miércoles, noviembre 30, 2011

Cuando pusimos a Marta a la sombra de Némesis

Mucho se ha escrito, se ha escuchado, se ha enseñado y se ha hablado sobre algo de lo que nadie debería haber escrito, escuchado, hablado o enseñado. Y ahora está visto para sentencia. Está preparado para que la justicia haga caer su espada sancionadora sobre quien corresponda. Pero eso no va a ocurrir.
La justicia no puede hacer nada. Ya no. Nosotros hemos desequilabrado a gritos y empujones el fiel de su balanza, hemos arrebatado de un tirón furioso y desmedido, justifificado e injustificable, la venda de sus ojos.
Todo está visto para sentencia pero no habrá justicia. Marta del Castillo nunca la tendrá.
Y los culpables de eso no son Carcaño o El Cuco, no son sus trece declaraciones confusas y distintas, no son sus ora complices, ora encubridores, ora ni una ni otra cosa, no son sus abogados. Al menos no son solamente ellos. Los culpables somos nosotros, siempre lo hemos sido.
Desde la primera noche, desde el primer informativo, desde la primera pegada de carteles, desde el primer especial en un programa de viscera y sucesos, desde la primera detención, desde la primera noticia, desde la primera filtración, desde el primer reportaje, desde la primera confesión, desde el primer debate, desde la primera manifestación.
Nosotros hemos acabado con la justicia que debía aplicarse sobre este caso. Y el motivo es muy sencillo. Nos hemos constituido en jurado popular en un caso que no tenía jurado popular. Eso no hay justicia que lo soporte.
Y puede que, como siempre, ignoremos lo evidente, malinterpretemos lo dicho y pasemos lo afirmado por el tamiz de nuestra propia culpabilidad para sentirnos a salvo de una conciencia que quizás permanece en silencio porque no nos atrevemos a dejarla hablar.
Puede que nos indignemos para evitar reflexionar y que nos embocemos  en la negra capa de nuestro sentido de la justa venganza para evitar sentirnos mal. E incluso puede que escupamos al humilde mensajero que se atreve, sólo porque lo piensa así, a decirnos esta verdad.
Pero un hecho demuestra que nosotros le hemos negado la justicia a Marta del Castillo. Un solo hecho que, quizás nadie reconozca, pero que es tan evidente como que la estatua armada y ciega ha sido manipulada.
En un mundo sin medios de comunicación los acusados de la violación, muerte y desaparición de Marta del Castillo nunca habrían sido condenados.
Porque, en un mundo sin guardias nocturnas de cámaras televisivas para captar las lágrimas legítimas de una madre, de un padre y de unos amigos y familiares, si no hay cádaver, no hay y no puede haber asesinato.
Porque, en un mundo sin programas en rojo y negro de sangre y morbo, sin opinadores que no tienen experiencia judicial alguna y se atreven a presionar a los fiscales desde el nuevo púlpito de su conexión en directo con mosca televisiva para que acusen a todos los implicados de asesinato, si no hay cuerpo, si no hay evidencias médicas, si no hay éxamenes forenses no puede haber violación.
Porque, en un mundo sin imágenes difundidas de detenciones policiales, sin encuestas a pie de interfono de portal a los sorprendidos vecinos, sin manifestaciones espontáneas y extemporaneas emitidas a pie de calle y fotografiadas en portada, una confesión sin abogado, sin papel, sin firma y sin garantías no puede ser la base de una investigación policial que se extiende por tres años.
Porque, en un mundo libre de la presión mediática y social continuadas, de campañas de chapa en la solapa, de lemas solidarios, de lazos multicolores, de brujas bienintencionadas y de videntes arribistas, un fiscal no puede mantener que un cuerpo permanece hundido en un río que ha sido dragado en seis ocasiones, prácticamente desde su nacimiento a su desembocadura, en el que se han sumergido hasta agotar el óxigeno buzos, hombres rana y toda suerte de submarinistas sin encontrar una sola evidencia física plausible de que ese cuerpo en concreto haya sido arrojado en ese río en particular.
Porque, en un mundo sin cortes radiofónicos en exclusiva con declaraciones de vete a saber tú qué vecina que cree que vio que cosa, sin declaraciones de veinte segundos de no se sabe qué familiar de qué amigo lejano de qée ex novia de qué acusado que le define de una u otra forma, sin participaciones de expertos que dibujan perfiles de piscopatía sin tener los datos de la biografía y sin haber realizado siquiera una entrevista preliminar con el acusado, la declaración de un taxista sobre los nudos de una bolsa, el testimonio de un familiar sobre el olor a lejía y las ventanas abiertas en determinada casa, o la declaración de cuatro policias sobre lo que dijo o no dijo un menor en un coche cuando ni siquiera era legal tomarle declaración, no solamente no serían relevantes, sino que probablemente hubieran sido tratadas en algún caso como ilegales.
Pero a nosotros nada de eso nos importa. Nuestro miedo, nuestra indignación o simplemente nuestro morbo, no hicieron creernos el derecho de ejercer de jurado popular, de ser los adalides de una posición concreta. Y tampoco podemos echarle la culpa a los medios. Fuimos nosotros los que nos erigimos en juez y jurado en el caso de Marta del Castillo. Ellos solamente se arrobaron el derecho de ser nuestros portavoces.
Cuando la situación exigía silencio, pausa, espera, investigación y secreto de sumario, cuando el cádaver de Marta del Castillo, donde quiera que esté, nos retaba a un ejercicio de justicia nosotros optamos por lo único que sabemos optar cuando percibimos la injusticia evidente de una situación que se nos escapa de las manos y de las mentes.
Elegimos la venganza.
Y cuando entramos en modo vengativo somos incapaces de ignorar hasta las situaciones más evidentes. Somos capaces de ignorar hasta nuestros pensamientos, hasta nuestras propias preguntas. Somos capaces de comprar cualquier cosa.
Por eso nos indignamos y nos adherimos furiosos a una campaña contra un programa televisivo porque paga a un familiar de El Cuco para que dé su versión de los hechos. Y creemos que eso es justo.
Lo compramos ignorando la cantidad de dinero que han ganado opinadores y expertos por ir a televisión, a radio y a escribir en cualquier redacción sobre el asunto, sobre lo que debería o no debería hacer el tribunal.
Olvidamos que desde hace tres años hay gente ganando dinero forzando y presionando a un sistema judicial que no debería ser forzado o presionado.
Obviamos unas preguntas que, por evidentes y peligrosas, deberían haber ocupado portadas y sumarios, ya que siempre se ha mantenido abierta la beda sobre este caso: ¿cómo puede ser El Cuco encubridor de un delito que todavía no se sabe si se ha producido?, ¿cómo puede un fiscal seguir con una versión de los hechos que ya ha sido rechaza por un juez en otro tribunal?, ¿cómo puede un sistema judicial que funciona así garantizarnos la equidad y la legalidad?  
Pero ignoramos la respuesta a todas esas preguntas porque hace tiempo que desistimos de colocanos bajo la sombra de la estatua ciega de la balanza y optamos por movernos un par de pasos y situarnos bajo el busto de la que sujeta un cuchillo ensangrentado en una mano y un rejoj de arena en la otra.
Porque, desde que vimos a unos individuos cubriéndose la cara entrar en una comisaria, renunciamos a la protección de Themis, de Maat, de Tyr, de Alfadir, de Iustitia y de todos los dioses y diosas habidos y por haber de la justicia para colocarnos bajo el único arbitrio de Némesis, Veive, Aesir, Sekhmet y todas las deidades que inventamos a lo largo de las eras para apadrinar la venganza.
Y por eso no nos importa que alguien haga audiencia y dinero, que alguien explote y se beneficie empujando a la justicia en una dirección porque nos dicen lo que queremos oír, porque nos dan argumentos para seguir ejerciendo un rol de jurado que nadie nos ha asignado.
Porque se han convertido en las herramientas de una venganza que nosotros creemos justa, pero que no deja de ser venganza.
Y antes de que alguien lo diga, lo comente o lo opine, dire que ni siquiera el hecho de que Carcaño y su siniestra comparsa sean verdademente culpables justifica todo esto. Nunca lo ha justificado. Porque ni siquiera somos originales en esta forma de hacer las cosas.
Es tan viejo el Caso Dreyffus. Es tan antiguo como La Crucifixión.
Y da igual que en el caso del militar fránces del fatuo y éfimero imperio de Napoleón III esas pruebas circunstanciales, esa presión medática, esa respuesta social sirvieran para condenar por espionaje  a un inocente, basándose en indicios ínfímos y en testimonios inconsistentes.
Y da igual que en las áridas llanuras de Judea esos testigos descontextualizados, esos referendos públicos y esas acusaciones sumarias terminaran con la condena de alguien que evidentemente había cometido el delito de sedición contra Roma, porque se había declarado Rey de los Judíos, y que también era completamente culpable en apariencia de blasfemia, porque se había declarado descendiente directo de su dios y además, lo más grave, había dicho que Yahve no era israelita.
Da igual que el teniente francés fuera inocente y el loco galileo culpable. Ninguno de sus juicios estuvo presidido por la justicia. Al igual que el que está visto para sentencia por el caso de Marta del Castillo, estuvieron presididos, dirigidos y sentenciados por la venganza.
Y, si no lo creemos, solamente tenemos que responder sinceramente y en conciencia a una pregunta: ¿Como sabemos que aquellos que tratamos como culpables lo son? y la respuesta, a poco que hagamos un esfuerzo mínimo por pensar en nuestra contra, es indefectiblemente: no lo sabemos, aún no.
En eso es en lo que le hemos fallado a la joven sevillana y nos hemos fallado a nosotros mismos.
Porque Marta se merecía que aquellos que dicen defenderla no se comportaran exáctamente igual que aquellos, sean Carcaño, El Cuco y todos los demás o no, que decidieron matarla o, cuando menos, hacerla desaparecer.
Porque Marta se merecería que creyeramos en la justicia y la dejaramos trabajar, no que abrazaramos la venganza y permitieramos que ese sentimiento la manipulara.
Porque Marta y todos nosotros nos mrecemos que los que han de aplicar la ley no tengan que fundamentarse en la misma sed de venganza que llevó a los asesinos a incumplirla. Porque Marta se merecía justicia mucho más que venganza.
Y ahora no la tendrá. Ya no puede tenerla. Descansará por siempre en los brazos de Némesis mientras nosotros ni siquiera nos preguntamos qué opinión tendríamos si los ojos de la venganza disfrazada de justicia se hubieran fijado en nosotros o alguno de los nuestros en lugar de en aquellos a los que hemos decidido considerar culpables.

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