias vidas, nos veamos forzados a hacer la misma elección a la que se enfrentó otro mítico monarca, este shakesperiano.
Elegir entre los Falstaff que nos cubren las carencias, nos aseguran las diversiones y nos hacen olvidar los problemas y las macilentas tropas de Azincourt que solamente pueden ofrecernos todo lo que son para palear en una lucha por nuestra vida y nuestra dignidad en la que se antoja imposible la victoria pero en la que es ineludible combatir.
Porque, si no lo hace el rey y no lo hacemos nosotros, alguien podrá decirnos cuando llegue el momento en que la batalla nos rompa por los francos y nos embista por el frente y por fin seamos conscientes de que le necesitamos, lo mismo que el buen Henry, the Firth, le dijo a sus guerreros.
"Ya es tarde, que no vengan, no quisiéramos morir en compañía de aquellos que temieron sufrir y luchar con nosotros"
Tal vez, sólo tal vez, si elige esa forma de transformación y no las excusas, los silencios y los cambios de agenda, sí servirá de ejemplo. Si servirá de algo Don Juan Carlos I, Rey de España.

1 comentario:

Tu economista de cabecera dijo...

"Dicen las fuentes de la Casa Real que cambiarán la agencia privada y pública del rey ..."

Creo (aunque no estoy seguro de) que quieres decir "agenda". ¿Puede ser?

Saludos cordiales

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