domingo, abril 22, 2012

Cato o el llanto tardío por nuestra propia muerte


La casualidad y la percepción son aliadas extemporáneas que a veces se dan la mano para ofrecernos algo que no esperamos, que no creíamos posible encontrar haya donde al final terminamos hallándolo.
Y todo esto viene al caso por Cato.
Que ¿quién es Cato? No sé, últimamente me pasa que encuentro personajes mediocres en películas de igual rango -unas más que otras- que me dicen cosas cuyos guiones y actuaciones no parecen previstas para que relaten eso que yo les veo, les oigo y las percibo decir.
Y Cato es uno de esos personajes de una de esas películas. 
Más allá del título del film en cuestión -Los Juegos del Hambre- que nos anticipa algo cada vez más ciencia y menos ficción, más allá de la épica romántica que destila y de otro par de cosas que llaman la atención como que la protagonista se vea obligada a luchar en una lucha que no quiere con alguien que tan solo le ha dado las migajas que le sobran, por negarse a afrontar otra lucha igual de dura pero mucho más liberadora con alguien que de verdad quiere arriesgarse con ella, más allá de que sirve para sacarnos las vergüenzas exageradas de lo que hacemos en la televisión y esperamos de ella.
Más allá de todo eso está Cato.
Cato ni siquiera es un personaje secundario. Es casi un extra con frase. Un personaje de esos cuya presencia es necesaria para ensalzar a aquellos que son héroes o antihéroes, pero que no es más que relleno.
Pero, si nos paramos a mirarlo, si nos concentramos en él, es el único que tiene sentido, es el único que es real. Es el único que es como nosotros.
Se supone que el muchachito lleva toda su vida preparándose para ser un capullo profesional, para estar en lo más alto de la cadena alimenticia, para matar a todo el que se le pone por delante y demostrar así que es el mejor. Porque los juegos del hambre van fundamentalmente de eso. De honor, manipulación y cargarse a todos tus rivales.
El tipo se presenta voluntario para los juegos, se ofrece en cuerpo y alma a la función que su sociedad tiene preparada para él. Sabe todo lo que hay que saber sobre los dichosos juegos pero le da igual.
Sabe que sirven solamente como herramienta de manipulación pero lo ignora, sabe que debería hacer otra cosa, que debería empezar otra lucha pero obvia dicho conocimiento. Sabe que la fama en los juegos no solucionará su vida, sabe que la miel del vencedor no le endulzará el paladar, sabe que ese juego en el que participa para huir de la vida que en realidad le hubiera tocado vivir no podrá sustituir a su existencia pero decide pasar por eso todo eso.
Cato es como nosotros. Sabemos que las constantes y decoradas elusiones de nuestra existencia no nos conducen a la vida, sabemos que no servirá decorar la nada que nos rodea o poblarla de sombras y destellos fugaces. Sabemos que sigue siendo nada aunque podamos escondernos ese hecho entre las cosas que hacemos para olvidarlo. Pero lo ignoramos y nos entregamos a ese esfuerzo que muchas veces nos resta más recursos y fuerzas que aquello que queremos evitar.
Y encima nos presentamos voluntarios. Sin que nadie nos obligue e incluso negando y desoyendo las voces de aquellos que intentan explicárnoslo. Aunque puedan estar equivocados.
Pero todo eso lo sabemos de Cato por lo que dicen otros en dos frases bien colocadas de guión. Cato con toda su fortaleza, su arrogancia y su prestancia apenas dice nada coherente hasta que llega su momento. Hasta que llega nuestro momento.
Como en toda construcción épica que se precie los que luchan por la vida, la vida real, tienen todas las de perder pero acaban ganando. Eso es algo que no cambia desde Teseo -un mito en el que por cierto parece estar basada la historia- y que una literata del montón y un director de bulto no iban a ponerse a modificar.
Y es en ese final apoteósico -con apertura sutil hacia una segunda parte, por supuesto- cuando Cato tiene su frase.
Enfrentado a los pobres y trágicos ganadores del juego -los trágicos amantes, suena épico, ¿verdad?- cuando su intervención se me vuelve memorable.
Ensangrentado y lloroso el jovenzuelo que da vida al personaje -que desde luego no es del Actor Studio ni nada que se le parezca- reta a la protagonista que con su arco plateado le apunta con su belleza adolescente crispada e infinita.
- Mátame y ganarás. Si me disparas moriré y tú habrás ganado. Da igual, yo ya estaba muerto. Entonces no lo sabía pero ya estaba muerto.
Y entre los cuajarones de sangre y sal Cato olvida que nadie le obligó a tomar esa elección, pretende hacer caer sobre la existencia de los otros su desdicha, ignora que el decidió negar la vida por el artificio de esa supervivencia.
Deja de recordar que se presentó voluntario a un juego en el que los otros, los que le descubren su condición de cadáver ambulante, son participantes forzosos.
Como hacemos nosotros.
Y a la señora de la fila de abajo el chaval le da pena, y a las jovencitas que juegan con su móvil en modo silencioso Cato les despierta la lástima, y a la pareja de la fila de arriba el chico al final le da pena.
A todos nos da pena porque Cato ha descubierto algo que ninguno queremos descubrir.
Ahora Cato sabe que aquello que usaba para huir de su vida, que aquello que eligió para ocultar sus problemas, para negar sus realidades, para escapar de su existencia, es lo que le ha matado.
Y no le mata porque una belleza morena adolescente arco en mano le clave una saeta entre las cejas. Le mató al elegirlo. Aunque hubiera vencido, aunque hubiera ganado los tristes y apocalípticos Juegos del Hambre ya estaba muerto y hubiera seguido estando muerto.
Y eso da mucha pena. Nos la da a nosotros que ni siquiera podemos hacer ese último esfuerzo de reconocimiento del error que hace Cato entre sangres y llantos.
Nos da mucha lástima porque él no ha tenido el privilegio que ansiamos tener nosotros de morir sin darnos cuenta nunca de que por nuestras elusiones, nuestros miedos y nuestras renuncias hace años o siglos que ya estábamos muertos.
Pero, como Cato es grande no por ser diferente sino por ser exactamente igual que somos en nuestra lucha entre la vida y la supervivencia, hace lo que hacemos nosotros.
Podía haber soltado a su rehén - tiene un rehén, pero es irrelevante-, podía haberse unido a los héroes forzados y forzosos para intentar hacer temblar los cimientos del sistema en el que se había intentado subsumir, podía simplemente dejarlo todo e intentar hacer las cosas de otra forma. Podía haber intentado resucitar, volver a la vida.
Pero no lo hace y no deja a los otros -remedo heroico de lo que nunca seremos- más opción que ignorarle, que alejarse de él, que enfrentarse a él no por odio o rencor sino porque ellos sí han decidido salirse – de hecho nunca decidieron entrar- de ese juego, ganen lo que ganen y pierdan lo que pierdan, ya no aceptan las reglas, ya no pueden seguirlas porque ellos están vivos.
Y solamente pueden apartar la mirada mientras Cato, un personaje efímero y menor, nos demuestra nuestro error. Mientras es devorado por las fieras que crearon para otros aquellos que, como él, se esconden en el juego, en la luz y el espectáculo para acallar la vida y la realidad. Solamente pueden apartar la mirada y evitarle el dolor.
Cato nos da pena porque reconoce lo que nosotros no estamos dispuestos a reconocer cuando decidimos no afrontar nuestra vida y nuestra realidad y sustituirla por unos juegos del hambre que nos dejan sin saciar en todos los aspectos que intentemos.
Por eso nos da pena. Pero solamente hace lo que nosotros hemos decidido hacer voluntariamente cada día, ocultarnos, mentirnos, taparnos los dolores, morir y cuando alguien nos arroja a esa realidad, nos la saca a la luz, nos hace patente y palpable que ya estamos muertos, como Cato, no sabemos, no queremos o hemos perdido la capacidad de lanzarnos y arriesgarnos de nuevo a la existencia, preferimos seguir estando muertos.
Y eso ya no da pena. Da miedo, mucho miedo.

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