sábado, febrero 25, 2012

LA TEJEDORA DE ALMAS



E
scucha, guerrero que apoyas el acerado filo de tu espada sobre un delgado hilo de seda. Escucha, tú, que has de quebrar la herencia de Nohelu, también llamada Tejedora de Almas. Escucha la verdad de mis palabras porque no he de mentirte. Escucha y recuerda, pues de tu decisión dependen nuestras vidas.

¿Habré de recordarte lo que ya viviste, poderoso guerrero? ¿Podrán mis palabras llevarte a esos días en los que fuiste lo que eras, antes de que ninguno de nosotros se cruzara en tu vida? Yo lo sé porque lo vi, lo se porque me fue dicho. Tú has de saberlo porque lo viviste.
Recuerda como eras antes de Nohelu, antes de nosotros. Antes de ti mismo.

Recuerda al joven guerrero orgulloso de su país y de su gente. Entregado al arte de la defensa que no al de la guerra.
Tan fuerte en la paz que no había en su alma sitio para la guerra, confiaba en los suyos. Tan sólo confiaba en ellos y en el poder de su brazo para salvaguardar su ciudad y su país. Puede que no fueras del todo feliz, puede que la tristeza te invadiera en ocasiones, cuando te acercabas a las costas del sur o a los riscos del norte, pero eras uno con tu gente y ellos lo eran contigo.
Eras el guerrero que vive la tranquilidad de la paz y que acepta el hecho de que esta puede acabarse. Eras el luchador que asume que, si la paz termina, él está obligado a restaurarla.
Así creciste y así te hiciste hombre. Esperando una oportunidad de demostrar a los tuyos y a ti mismo que tu poder no era una falacia, que tu brazo podía contribuir a su felicidad y que tu mente siempre estaba puesta en ellos. En ellos a través de ti, pero en ellos.

¿Has de vivir de nuevo el día en que creíste que esa oportunidad había llegado?

Yo no estaba allí, pero, años después, tus mismos labios me lo contaron mientras mi pluma transformaba la carne en pergamino y la sangre en tinta. Escucha mi relato salido de tus labios.

Recuerda esa mañana, como tantas otras, en la que paseabas orgulloso con la mano apoyada en el pomo de tu espada. La sangre se agolpó en tus sienes cuando escuchaste la campana del torreón de la costa del Este. La juventud nos hace desdichados si no hacemos lo que creemos que somos capaces de hacer. Tu eras capaz de luchar y agradeciste al destino que te diera la oportunidad de hacerlo.

Viste los barcos antes de que nadie los viera, antes de que ellos divisaran la costa. Sus velas, rojas como la sangre y blancas como los sudarios, anticipaban el mensaje que sus hachas y sus espadas estaban dispuestos a ratificar.
Contaste dos velas y te alegraste; contaste diez y te sorprendiste. Contaste cien y te asustaste.

Pero el miedo no te impidió ocupar tu puesto. Si habías nacido para morir ese día, morirías por los que habían sido tu vida. Subiste de un salto a la más rápida de las embarcaciones. La primera que llegaría a enfrentarse a la horda.

La pasión por la lucha te envolvió. Saltaste el primero al abordaje de los que habían venido a abordar. Muchos de tus barbudos enemigos nunca supieron qué fue lo que les mató. Nunca llegaron a mirarte a los ojos.
Mientras repartías mandobles y estocadas, contemplaste a lo mejor del ejército de los tuyos caer en la batalla. Lloraste por ellos, sufriste por ellos. Seguiste matando por ellos.
La sangre de tus enemigos era la única medicina que recibían tus heridas y con ella te sanaste para seguir luchando. Hoy, los guerreros del norte aun celebran tu coraje, aún rinden homenaje a los que cayeron a tus manos como barridos del mundo por la furia de un dios. Entonces eso no te importó. No ha de importarte ahora.

Cayeron diez naves y seguiste luchando; cayeron veinte y redoblaste tus esfuerzos. Cayeron cincuenta y te permitiste la esperanza. Tus rugidos y los de tus compañeros inundaron el aire cuando el resto de la flota de dragones de muerte abandonó la batalla. La lucha no había terminado, pero había empezado bien.

Recuerda y hazlo pronto porque de ello dependen muchas cosas. Recuerda como esperasteis que las baterías de tierra borraran del mar las velas blancas y rojas, de sangre y muerte. Como ansiasteis ver a los cañones vomitar fuego y a las bombardas arrojar piedras.

Maniobrasteis con la rapidez de la desesperación cuando los cañones permanecieron en silencio; navegasteis con la inquietud del que sabe que llega tarde y no puede evitarlo cuando las bombardas siguieron mudas. Intentaste evitar lo inevitable y navegaste de vuelta para proteger tu ciudad, tu tierra, de la invasión.
¿Recuerdas el dolor? ¿Recuerdas la sorpresa?

 ¿Recuerdas tu muerte?

De nuevo de un salto bajaste a las calles del puerto y apartaste de ti y de la vida a todos los invasores que se cruzaron en tu camino. Aún había esperanza. Si os hacíais fuertes en el reducto podríais vencer. Olvidaste que los cañones no habían disparado.

Y entonces los viste. Matando por la espalda a lo que quedaba de la guerrera y ardiente juventud que había dado su vida por defenderlos. Conociste la traición.
Su sonrisa, aviesa y cruel, te dolió más que cualquiera de las heridas que los hombres del norte te habían infligido. Les vistes entregarles vuestro oro, les vistes entregarles a vuestras mujeres. Y conociste el sufrimiento.

Te arrojaste sobre ellos y mataste a muchos, pero su traición te hería más que sus espadas. Sus risas te arrancaban la piel como garras de una fiera feroz que pretendiera devorar tu ilusión y tu esperanza. Combatiste contra ellos porque era lo único que podías hacer, pero hasta eso te lo habían enseñado ellos.
¿Recuerdas como pudiste matarles? ¿Cómo, tendidos en el suelo ante ti, aquellos que habían sido los señores de la ciudad estuvieron a tu merced?

Pudiste matarles pero no lo hiciste. Tu espada se elevó sobre sus cabezas  pero no la descargaste. Eran los tuyos. Traidores y perversos, pero eran los tuyos. Demasiada sangre se había vertido ya.

Montaste en tu caballo y, herido en el cuerpo y muerto en el alma, cabalgaste para alejarte, para olvidar que aquellos a los que querías eran los que hacían desangrase tu corazón. Para entregarte al abrazo del olvido. Para morir.




¿S
erás capaz de olvidar tu dolor de hoy y recordar el dolor de antaño? ¿Puedes apartar un instante el filo de tu espada de este delgado hilo y recordar cómo fue esa huída? Te pido que lo hagas. No por nosotros que, si hemos de morir, moriremos. No por Nohelu, que no ha de pedirte nada. Te pido que lo hagas por ti.

El sol ardía pero no tanto como el dolor y la sangre en tus heridas. Tu caballo había muerto de cansancio y tú habías abandonado su cadáver para seguir arrastrando el tuyo por una tierra yerma que habías decidido que fuera tu ataúd.
Así llegaste a nosotros. Eso no hubiste de contármelo. Yo estaba allí.

Te vimos llegar, lacerado y sangrante, desde el desierto. Nosotros, que nunca habíamos recibido a nadie, que nunca habíamos hospedado a los extraños, recibíamos la visita de un extranjero.

Te vi caer y levantarte en un absurdo esfuerzo por llegar a ninguna parte. Por alejarte de tu sufrimiento. Te vi arrastrar tu espada con el brazo colgando de un costado. Y sentí lastima. No de lo que eras, sino de lo que habías sido.
Todos nosotros nos levantamos de nuestros asientos, abandonamos nuestros quehaceres y te observamos. Atravesaste nuestro poblado como si no existiera, como si fuera un espejismo más que hubiera que ignorar. Te miramos, pero no te hablamos. No te ofrecimos agua, pues tu sangre manaba a borbotones. No te ofrecimos comida, pues tu carne ardía con la fiebre. No te ofrecimos hospitalidad, pues tu muerte te hacía imposible dejar de caminar. Tú no nos viste, pero nosotros si te vimos a ti. Tú sólo veías tu dolor.

¿Recuerdas lo que ocurrió, luchador sin tierra? Hazlo, pues mucho está en juego.

Recuerda como apareció Nohelu, una mujer, entre nosotros.
Cómo te siguió en silencio cuando cruzabas la aldea, como te volviste hacia ella e intentaste apartarla de ti con la mirada. Recuerda como te sonrió.
Ella siguió tu paso, aclimató su caminar a tu cansino arrastrar por la arena, y siguió tras de ti. Sin hablar. Esperando.
Te ofreció agua y tú la rechazaste; te ofreció vino y tú lo repudiaste; puso comida en tus labios y tú la escupiste. Y ella siguió allí. Esperando. Caminando y esperando.


Y por fin volviste a caer. Te arrastraste por la arena buscando un lugar en el que desangrarte. Pero no estabas lo suficientemente lejos de tu sufrimiento, lo bastante alejado de tu ira. Tu sangre manaba lenta y quisiste levantarte de nuevo.

Sus palabras están escritas, pero no hace falta que te las lea para que las recuerdes.

-         Puedes levantarte y caminar hacia la muerte y puedes no hacerlo –su voz sonó a tu espalda y tu te volviste hacia ella-

-         No hay diferencia –la sangre se agolpaba en tu garganta- Me han matado.

-         Si sigues tu camino lo habrán logrado –y se agachó para ayudarte a alzarte de nuevo- Si te paras, es posible que los derrotes.

¿Recuerdas la sensación que se depositó tenuemente en tu corazón en aquel momento?  Era pequeña, como una mariposa recién salida del capullo; era débil, como una cría tambaleante; era esquiva, como un reptil en la noche contra una mangosta vieja. Pero estaba allí. ¿Recuerdas el momento en el que, entre el sufrimiento y la cólera infinitos, volvió a abrirse paso la esperanza?

-         Si me tumbo aquí moriré igual –dijiste, mirándola por primera vez-

-         Ya estás muerto –y Nohelu sonrió porque sabía que tú ya no creías tus propias palabras. Ya no creías tu propia desesperación- No tienes nada que perder.


Eras orgulloso, aún lo eres porque tienes motivos para serlo. Intentaste seguir tu camino. Muchos de nosotros te admiramos entonces y aún lo hacemos por ello. Nos gustan las gentes leales, aunque lo sean a su dolor y su desesperación.
Pero, cuando la esperanza anida en un ser, se abre camino de forma inexorable. La desesperación que movía tus pies ya no era tan intensa; el dolor que te daba la fuerza para caminar ya no era tan profundo; el sufrimiento que te guiaba ya era menos denso, menos agobiante.

-         Aún hay dolor, aún hay desesperación. –susurró Nohelu en tu oído mientras tú contemplabas la infinita muerte de arena que se extendía ante tus ojos- Aún habrá sufrimiento.


-         No hace falta que me lo recuerdes –te enfadaste con ella- Vivo de ellos. Me alimento de ellos.

-         Te equivocas. Mueres por ellos. Pasas hambre por ellos –y te agarró del brazo- deja que lo otro te alimente.

-         Es muy pequeño

-         Y tú eres muy grande – te soltó-. Deja que crezca. Lo hará rápido.


Recuerda como tomaste una decisión. El modo en el que te abandonaste hasta el punto de perder el sentido. Te he contado mil veces lo que ocurrió cuando caíste en el sueño sin sueños que precede a la muerte o a la vida.
Tus ojos han leído como ella cargó contigo por tres leguas de desierto. Cómo se negó a que nadie compartiera con ella la carga de tu cuerpo, tus heridas, tu dolor y tu sufrimiento. Te he contado como te depositó en medio de nosotros y nos miró. Cómo aceptó, una por una, las apuestas de aquellos que negociaban con tu vida. Ninguna apuesta pasaba de dos días. Sólo una superaba las diez horas. Era la mía.

Así llegaste a nosotros. Nosotros, que no aceptamos que habite en nuestras tiendas ningún ser vivo no nacido en la tribu, te acogimos, te dimos nuestra hospitalidad. No rompimos nuestras costumbres.
Al fin y al cabo tú ya estabas muerto.
No he de contarte lo que escuchaste cuando, durante un ínfimo instante, abandonaste el sueño y me miraste.

-         ¿Quién es? –preguntaste. Y yo supe que te referías a Nohelu- ¿Qué hace?

-         Es Nohelu. –y, mientras el sueño que mata o cura te arrancaba de nuevo del mundo, me escuchaste- Teje almas.


N
ohelu tejía almas y era lo que siempre había hecho. En el pueblo de las llanuras es un oficio respetado y tradicional, pero no es nada sobrenatural. Sólo unos pocos escogidos pueden hacerlo y por eso se les estima. Pero todo el mundo tiene un alma y alguien tiene que tejerlas. Nohelu lo hacia para nosotros.

¿Recuerdas tu sorpresa cuando, tras salir del sueño que a veces mata y a ti te curó, supiste todo eso? ¿Recuerdas la nuestra cuando supimos que tu pueblo no tejía sus almas?

Recuerda claramente porque tu alma y las nuestras dependen de ello. Te maravillaste al contemplar su trabajo. Sus dedos volaban sobre el telar aunando en una pieza única cada uno de sus trabajos.
Nohelu tomaba la seda de los más extraños gusanos y tejía los hilos de aquello que era dulce y delicado en el alma de los hombres; el cáñamo, de las plantas de los pantanos, para las pasiones, que han de ser fuertes y firmes; los hilos de lino para los deseos, que han de ser claros y constantes; el cálido hilo de algodón para los instintos, que han de ser repetidos y continuos. Nohelu los trenzaba con sus dedos, los anudaba con sus manos y los pulía con sus dientes.

¿Eres capaz de acordarte de lo que sentiste cuando contemplaste, aún casi muerto, la ceremonia? Viste al niño, desnudo, vacío en mente y espíritu, llorando con el instinto de los que saben que el mundo no es lo que debería ser. Viste a su madre acunarlo entre pieles. Viste a los ancianos sumergirle en el agua del río hasta que su piel se enfrió como el cielo.
Y viste a Nohelu arroparle con el tejido de su nueva alma. Y el niño dejó de llorar, siempre dejan de llorar en ese momento. Y se calentó y suspiró. Viste su rostro sonreír y supiste que tenía una alma. Un alma tejida por Nohelu.
No te he de contar lo que sentiste porque estabas allí. No me has de explicar lo que sentiste porque estaba a tu lado.

Durante lunas curé tu cuerpo. Lamí tus heridas, coloqué emplastos en tus quemaduras, arrojé fuego sobre tus yagas y peyote sobre tu rostro para mitigar tu dolor. Siempre lo había hecho. Eso es lo que hacemos los Hombres Medicina. Ese es nuestro trabajo.
Y tu cuerpo sanó. Hubiera sido un insulto personal para mí que no lo hiciera. Pero no era bastante.

-         ¿Por qué las telas de las almas de Nohelu son siempre blancas? –me preguntaste un día mientras colocaba pulpa de cactus en tu dolorida espalda-.

-          Los colores son la esencia de la vida –contesté yo- Los tejidos de Nohelu nos dan un alma. Nosotros la tintamos con nuestra vida. Los tejidos son nuestra esencia. Los colores nuestra elección.

Has de buscar en tu memoria el día en el que, apoyándote sobre tu espada como en un bastón, entraste en la tienda de Nohelu y la interrumpiste en su trabajo.

-         Hazme un alma –exigiste con la fogosidad de aquellos que están acostumbrados a depender sólo de si mismos-.

-         Ya tienes una –contestó ella sin levantar la vista del telar-.

-         No sirve –insististe- Esta muerta. Tu misma lo dijiste.

-         Yo dije que tú estabas muerto –sonrió y apartó el telar de sus piernas- Nunca dije que tu alma lo estuviera.

-         ¿Me harás una?

-         Te la harás tu –y te invitó asentarte frente al telar- Para ti, reconstruir tu alma es recordar.


Veo en tu mirada que te acuerdas de esos días y esas noches. La voz de Nohelu te dirigió y te arrulló mientras tus nudillos, acostumbrados a la tensión del peso de la espada, crujían de doblarse y retorcerse con el trabajo en el telar. Su risa te relajaba cuando los delicados hilos con los que trabajabas se enredaban en tus manos y en tu cuello; se retorcían con vida propia, negándose a ocupar su puesto en el tejido.
¿Recuerdas como te consoló cuando contemplaste tu obra?
Una tela gastada y retorcida. Llena de huecos y de agujeros que no habías sabido o podido cubrir. Una tela que podía haber sido hermosa en otro tiempo pero que, cuando colocaste el último hilo, se te antojaba absurdamente inacabada.

-         ¿Es así mi alma? –preguntaste con tristeza-.

-         Las almas cambian –fue todo lo que dijo Nohelu besándote en la frente-.

Y tu alma cambió. No me hace falta recordar esos días porque siguen vivos. ¿Lo están para ti?
Yo había curado tu cuerpo y Nohelu seguía, día y noche, encerrada en su tienda. El viento trajo el olor de la primavera y tú cabalgaste con nosotros, pescaste con nosotros, cazaste con nosotros. No cobraste ni una pieza, pero cazaste.
Te reíste al pillarte los dedos con el arco. Soportaste las bromas de los niños y el candor enamorado de las niñas. Nos contaste historias y escuchaste las nuestras. Viajaste con nuestro peyote y nos quemaste la garganta con esa pócima que tú llamas licor. ¿Recuerdas haber visto durante todo ese tiempo a Nohelu?
No lo recuerdas porque casi no la viste. Nadie la vio.

Un día, con la luz de la alegría en los ojos y la sonrisa de la esperanza en los labios, entraste en la tienda de la tejedora de almas y observaste el más hermoso de los tapices que nunca había tejido. Y lo era porque no sólo estaba completo y era firme, sino porque los colores inundaban sus dibujos.
El azul de la paz, el negro del dolor, el rojo de la pasión y el amarillo de la esperanza. Había mucho amarillo.

-         Contempla tu alma –te dijo- Es hermosa ¿Verdad?

-         Tu me has salvado –y la besaste- Ahora puedo enfrentarme a aquello de lo que huía. He de irme. Volveré

-         Sé las dos cosas. No tienes que decírmelas.


No hace falta que te diga como montaste en el caballo pinto y cabalgaste hacia el desierto. No hace falta que te recuerde como nuestros guerreros te siguieron como hacen los leales con su lealtad. Como lo hacen los hermanos.

No hace falta que me cuentes como te giraste para mirar el poblado que abandonabas. Para mirarnos a los que nos quedábamos en él. No hace falta, guerrero de alma nueva, que me digas como tu vista se tiñó de verde al vernos. Como sentiste el miedo. El miedo siempre es verde.

No hace falta que me digas que fue en ese instante cuando empezaste a odiar a Nohelu. Yo estaba allí. Lo vi.

T
u lucha y nuestros guerreros hicieron de tu guerra una campaña fulminante. Arrojaste al mar a los hombres del norte con la misma facilidad con la que una flecha penetra en una piel curada y tensa. Cuando hubiste acabado con ellos entraste en la que había sido tu ciudad.

Entraste como conquistador en la ciudad que habías abandonado como hijo traicionado de una lealtad muerta. Nuestros guerreros te seguían maravillados pero atentos. No pestañearon cuando, pese a los gritos de las madres y los llantos de los niños, les ordenaste quemar las casas con ellos dentro. La guerra es así. La venganza es aún peor.

Sé que ese momento sigue vivo en tu mente porque sé leer tu cuerpo. Yo lo salve de la muerte. Hoy te contraes al recordar como él sol de repente te pareció anaranjado, como observaste en él matices que nunca antes había visto. Aún ves los rostros de los guerreros, las mismas caras que no se habían alterado al lanzarse a la destrucción, sorprenderse cuando les ordenaste apagar las llamas que apenas acababan de comenzar a arder. El naranja es el color de la compasión.

Lo que no recuerdas porque no lo viviste. Lo que he de contarte porque yo si estaba aquí, fue lo que en el poblado pasó ese día.
Los llantos de la madre y las maldiciones del padre se oyeron tan lejos que la Tribu de los Bosques envió un guerrero al funeral creyendo que había muerto un jefe.

Suplicaron y exigieron; los jefes suplicaron y exigieron. Los guerreros tan sólo exigieron. Las mujeres tan sólo suplicaron. Pero el alma del niño ardió porque Nohelu dijo que no era perfecta. Mientras veíamos la tela invertida arder en el fuego sagrado del roble miramos a Nohelu. Otras veces se había quemado el alma de un contrario. No era algo desconocido. Pero Nohelu siempre había llorado. Todos vimos que sus ojos estaban secos.

Y tú seguiste tu campaña. Eso sí eres capaz de recordarlo. Cada vez que uno de los traidores caía en tus manos encontrabas una excusa para perdonarle; hallabas un castigo que, aunque duro era justo, no definitivo. Cada vez que un guerrero amenazaba una vida no combatiente tú frenabas su brazo con calma y serenidad. Cada vez que yo te enviaba un pergamino relatándote lo que ocurría en el poblado, tú lo leías sin leerlo y lo contestabas amablemente.

¿Eres capaz de recordar lo que decían mis mensajes? ¿Aún conservan tus oídos la canción lenta y desesperada que los tambores te enviaban con el viento?
Si es así, no hará falta que te recuerde que cada vez que alguien ofrecía comida a Nohelu ella la rechazaba. Cada vez que alguien la saludaba, ella le fulminaba con la mirada. Cada vez que tejía una nueva alma, los ancianos la rechazaban.

Dejó de ocuparse de los ancianos y cuando lo hacía una mueca de disgusto afeaba su rostro. Dejó de cantar ante el fuego y sólo lo hacía cuando las lanzas de dos guerreros apuntaban a su espalada. Dejo de hablar con las mujeres salvo para poner de manifiesto sus defectos. Y lo peor de todo. La Tejedora de Almas dejó de tejer. Los pocos hombres que quedaban en el poblado no yacían con sus mujeres por temor a concebir un hijo que creciera sin alma o, lo que era peor, hubiera de albergar un alma que Nohelu hubiera tejido obligada por los ancianos.

Tú recuerdas esos días de otro modo. Hastiado de batallas y amargado sintiendo que alguien te robaba tu venganza. Sintiéndote cobarde y débil en lugar de pacífico y misericordioso. Recuerdas aquellos días odiando a Nohelu por hechizarte para privarte de tu justa vindicación. Recuerdas esos días alimentando tus oídos con las palabras de Buitre Gris. El gris es el color de la inquina.

-         Se ha aliado con tus enemigos –te decía- Una noche yo hacía guardia en el recodo de las montañas y vi llegar a unos jinetes. Se reunieron con alguien del poblado. Seguro que era ella. Seguro que le pagaron para que pusiera el miedo y la cobardía en tu alma. Ella sabe como hacerlo.

-         Seguro que es así –tu sólo escuchabas porque Buitre Gris te decía lo que querías oír- No puedo ser lo que era. He de romper el hechizo.

-         Tu eres grande –has de recordar al adulador calentando tus oídos- Romperás el hechizo si viajas a la montaña grande, al lugar de los dioses. Entonces, la odiada bruja caerá. Tú serás jefe.


¿Recuerdas haberle prometido mujeres y poder si te ayudaba a hacerlo? ¿Recuerdas haber visto su sonrisa al recibir la promesa?

N
adie alcanza nunca la Montaña Sagrada. La montaña alcanza el camino de aquellos que merecen acceder a ella. Tú debías merecerlo porque la montaña salió a tu encuentro en apenas dos soles. Los emplumados Shamanes y hombres antiguos que allí habitaban y que allí seguirán habitando no se sorprendieron de verte. No se sorprendieron aunque no hubieras nacido Oglada. Si estabas allí es que era tu destino estar allí. Aunque aún no estuvieses vivo.

¿Recuerdas lo que te dijeron? ¿Atesoras aún en tu mente sus palabras?

-         Nadie viene aquí sin un motivo –dijo el más anciano de ellos- ¿Cuál es tu motivo?

-         Una de vuestras brujas me ha hechizado –anunciaste-. Debéis liberarme de ese hechizo.

-         Nosotros no tenemos brujas. Quien te da la vida tiene derecho a quitártela –respondió el anciano haciéndote el gesto para que le siguieras- Y, por cierto, nosotros no debemos hacer nada. Lo que hacemos simplemente debe hacerse. Parece lo mismo, pero no lo es.

-         Trenzó mi alma y me engañó al hacerlo –dijiste mientras seguías al anciano con respeto. Mientras tu decías eso Nohelu escupía en la cara de una moribunda con rencor-.

-         ¿Nohelu? –la pregunta llegó como una respuesta-.

-         ¿Cómo lo sabes?

-         Solo ella puede atreverse a rehacer lo que se ha deshecho

Y, por supuesto, recuerdas lo que no puede ser olvidado. Aquello que ha sido mostrado a muy pocos. Aquello que ni siquiera los más bravos de nuestros guerreros y los más sabios de nuestros ancianos han visto jamás.
Los Shamanes sacudieron la montaña con sus cantos y sus danzas. Sus cuerpos viejos y arrugados se estiraron y rejuvenecieron cuando los dioses y guerreros de antaño bailaron junto a ellos.
Debes pensar. Debes volver a escuchar con el oído de la memoria lo que el viejo te dijo.

-         Un hechizó es un nudo imposible en el hilo del alma. A veces se produce por error y a veces por maldad. –los cánticos de los shamanes seguían abriendo la montaña-. Nohelu desciende de una estirpe antigua de tejedoras de almas. La primera de ellas habitó sola en el mundo antes de que nada existiera.

-         Ella lo ha puesto. Me impide ser lo que soy –la desesperación volvía a teñir tu alma- Me impide volver y vengarme. Frena mi mano cuando yo quiero utilizarla. Me ha hechizado

-         Nohelu no habría puesto un nudo en el hilo de tu alma por maldad. El púrpura nunca decoró el tejido de la suya.

-         ¡Pues se habrá equivocado! –el odio se atemperó, pero la desesperación no-

-         No sabes lo que dices. La mujer de la que desciende Nohelu habitó en el mundo cuando el mundo no era habitable. Cuando ni espíritu ni carne podían soportar vivir en él. Nohelu no puede cometer un error. No tejiendo un alma.

-         ¿Por qué?

La montaña se abrió. No te preguntaré si recuerdas lo que viste. Es algo que no puede olvidarse. El Shaman te miró mientras tu te maravillabas al ver los inmensos tapices que pendían del vientre de esa montaña que se había abierto ante tus ojos.

-         La mujer de la que hablas es el espíritu joven de esa primera que hizo esto. De la que tejió las almas de los dioses.

Y lo viste y lo supiste. Lo supiste como sabes ahora que tu espada se cierne sobre un hilo de seda. Dibujos tan intrincados que eran imposibles de seguir. Tejidos tan prietos y volubles; tan fuertes y livianos que eran un contrasentido en si mismos.

Viste el matiz plateado del honor de Manitú, el Gran Padre, y la cascada de rojos de la pasión de Maekaone, La Madre del Amor. Viste el Negro reluciente del La Gran Muerte y el Gris herrumbroso de Usal, El Eterno Traidor. Y viste el Naranja, el Púrpura, El Oro y el  Ámbar de dioses que desconocías y que sus propios seguidores ya habían olvidado. Pero no viste blanco.

-         Ningún dios tiene el alma blanca –afirmaste y el Shaman asintió-

-         Ellos son lo que son porque han de serlo. Sus almas fueron creadas con los colores que estaban destinados a portar. Las almas de los dioses no fueron teñidas. Sus hilos son del color que deben ser porque un dios no puede ser otra cosa que lo que es.

-         ¿Ellos liberaran mi alma? –de nuevo la desesperación-

-         La liberaras tú. Si es que ha de ser liberada. Nosotros y ellos sólo podemos mostrarte el hilo de tu alma. Tú has de deshacer el nudo si es que existe.


Cuéntame como fue. Yo no estaba allí. No puedo recordarlo. Cuéntame cómo los ancianos vertieron a tu alrededor la seda de miles de gusanos, el algodón de miles de plantas.
 Cuéntame cómo te mojaron con el agua que destila el cáñamo y cómo te sacudieron con las varas firmes del lino. Cuéntame de nuevo cómo hicieron lo que sólo se había hecho con Chekeeree, el gran jefe antiguo que hubo de seguir el hilo de su alma para encontrar a su pueblo perdido.
Cuéntame como, de pronto, apareció un delgado hilo brillante como la trampa de una araña y resistente como la cuerda de un arco. Explícame cómo salía de tu cuerpo y se perdía en el horizonte. Dime cómo parecía no tener fin.
Cuéntame cómo los guerreros, absortos y maravillados, entonaron sus gritos de guerra y sus cantos de bendición. Vuelve a relatar a estos viejos oídos cansados de Hombre Medicina, cómo los ancianos te dijeron que siguieras el hilo de tu alma para encontrar el nudo y cortarlo o desatarlo. Cuéntame cómo, seguido por los guerreros que eran tus hermanos, emprendiste el camino siguiendo el hilo de tu alma mientras los shamanes, de nuevo cantando y danzando, cerraron la montaña sagrada sobre las almas de los dioses antiguos.
Cuéntamelo para que yo lo sepa. Cuéntamelo para que lo recuerdes.

Cuéntame lo que hallaste en el otro extremo del hilo de tu alma

H
as llegado hasta aquí, guerrero al que conocimos cuando estaba muerto, y ahora estamos todos en el mismo sitio.
Has seguido el hilo de tu alma y has recorrido el camino que antes ya habías recorrido. Has caminado por valles que conocías y por cerros que habías olvidado. Pero dime, hombre del alma rota, ¿Has encontrado algún nudo?
Ahora no debes recordar. Ya ha pasado el tiempo de hacerlo. Ahora me debes escuchar.

“Estoy ante ti. Soy aquel que libró tu cuerpo de la muerte. No me debes nada porque el destino quiso que esa sea mi ocupación, que ese sea mi lugar en la vida.
Tras recorrer tu camino no has encontrado el nudo que buscabas. Tu ira ha crecido. Nohelu ha conseguido engañar a los dioses y los sabios para hechizarte. Has recorrido el camino de vuelta como si fuera un camino de ida y estás de nuevo en el principio. Quieres odiar porque el odio te recuerda que estas vivo. Que tienes otra opción ¿Realmente quieres seguir el camino que te plantea esa opción? ¿Elegir es siempre cambiar?”

“Seguiste el recto e impoluto hilo de seda y te ha llevado hasta el poblado en el que fue tejido ¿Dónde esperabass que empezara lo que acababa en el tapiz de tu alma? ¿Pueden las cosas comenzar en un lugar diferente del principio?
Y no has hallado la bruja que esperabas hallar. No has encontrado el nudo que atenazaba tus actos allí donde creías que estaba. No lo has hallado y eso te desespera. Tu espada se alza para cortar ese hilo, para desligarte de la bruja que te ha obligado a cambiar”

“Yo estoy ante ti porque te salvé. ¿Curaría yo tu cuerpo para permitir que alguien envenenase tu alma? Yo estoy ante ti porque sé lo que hay en la tienda en la que habita Nohelu. En la tienda a la que tu temes entrar para no enfrentarte a ella.
No te diré que entres en esa tienda ni te pediré que no cortes ese hilo. Pero te diré que, si descorres la piel que cubre la entrada, encontraras una mujer que ya no sabe quién es porque ha dejado de ser lo que quería ser. Una mujer que recurre a la ira para que tú no lo hagas, que se encierra en la frustración para que tú te abras a la esperanza. Que odia para que tu ames.”




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“Si entras en esa tienda veras un tapiz muy parecido al que Nohelu tejió para recomponer tu alma. Veras que fue hermoso, verás que sigue siéndolo, pero veras que está lleno de huecos, de rupturas, de hilos desenhebrados. ¿De donde crees que sacó el material para recomponer tu alma?
Los hilos de las almas nuevas son fáciles de lograr pero tú no eras un alma nueva. Cada nueva fibra que puso en tu tapiz salía del suyo; cada nueva pieza que cerraba un espacio en el tuyo abría uno en el suyo.
Nohelu, La Tejedora de Almas, desenhebró la suya para enhebrar la tuya.
Si entras en esa tienda verás que el hilo de tu alma lleva directamente, sin nudo alguno, a un tapiz en el que el lugar, trenzado con lino, seda y amor, que debería ocupar el corazón de Nohelu está vacío.
Puedes creerme. Yo curé tu cuerpo. No tengo ninguna razón para mentirte.”

Ahora sabes lo que encontrarás en esa tienda, sabes lo que pasará si cortas el hilo. Eres libre de quedarte fuera y de usar tu espada. Pero, si no has de escucharme a mí ni a mis razones, escúchate a ti mismo. Ella no te hechizó. No puede hacerlo y lo sabes.
Tan sólo cambió los colores de tu alma. Nadie puede volver a pintar tu alma de blanco.

Escucha llorar a la mujer que quiso rehacerte el alma, aun perdiendo la suya en el intento, Escucha, siente y decide.

Fin


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