domingo, noviembre 27, 2011

Un trozo de tela transforma Melilla en Villa Corleone

Mientras el mundo se deshace o, para ser más exactos, permitimos que el mundo se deshaga para evitar el esfuerzo y el dolor que nos ocasionaría rehacerlo, nosotros seguimos a lo nuestro.
Y lo nuestro es y siempre será medir todo por nuestro rasero, pasarlo por la diabólica distorsión del prisma que elegimos en cada momento para imponer nuestra percepción de las cosas.
Netanyahu, el halcón guerrero de la estrategia Masada, acerca el óculo a su prisma y se atreve a decir que las revoluciones de la primavera árabe son malas, que los dictadores depuestos debían seguir en su sitio y que hay que impedir -si lo he escrito bien, impedir- la democracia en los países árabes porque no están preparados para ella.
Los británicos, siempre más hirientes en su flema, hacen chistes y viñetas comparado el recientemente descubierto magnifico trasero de la cuñada de William, su príncipe, con el rostro tapado, desde que se  convirtiera al Islam, de la cuñada de Tony -Blair, por supuesto, su ex Primer Ministro-.
Y nosotros, acuciados por la urgencia de otros asuntos, por la necesidad de otras batallas, no ponemos el mismo esmero que israelíes y británicos y recurrimos a un clásico para dejar constancia de que seguimos en eso de interpretar las necesidades del mundo según aquello que podemos digerir y nos deja tranquilos.
Nosotros tenemos a Melilla. Tenemos a Melilla y a una niña. Eso y el burka. Para estos menesteres siempre tendremos el burka.
En Melilla hacemos campaña de nuestro prisma particular con una niña que no va al instituto, que está encerrada en su casa y que está perdiendo el último curso de la ESO, por un motivo tan absurdo como inútil. La chica se ha empeñado en que quiere ir con burka por el mundo y eso está prohibido.
La joven no quiere quitarse el velo integral y nosotros reaccionamos como lo haría cualquier ayatolah de tercer orden en las calles de Teherán a la salida de los rezos del viernes a mediodía. Como no cumple nuestros mandatos morales, la privamos de su futuro.
Y luego, cuando sus principios -algo de lo que nos quejamos que nuestros jóvenes no tienen- se mantienen firmes, recurrimos a la acción más baja y rastrera a la que que se puede recurrir.
Seguimos el camino que allanaron para  tales fines gloriosas organizaciones como la Stasi, del Mossad, el KGB o la CIA. Continuamos la senda que a lo largo de los siglos desbrozaron para nosotros nombres tan añorados -por lo que se ve- como La Santa Inquisición, La Gestapo o La Cosa Nostra.
Hacemos lo que todo matón haría cuando no puede atacar directamente a su víctima, cuando no puede imponer el miedo directamente en su carne.
Amenazamos a su familia.
El Estado Constitucional y Democrático Español -dejénme que me ría al enunciarlo así- se plantea procesar a la madre del niña por privarla de la escolarización.
"Si no haces lo que quiero, me cargo a tu familia". Un clásico del chantaje y la extorsión que enriquecería la actuación Hollywoodiense de cualquier Brando o Pacino.
El Estado Español va a procesar y meter entre tres y seis meses en la cárcel a la madre de una niña enrocada en su burka cuando no ha sido la madre la que le ha dicho, la que la ha exigido, que no vaya a la escuela. Se lo ha impuesto ese mismo Estado que ahora busca otro culpable para hacer palanca en la mente de la niña.
Aunque el burka sea la pieza de indumentaria más retrógrada de la historia de la humanidad -y creedme cuando os digo que se encuentra en lo más alto de esa jerarquía junto con el cinturón de castidad y el guardajubones, ambas, por cierto, inventos de los reinos cristianos-, no ha sido la madre la que le ha dicho que no vaya a clase sin el burka. Ha sido el Estado el que le ha dicho que no puede ir al instituto con él.
Así que el responsable de la desescolarización de la criatura es el Estado. No la familia. En buena ley debería procesarse a sí mismo.
Pero nuestro prisma, ese que usamos para todo, nos impide ver eso.
En cualquier otro caso similar, el emporio feminista -ahora misteriosamente escondido tras las elecciones- habría clamado en la puerta del edificio de viviendas sociales de Melilla en el que vive la niña del burka contra el patriarcado machista islámico que obliga a la pobre chica a llevar la pieza de indumentaria en cuestión.
Pero quizás porque está en horas bajas o más probablemente porque la familia de la niña está compuesta por otras cinco mujeres -tres hermanas, una madre y una tía- permanecen en silencio. Un silencio culpable de esos que adoptas cuando te pillan en un renuncio. De esos que se mantienen con los labios apretados cuando sabes que cualquier palabra que digas va simplemente a desvelar que lo dicho anteriormente era una burda mentira. O por lo menos una manipulación capciosa de la realidad.
Las mujeres musulmanas -o, al menos, estas mujeres musulmanas- quieren llevar burka. A ello contribuye su tradición, su historia o su conversión. Pero son ellas las que quieren llevarlo. Y eso nos descuadra, nos deja en fuera de juego, nos quiebra el prisma a través del cual mirábamos el mundo.
Prohibimos el burka porque, en la soberbia de nuestro supuesto conocimiento, en la ignorancia de nuestro mundo y en la inocencia de nuestras convicciones, creímos, fingimos creer o incluso dejamos que nos hicieran creer que cualquier mujer del mundo que llevaba un velo integral lo hacía por obligación, por imposición de algún varón retrógrado que la consideraba un objeto, una posesión.
Y de repente el mundo se revela contra nuestra percepción y nos abofetea con una niña en Melilla, de España e hija de españoles, que lo quiere llevar sin que medie la premisa de imposición masculina cuando hace un año lucía unos ceñidos vaqueros.
De pronto nos escuecen los talentos y no tenemos mano con la que rascárnoslos porque en una mantenemos la ley de la intolerancia y en la otra el perjuicio de la incultura.
De pronto, una niña melillense y su madre nos han transformado de paladines en inquisidores.
De pronto el burka machista se ha convertido en un escudo moral -de esa moralidad de por debajo del ombligo- y de pronto está, como siempre estuvo, al mismo nivel que el cuello vuelto, las faldas tobilleras y las manoletinas del Opus Dei, los velos y los pelos cortos de las monjas o las manos dentro de las mangas y los vestidos amplios de las budistas.
Una sola niña en la España magrebí nos demuestra que no es una cuestión de machismo. Que es una cuestión de religión. Y contra eso se supone que no debemos luchar.
Se supone que somos libres de engañarnos con el más allá y sus posibles pobladores en la forma que elijamos.
Pero como no podemos reconocerlo, como, aunque se haya quebrado irremisiblemente, no queremos renunciar a nuestro prisma, la obligamos a no ir al instituto para mantener sus convicciones, privándola así de la posibilidad de descubrir que su dios nunca pidió eso y que, aunque lo pidiera, ella no tiene porque dárselo. La privamos del único camino que le puede llevar a esa conclusión: la educación.
Tenemos demasiado miedo a no tener razón como para darle la posibilidad al tiempo y a la vida de demostrar que es posible que la tengamos.
Y dos frases de toda esta rocambolesca historia resumen lo patéticamente absurda que es nuestra posición al respecto.
La primera es del director del colegio. Un tipo, seguramente bienintencionado, que se atreve a asegurar que "no tenemos claro que la decisión sea suya y no haya sido convencida por la madre".
¡Ole sus gónadas externas!. El pobre hombre va algo retrasado. Yo estoy seguro que mi hija cree que la única solución política para el mundo es un gobierno global y democrático porque yo y otros como yo la hemos convencido de ello. Yo estoy seguro que mi hija cree que existe dios y tiene un plan para todo porque su madre y otros como ella la ha convencido de ello.
A eso se le llama hacer nuestro trabajo. A eso se le llama educar. Y mientras esas convicciones no sean peligrosas para otros, injustas, antisociales, agresivas o violentas, ni el Estado ni nadie tiene derecho a interferir en ellas.
Cuando tengan veinte años -o, tal como está el patio, cuarenta- a lo mejor las siguen y a lo mejor no, a lo mejor las depuran o las olvidan o las rechazan o las ignoran o las mantienen. Y a lo mejor, aunque para nosotros resulte incompresible, la niña de Melilla hasta no quiere quitarse el burka.
Pero claro al director del centro no se ocurre amenazar con la expulsión o pedir la colaboración del fiscal de menores porque una chica vaya vestida recatadita sin mostrar hombros ni ombligo y sin insinuar curva alguna porque la hayan convencido sus padres.
Al Estado español no se ocurre tirar de amenaza de procesamiento a los padres porque una chica se niegue a ir al instituto si no la dejan lucir piercing en el ombligo o cinta de tanga sobre pantalón caderero y desde luego no se escuda en que no es decisión suya sino que la ha convencido su hermana mayor.
Las alarmas no saltan y las leyes no se modifican porque una jovencita aparezca con el pelo rapado por un lado y una gorra de través porque su primo, un poco hiphopero, el chaval, la haya convencido de ello.
Y los hay que dirán que todo eso no es lo mismo que un burka. ¡Por supuesto que no es lo mismo! El burka no es nuestro ni tiene nada que ver con nosotros. Por eso no sentimos ni creemos tener la obligación de respetarlo.
Porque si el burka es temible por tratarse de una imposición religiosa y cultural a lo mejor alguien puede pensar que eso de cubrirnos los senos y taparnos las nalgas es igual de ridículo y perseguible por idéntico motivo. Puede llegar a la conclusión de que a lo mejor eso de no llevar las gónadas masculinas colgando en el exterior es una imposición religiosa asumida de una forma no libre porque alguien hace generaciones nos convenció de ello sin nuestro consentimiento.
Y lo mas preocupante. A lo peor nos damos cuenta de que tienen toda la razón.
La segunda frase que define este espectáculo dantesco es una pregunta mucho más lacerante, mucho más contundente, mucho más dura.
La ha lanzado una voz adolescente desde detrás de la puerta de la casa en la que reside la obcecada jovencita que quiere ocultarse del mundo y de los hombres tras un burka.
¿Acaso algo de lo que viste o de lo que cree tu hija le impide ir al colegio? -le espetó a un periodista-.
No, querida niña de Melilla que quiere equivocadamente ver el mundo a través de la celosía de un burka, no.
La hija del periodista piensa en términos occidentales atlánticos, viste en términos occidentales atlánticos y se rebela en términos occidentales atlánticos.
Por eso a ella se le permite pensar, vestirse y rebelarse como quiera. Porque a ella no la tenemos miedo. Y, no sé entre vosotros, buenas gentes del profeta, pero aquí, en el Occidente Atlántico, nada es más fuerte que nuestro miedo a dejar ser lo que nunca debimos llegar a ser.

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