martes, julio 12, 2011

El canto de la mano abierta de Rubalcaba nos deja a todos sin aire en la garganta.


Un mitín político es uno de los hechos más democraticamente absurdos que conozco. Llenas un gran recinto con gente que ya sabe lo que vas a decir, que ya está de acuerdo con lo que vas a exponer y a la que no tienes que convencer de que te vote porque ya va a hacerlo y tiene claro que va hacerlo, sino no hubiera ido al mitin.
Cierto es que lo de Rubalcaba no era exáctamente un mítin, pero, como todo se ha convertido en un espectáculo de masas, todo discurso político se ha convertido en un mitin. Pensado para las audiencias, no para las asistencias, diseñado para los tiempos televisivos, no para los reales, escrito para los cortes sonoros, no para ser escuchado y asimilado.
Pero el dicurso de Rubalcaba, sus promesas, sus idas y venidas -más idas que venidas- tienen algo diferente, algo distinto que siempre ha caracterizado a este hombrecillo que parece, por tono, que no va a decir nada antes de empezar a hablar y que semeja, por actitud, que no ha dicho nada justo después de acabar de hacerlo.
Cuando Rubalcaba subió al estrado para dar su discurso de candidato no sabíamos lo que iba a decir. Cuando bajo del mismo no comprendiamos lo que había dicho. O, para ser más exactos, nos negamos a interpretar lo que había dicho.
Este chico, Alfredo, el último eslabón de la cadena que mató a ETA, entre otrras cosas, se puso a dar un discurso y cuando acabó había hecho algo que, al menos yo, nunca había visto hacer a un político. Sabía que un cincuentón llamado Churchill lo había hecho, había leído que un canciller llamado Adenauer lo había realizado, pero nunca había visto a nadie hacerlo en vivo y en directo.
Había dado un guantazo con la mano abierta a su partido y, lo más insólito, habia asestado un golpe con el canto de la mano en la tráquea de su electorado y de la sociedad sobre la que pretende gobernar.
No sé si le servirá de algo, pero el chico tiene mérito. Al menos en eso.
Dio un sopapo a su partido porque aparcó siete años de política de buenrollismo, de medias tintas, de talante constructivo que han llevado al gobierno de Zapatero a hacer las cosas a tirones, renqueando, sin querer molestar a nada ni a nadie. Es decir, a no hacer nada de forma completa.
Su bofetón sacudió del rostro del socialismo de gestos siete años -tiempo bíblico por demás-de coger el toro por el rabo y soltarlo justo un instante antes de que los cuernos se acerquen a su rostro electoral y le desgarren los votos que necesitan, los apoyos que se precisan para seguir en el poder.
Y no lo hizo con una frase grandilocuente, no lo hizo con una cadencia preparada e histórica como el famoso "puedo prometer y prometo" del ya mítico Adolfo Suárez y como la supuesta falta de acritud del no menos mítico Alfonso Guerra.
Lo hizo de la forma más sencilla, con la modalidad pecaminosa más clásica en nuestro país. No lo hizo de palabra o de obra. Lo hizo de omisión.
No hizo una sola referencia a todo aquello que ha compuesto el argumentario clásico de José Luís Rodriguez Zapatero, su ideología y sus gestos de gobierno.
En estas ocasiones siempre se estila -parece lógico, aunque no lo es- que el candidato haga un recuento de éxitos.
Así que se podía esperar un breve resumen de lo de siempre, las mejoras sociales, los progresos educativos, los avances en materia de igualdad -a lo mejor es que Rubalcaba no considera un avance la línea tomada por su gobierno en esa materia, que puede ser-.
Pero Rubalcaba calló, no dijo nada. Los ignoró como si no existieran. Como si en estos momentos no fueran importantes, no resultaran fundamentales. Como si realmente percibiera la realidad española tal y como es. No tal y como la pretendían decorar sus colegas.
Si hubiera sido el nuevo candidato del PP -que, por cierto, falta les haría- además se habría esperado un encendido y patriótico discurso en referencia al constitucionalismo, la lucha por la democracia y el terrorismo. Pero Rubalcaba, el que más sin duda tenía que ganar con ese discurso, calló, no dijo nada. Se limitó a tratar el terrorismo de ETA como lo que es, un cadáver.
Su silencio en conceptos como discriminación positiva, política de género, alianza de civilizaciones, pensamiento progresista, laicismo, igualdad positiva o paridad descargó un guantazo de proporciones medievales sobre el rostro socialista que le hizo caer a toda velocidad desde los cielos de la supuesta progresía ideológica y superioridad ética por la que habían transitado en los últimos tiempos para aterrizar, de morros y de golpe, en el lodoso infierno que han intentado eludir durante todo este tiempo. En el averno ardiente de la economía.
Les recordó de golpe y porrazo que si la izquierda es la izquierda y todavía existe es por intentar repartir entre todos las llamas del infierno económico en el que nos movemos, no por los gestos sociales cara a la galería, aunque necesarios, por las políticas ideológicas que aportan mejoras símbolicas pero no sustanciales a la sociedad.
Su mamporro les recordó que la izquierda es izquierda por cómo reparte la tarta no por la cantidad de dulces que pone sobre ella. Que su esencia es lo económico como garante de lo social no el buenrrollismo, el talante, la condescencia o el laicismo versallesco. Les despertó del sueño del centro izquierda inexistente e imposible y les arrojó a la realidad de ser de izquierdas en lo económico.
Su silencio sencillamente puso, por fín, fin a La Transición Española.
Y fue en ese gehenna de la economía donde el candidato se volvió hacia aquellos que quiere que el voten, a aquellos que están destinados a elegir al próximo Presidente del Gobierno, a nosotros, tenso los tendones de la mano y asestó un golpe con el canto en nuestra misma tráquea.
Porque Rubalcaba nos recordó con sus palabras que nosotros somos parte del problema. Nos dijo que no recuperará los dos millones de puestos de trabajo que se han perdido en la construcción.
Y eso debería recordarnos que nosotros somos los principales causantes de esos dos millones de desempleos con nuestra especulación de andar por casa, con nuestra obsesión por vivir por encima de nuestras posibilidades, con nuestro gusto por casas que no podíamos pagar ni con tres sueldos en dos vidas.
Este individuo de hombros caídos nos recupera el Impuesto del Patrimonio que el gobierno socialista quitó y del que todos nos alegramos que se quitara, que todos habíamos exigido que se quitara cuando, allá por el 2004, todos queríamos ser ricos, tener grandes chalets en la creencia de que ya era imposible que fueramos miserables y perdieramos nuestra vivienda por no poder pagar la hipoteca.
Rubalcaba nos deja si riego cerebral del golpe en la garganta cuando anuncia la necesidad de un acuerdo general en los salarios y en los beneficos con objetivos compartidos porque nos arroja a la realidad de que hemos sido nosotros los que hemos destrozado los derechos laborales en España.
Nos quiebra la laringe con el recuerdo de que nuestro afán por negociar los salarios de forma individual, entrando a escondidas en el despacho del jefe, sin pasar por la negociación colectiva, nos ha conducido a la precariedad, a la servidumbre.
Nos recuerda que ese intentó de ir por libre nos ha restado la fuerza que teníamos en el número para poder lograr que aquellos que se van a negar por principio a repartir los beneficios que no son solamente suyos se vean obligados a hacerlo.
El canto endurecido de Rubalcaba nos deja sin respiración cuando la única referencia a la igualdad de sexos la destila en el ámbito salarial -una concesión, sin duda- ignorando la cruenta batalla que muchas mujeres de esta sociedad habían iniciado para forzar a un gobierno de gestos a romper el falso techo de cristal del poder por el poder, que en realidad era lo único que habían ansiado siempre.
Y por si esto fuera poco, por si no hubiera dejado con todo ello suficientemente rojas las mejillas de su partido y suficientemente sin aire nuestro sistema respiratorio, hace dos cosas que son absolutamente imposibles en la mente de un político.
Piensa contra sus aliados -los únicos que le suelen importan a un político- y afirma que los bancos, culpables en parte de este fiasco van a contribuir a arreglarlo, por las buenas o por las malas, detrayendo dinero de sus pingues beneficios para generar empleo y devolver lo que se les ha dado.
Y piensa contra sí mismo. Lo hace como político al proponer no la persecución de la corrupción sino el control previo del político para evitarla. Algo que, desde luego, sabe que hará descender los ingresos de muchos de los que comparten hemiciclo con él de uno y otro partido, hasta de los minoritarios, no nos engañemos.
Y después de todo esto. De abofetear a su partido, golpear nuestra garganta hasta dejarnos sin aire, pensar contra sus sostenes y reflexionar contra sí mismo, Rubalca se vuelve a sentar en su silla y a todos nos parece que ha pasado algo, que ha dicho algo, pero no llegamos a comprender que es lo que ha ocurrido y por qué motivo ha dicho lo que ha dicho.
Pero indefectiblemente, tenemos una extraña sapidez, como la tuvo el PP con el 11 M, como la tuvo ETA. Tenemos la sesación de que la pelota está en nuestro tejado.
Ahora podemos refugiarnos en lo que queramos. Podemos tirar de desafección y decir que llega tarde; podemos criticar que proponga una política radicalmente  contraria de la que puso en marcha el gobierno del cual el formaba parte; podemos jugar al juego de las profecías y decir que no lo hará, que cuando llegue el momento se echará atrás. Podemos ejercer de piscólogos sociales y arfirmar que lo único que busca es que la gente escuche lo que quiere oír.
Ahora, podemos hacer lo que ya hicimos con la Huelga General por criticar a los sindicatos, lo que ya hemos hecho con Los Indignados por no encontrar rendimientos inmediatos a su lucha, lo que hicimos con la democracia en La Transición por miedo a la confrontación.
Podemos parapetarnos en nuestra desilusión política y social, en nuestro egoísmo individual y en nuestra falta de confianza en la clase política en lo universal, en los grandes partidos en lo  general, en el PSOE en lo particular y en Rubalcaba en lo personal.
En definitiva, podemos seguir siendo nosotros mismos, lo que somos, lo que siempre sido y lo que nos ha llevado a estar donde estamos.
Para ser sinceros, el PP ni siquiera asumirá el riesgo de hacer esas promesas electorales. Nunca se arriesgará a hacer lo que ha hecho Rubalcaba. A ofrecernos lo que queremos diciéndonos lo que no queríamos escuchar. Quizás por eso tengan tan segura la sensación de victoria en las próximas elecciones.
 Claro que también podemos hacer nuestro trabajo como ciudadanos y como seres humanos. Podemos pensar.
Aunque duela, aunque escueza, aunque canse, aunque sea contra nosotros mismos. Podemos pensar y eso no siginifica, ni de lejos, que haya necesariamente que votar a Rubalcaba.

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