lunes, diciembre 05, 2011

Nuestro amor por Marx impide que se nos levante

Que la crisis post mortem del sistema liberal capitalista nos está cercenando lo esencial es algo tan evidente como las cifras de parados, los bancos llenos de indigentes y las comunidades autónomas enfrentadas a muerte por un llévate allá esos pacientes que no me entran en el obligatoriamente ajustado y recortado presupuesto regional.
Pero parece que esto de la muerte e imposible resurrección de nuestra economía también nos está quitando lo prosaico. Vamos, que con la crisis practicamos mucho menos el, como diría el poeta catalán, juego que mejor jugamos y que más nos gusta. O sea que, por ponernos bíblicos, fornicamos menos y además tenemos más problemas para hacerlo.
Aparte de la irrefrenable alegría que esto producirá en los prelados de nuestra Conferencia Episcopal -que ya no se sentirán solos y abandonados en sus cuitas-, saltan las alarmas porque la disfunción eréctil crece por doquier.
Resumiendo, que la crisis hace que no se nos levante.
Y esto podría interpretarse de muchas maneras, podría explicarse de muchas formas. Podríamos verter ríos de tinta sobre ello y hablar de estrés, de preocupación, de desmotivación y de un montón de cosas más.
Pero la realidad es que nada de eso tiene que ver con esos problemas motrices en esa parte nuestra de la anatomía en la que parece que los problemas motrices están prohibidos.
Solamente tiene que ver con nosotros y con lo que nos hemos hecho a nosotros mismos en esta sociedad nuestra occidental atlántica.
Que la crisis económica no tendría por qué ser factor en estas cosas es algo tan obvio como que la inmensa mayoría de nuestros padres fueron concebidos bajo las bombas de Guernika, de Madrid o el fuego cruzado del Frente del Ebro, es algo tan evidente como que nuestros abuelos no tuvieron problema alguno -al menos eréctil- en llenar sus casas de críos en una postguerra llena de cartillas de racionamiento y estraperlo que hace que nuestra crisis parezca una Exposición Universal llena de luces y de fiesta.
Y me dirán que eran otros tiempos.
Y tendrán razón. Pero no son otros tiempos en el África de la hambruna y la sequía en la que la actividad sexual sigue a un nivel reproductivo inmenso pese a la falta de recursos y al sida; no lo son en La India, donde parece que la capacidad eréctil no sufre problema alguno y les lleva de cabeza, pese a su miseria endémica y patológica, a convertirse en la mayor población del planeta. Y tampoco lo son en la Sudamérica superpoblada y falta de recursos donde parece no tener fin la miseria y la natalidad -no olvidemos que la natalidad parte del sexo, que lo de la cigüeña ya pasó a la historia- no tener freno.
No es que diga yo que esas situaciones son ideales pero dejan claro que la economía no afecta o no debería afectar a nuestros parámetros sexuales.
Pero a nosotros sí. A nosotros, hijos del Occidente Atlántico, si nos afecta. Así que, después de todo el problema debe estar en nosotros.
Y ese problema no tiene nada que ver con el estrés o con la crisis, no tiene nada que ver con las preocupaciones o la falta de expectativas vitales. Tiene que ver exclusivamente con una decisión que hemos tomado a lo largo de los siglos, a lo largo de las generaciones y que ahora nos está pasando factura.
Tiene que ver con que hemos decidido sobrevivir y no vivir. Tiene que ver con que no hemos aprendido o, mejor dicho, hemos olvidado que para que la supervivencia tenga sentido hay que seguir viviendo la vida aunque no la tengamos garantizada.
Es algo que empezó hace mucho tiempo y que acaba ahora, como casi todo lo relacionado con ese sistema social en el que decidimos vivir y seguir muriendo.
Esta disfunción eréctil masculina que se nota, que se percibe físicamente, es el reflejo de otra que no se ve y que no se percibe, de otra que es mucho más fácil de ocultar pero que lleva mucho tiempo entre nosotros.
Es el reflejo de esas faltas de ganas de viernes por la noche, de esas jaquecas persistentes de sábado en la madrugada, de esos reproches de ¿cómo puedes pensar en eso ahora con lo que tenemos encima?, de esas indignaciones de ¿no puedes pensar en otra cosa cuando no podemos llegar a fin de mes?
Puede que ahora se note mucho más la masculina porque, entre metroemotividades y presiones para que adoptemos la sensibilidad femenina, hayamos por fin asumido el rol que se nos exigía de vincular sexo a tranquilidad y estabilidad económica, de vincular placer sexual a falta de preocupaciones, de no pensar en follar si había cosas más importantes en las que pensar.
Puede que sea más evidente por la repercusión física en los hombres -no estoy dispuesto a ponerme lo suficientemente prosaico como para describir cómo se podría comprobar el equivalente femenino a esa disfunción eréctil que parecemos sufrir masivamente-.
Pero la realidad es que mujeres y hombres hace mucho que no somos eréctiles en este nuestro Occidente.
Porque dejamos que nos convencieran de que necesitamos unos mínimos materiales para sobrevivir sin los cuales disfrutar de la vida era imposible.
Porque consentimos que al derecho a comer se añadiera el derecho a una vivienda en propiedad, un coche adecuado y nuevo, unos electrodomésticos de última generación, unas vacaciones en una playa, y algún que otro capricho.
Porque permitimos que nos alejaran de la vida, elevándonos cada vez más el nivel de supervivencia necesario para acceder a ella, sumando cada vez un producto más, una seguridad más, a la supervivencia con lo que nos resultaba imposible sentirnos cómodos, tranquilos y estabilizados sin ellos. Con lo que nos resultaba imposible no estar frustrados por la falta de eso que Occidente había decidido que era fundamental para la supervivencia.
Porque dejamos que nos convencieran de que hasta que esos mínimos -que siempre seguían elevándose- estuvieran garantizados no era bueno, justo o responsable preocuparnos por otra cosa que lograrlos y mucho menos darnos al solaz y el disfrute de la vida -¡Leche, me ha salido como una égloga garcilasiana!-.
Porque aceptamos sin pestañear que nos apartaran de los rudos brazos de Konrad Lorenz y nos arrojaran al cálido pero tramposo abrazo de Karl Marx.
Para el denostado filósofo de la lucha de clases, lo único importante es lo económico -la infraestructura, la llama él- y toda la actividad social y personal debe estar encaminada a la consecución de eso fines.

Lo demás, el placer, las relaciones, la cultura, es superestructura, es decir, los elementos decorativos que son prescindibles mientras no se consigue lo primero.
Y nosotros, que en otras cosas huimos del barbudo alemán como de la peste, hemos abrazado ese credo sin pestañear. Y no solamente lo hemos abrazado sino que lo hemos engrandecido a tal nivel que ya forma parte hasta de nuestros músculos eréctiles.
No se nos levanta, no se nos lubrica -¡mierda, al final me he puesto prosaico del todo!- por el mismo motivo por el que nos negamos a irnos de casa de nuestros padres hasta que no tenemos casa en propiedad, por lo mismo por lo que necesitamos gastar nuestro primer sueldo en un coche, por lo mismo por lo que nos sentimos defraudados con nosotros mismos si tenemos que ir al pueblo de vacaciones y no a Londres o a Cancún, por lo mismo por lo que no podemos sentirnos felices si en la mesa de Nochebuena hay sopa de cocido y no langostinos.
Porque hemos asumido erróneamente que no se puede vivir sin tener la supervivencia garantizada, que no se puede ser plenamente feliz si no tenemos completa la lista de productos que consideramos imprescindibles para sentirnos seguros.
Nuestros abuelos de Guerra Civil niegan en sus tumbas con la cabeza, nuestros padres de postguerra niegan con la mano en sus sofás de hace quince años y sus casas incabadas con sus manos de vacaciones en el  pueblo, los macilentos africanos nos lo niegan con sus hijos y sus fiestas, los asiáticos nos lo niegan con sus vástagos y sus ritos, los sudamericanos nos lo niegan con sus retoños y sus migraciones. ¡Joder, hasta el loco de Galilea nos lo negó hace dos mil años!. Pero nosotros no podemos verlo, no queremos verlo.
Seguimos pensando que lo primero es la supervivencia y luego la vivencia, seguimos pensando que no vamos a disfrutar del sexo si no tenemos trabajo o no tenemos dinero. Seguimos sin querer saber que para vivir a veces hay que pensar y otras, las más, solamente hay que sentir. Seguimos pensando que cuando la pobreza entra por la puerta -o ya está instalada en la casa- el amor salta por la ventana -o no llega a entrar en la morada-.
Seguimos ignorando a Konrad Lorenz.
Porque le naturalista -también barbudo y también canoso- que descubrió la agresividad como una tendencia necesaria también dijo algo que deberíamos llevar grabado a fuego en nuestros cuerpos, tatuado en lugar de las estrellas, las mariposas y los falsos dibujos maoríes que jalonan las pieles de nuestros poligoneros y nuestras chonis: La supervivencia es una necesidad a la que solamente se presta atención en la medida y el momento en que hace falta y que no está presente en las actividades no relacionadas con la misma del resto de la existencia.
Y algunos me dirán que Lorenz habla de animales y de depredadores. Y yo les diré que, pese a todas nuestras líneas impresas y nuestras artes, seguimos teniendo un componente animal y que, pese a los bífidus y la leche de soja, seguimos siendo depredadores.
Y es ese componente lo que hace que nuestra vida esté marcada por los sentimientos, no por los pensamientos, es lo que hace que las relaciones estén marcadas por la afectividad, no por la economía.
Eso es lo que hacía que en tiempos pretéritos pudiéramos amar siendo pobres, pudiéramos cohabitar -¡me encantan los eufemismos de follar!- siendo miserables, pudiéramos disfrutar sin saber a ciencia cierta que nuestra supervivencia estaba asegurada.
Porque esto de las disfunciones sexuales afecta solamente a las relaciones, a las parejas. Para todo lo demás no existe.
En los ligues, en las elusiones afectivas a través del sexo, siempre podemos echar la culpa de nuestra falta de erección a la frialdad de ella y de nuestra falta de lubricación a la incapacidad de él. En eso somos nosotros los que importamos y no vamos a aceptar que nosotros hemos fallado porque, al fin y al cabo, no va a haber nadie que nos lo reproche cuando pase la noche y sigamos siendo extraños.
En el sexo que usamos para huir de nuestra soledad y de nuestro miedo a reconocer nuestra necesidad y nuestra incapacidad para amar no hay disfunciones, solo hay egoísmo y justificaciones internas. Eso, la viagra y el gel lubricante con sabor a mandarina.
Pero en las relaciones, en los amores, no podemos hacer eso y por eso nuestra supervivencia, nuestra necesidad de tenerla asegurada, nos está matando, nos está impidiendo la vida sexual -y todas las demás, por cierto-, nos está haciendo imposible acceder a los mecanismos mentales que desatan el placer.
Tiempo ha sabíamos que en la vida lo que importa es el amor, no la economía, pero ahora preferimos ignorarlo.
Porque si no lo hacemos perdemos las excusas, se nos caen los argumentos y la responsabilidad de nuestra imposibilidad para acceder al placer que desata el amor recae directamente sobre nuestros hombros y nuestros corazones. Nos dice claramente que, en nuestro egoísmo, hemos olvidado que el amor supone hacer feliz a la otra persona no solamente intentar que la otra persona nos haga feliz.
Y por eso preferimos anteponer la supervivencia al amor y al placer. Por eso hemos hecho todo lo imposible para olvidar que amar es más importante que sobrevivir porque si no ¿para qué quieres sobrevivir?
Puede sonar imposiblemente romántico o tremendamente animal, pero es lo que hemos hecho durante diez mil años y es lo que cuatro quintas partes de La Humanidad siguen haciendo. A ellos y a ellas aún se les levanta.

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