viernes, junio 17, 2011

Siria llora a la oposición que le matamos

Hay ocasiones en las que hablar de lo conocido, de lo que se sabe, de lo que se siente, de aquello a lo que se está llamado a volver porque nunca se debió abandonar, es lo que más se demora, es lo que se evita con una reiteración obsesiva. Quizás porque hay guerras que sientes tuyas. Quizás porque duelen como todo, pero curan como nada.
Pero un demonio que clama por la responsabilidad, que aboga por la realidad, no puede ampararse en su dolor ni en sus recuerdos. Sólo una ciudad y una mujer han conseguido eso en este demonio escribiente. Nunca hablaré aquí de la mujer, aunque algunas defiendan que  en estas líneas hablo para ella.
Así que, por eliminación y por definición, hoy toca, por fin y aunque escueza, hablar de Damasco, hablar de Siria.
Entre tanta guerra, entre tanta revolución y tanta represión, nosotros, los occidentales atlánticos que creemos estar a salvo de todo, hasta de nosotros mismos, pasamos algo por alto, ignoramos la esencia y la presencia de lo que está ocurriendo y de lo que aún está por ocurrir en las tierras del califato.
E gobierno de Siria, el centro de la actividad árabe, se desmorona -o se recompone, según se mire-, pero todo parece estar desajustado, ocurriendo a unos ritmos impropios de la situación. Pareciera que, incluso en esto, los sirios, los seculares defensores de ese califato eterno e histórico, están haciendo las cosas de otra manera. Más dolorosa, pero de otra manera.
Y es que, aunque la ferocidad de Bachad El Assad en aferrarse al poder hace que se parezca a Libia, Siria no es Libia; aunque la absoluta inoperancia de la diplomacia internacional y la pasividad del Occidente Atlántico hace que se asemeje a Yemen, Siria no es Yemen; aunque la furia de las gentes y su impulso resistente contra tanques y disparos hace que las imágenes de Jisr al-Shughur o cualquier otra malhadada localidad damacena se nos antojen como las de Túnez,  Marrakech o El Cairo, Siria y lo que pasa en ella no es, ni será nunca como la antigua Cartago, las arenas de los dioses bereberes o la tierra de los viejos faraones.
Un solo detalle la hace diferente, un detalle que, entre tanta muerte, tanta sangre y tanto cambio a los que nos estamos acostumbrados, hemos pasado por encima. Un pequeño detalle que o no captamos o nos empeñamos en ocultar.
En Siría hay manifestaciones pero no hay portavoces, hay cambio pero no hay interlocutores, hay revueltas pero no hay organizadores. En Siria hay gobierno, un mal gobierno, pero no hay oposición. Ni siquiera una mala.
Y eso es lo que hace el fuego en el califato mucho más ardiente. Eso es lo que hace que las llamas que inundan el cielo de Damasco amenacen con quemarnos los bigotes a los que ahora parece que estamos a salvo aquí, en el mismo origen de ese y todos los conflictos.
Conocemos los rostros de las mujeres y hombres que han capitalizado la imagen de la revolución musulmana en la faz de Arabia y del Magreb. Conocemos a los jeques que se oponen al dictador yemení, a los intelectuales que plantaron cara al nepótico Mubarak y a los estudiantes que desafiaron al cleptócrata Ben Alí. Puede que todos nos parezcan iguales, puede que no entendamos lo que dicen y se nos antojen una pandilla de yihadistas -que todo el que grita, se queja o protesta en el mundo musulmán tiene que ser yihadista, por supuesto-. Pero existen, están ahí.
Les vemos con sus gafas occidentales y sus sonrisas o sus gestos adustos en los telediarios, en los periódicos. Si quisiéramos, podríamos identificarles. Pero en Siria no. En Siria nadie capitaliza los réditos de esa marea de riesgo y de agonía que ha puesto en marcha el pueblo del califato para librarse de lo que no quiere.
El Asad dice y repite que son yihadistas, pero no vemos mulahs, ayatolás ni nada por el estilo dirigiendo mensajes de ira, venganza y furia divina a las multitudes. Podemos imaginar que son demócratas, pero no vemos ningún sesuso hombre medio calvo o ninguna mujer con hijab hablando del futuro, la libertad y la paz.
No los vemos porque no los hay. Porque nosotros los hemos matado. Así de sencillo.
El régimen de El Asad era necesario para que los presidentes estadounidenses pudieran seguir recibiendo el dinero del lobby judío que precisaban para sus campañas. Era un régimen laico y moderno. Así que nosotros permitimos que depurara la oposición. La oposición yihadista cayó, la oposición nacionalista cayó y eso era bueno. Eso tranquilizaba a Occidente. E eso dejaba pasar el aire que Israel precisaba para respirar.
Pero en ese camino también cayeron los demócratas, también cayeron los opositores que criticaban al presidente por su naturaleza despótica, no por su renuncia a la guerra de dios, cayeron los que alzaban su voz contra los El Asad por su incapacidad para anteponer el gobierno al poder, no por las ansias de recuperar la gloria perdida ni Los Altos del Golán.
Esos también murieron, esos también se fueron. Y a nosotros, los occidentales que no sabíamos lo que estaba pasando allí, no nos importó. Al fin y al cabo un pueblo libre puede pensar por sí mismo y eso en el caso de Siria sería un gran contratiempo.
Y ahora cuando, pese a nuestra inmensa capacidad de resistencia al cambio, esa parte angular del mundo árabe comienza a moverse, la civilización atlántica busca algo con lo que detener ese movimiento, busca una brújula que dirija las naves damascenas en la dirección que le conviene y no la encuentra. No la encuentra porque no le importó que se perdiera.
Así que mantenemos a El Asad. La falta de intervención mantiene a EL Asad, la censura informativa mantiene a El Asad, las quejas fatuas, las sanciones pírricas, las declaraciones grandilocuentes y las portadas trágicas mantienen a El Asad. No porque nos guste, no porque ya nos sirva, sino simplemente porque no tenemos otra cosa que poner en su lugar.
Y esa situación es lo que hace a Siria radicalmente distinta del resto de las revueltas, revoluciones, rebeliones y guerras civiles árabes, musulmanas y magebríes.
Eso es lo que la hace esencial para el futuro y temible para nosotros, los que queremos que el futuro se exactamente igual que el presente.
Porque todos esos detalles no percibidos, ignorados, no contados nos llevan a otros, nos conducen de forma irremisible a una pregunta que es verdadera respuesta al motivo por el que occidente no puede gestionar la crisis siria. Si no hay oposición, si no hay rostros ni nombres a los que seguir ¿qué y quién está moviendo a los sirios en última batalla de una guerra que empezó con el califato?
No hacemos la pregunta porque no podemos intuir la respuesta.
En Egipto y Túnez todavía hay pueblos que ignoran que Mubarak o Ben Alí ya no están al mando del poder, En Yemen hay tribus nómadas enteras que, perdidas en el desierto, llegaron un día a una ciudad y se toparon de frente con las revueltas. Pero en el antiguo reino de Saladino la cosa funciona de otra manera.
Damasco está casi apacible mientras el ejército -el mayor y más moderno ejército del mundo árabe, junto con Egipto, no lo olvidemos- corre de una aldea a otra, de un extremo al otro del país, sofocando revueltas, disparando a las gentes, aplastando manifestaciones. Lugares en los que, por pura lógica social, la historia debería ir más despacio, la actualidad debería ser algo lejano y no rabioso, se convierten en focos repentinos y aislados de lucha y de horror.
Eso no se llama estallido social, se llama guerra de guerrillas. Lucha de desgaste.
La propaganda y la censura del régimen mantienen una férrea mordaza de silencio. Pero cuando algo se filtra a Occidente, cuando se supone que se elude el silencio, no pasan las imágenes de los ajusticiamientos o de la represión policial, no se filtran escenas de fusilamientos, lo que se desliza ante nuestros ojos son las fotografías de los policías muertos -dato que, por cierto, es la siria la única revuelta en la que se ofrece-, de los militares represores que han caído a manos de los manifestantes -con tres tiros en la espalda, ¡que casualidad!- Vemos policías muertos, militares muertos por disparar contra las gentes y nos llegan noticias de brigadas que se pasan a los insurgentes para no tener que hacerlo. Eso no se llama censura de medios. Eso se llama propaganda sediciosa.
La revuelta siria es una guerra encubierta entre los que quieren la independencia de Siria para decidir su futuro y los que defienden que hay que esperar a que Occidente -porque es bueno llevarse bien con Occidente- otorgue el visto bueno al cambio. Y los dos bandos, que han existido siempre y existirán siempre se buscan y se atacan a lo largo de todo el país, Informan y contra informan al extranjero. El Asad ya no importa, ya no es factor. Es solo una excusa, una cortina de humo, como lo eran los cadáveres ocultos de los líderes de la extinta Unión Soviética mientras se dirimía el cambio de poderes. El que fuera el brazo ejecutor de la tranquilidad que demandaba occidente en las tierras sirias ya está muerto, claro que, como todo dictador, él va a ser el último en enterarse.
Es tan antiguo como la política del serrayo y la mezquita, es tan antiguo como Salāh ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb y su famosa frase de " cuando hables con él, pregúntale a Allah cuántas batallas ganó antes de que yo dirigiera sus ejércitos". Es tan viejo como el califato 
Y todo eso es porque Siria se mueve pero lo hace desde dentro y una dirección que se han asegurado que occidente sea incapaz de controlar.
Desde el DNI, la inteligencia interior siria, hasta la mítica Mukhabarak Askariyya -¿no han oído hablar de ella?, es lo que tiene un servicio secreto, un buen servicio secreto-, pasando por otros muchos estamentos sirios han decidido que es el momento del cambio aunque occidente no estuviera preparado para ello o precisamente porque occidente no está preparado para ello.
Y el cambio no es solamente la salida de El Asad, no es la instauración de la democracia, aunque probablemente pase por todo eso. El cambio es asegurarse de que piensan y van a pensar por si mismos de ahora en adelante. Que nadie les dirigirá, ni en nombre de su dios ni en nombre del progreso, hacia ningún sitio al que no quieran ir.
Y si lo hacen que lo harán no podremos echarles la culpa de que su cambio no se mantenga dentro de nuestros referentes, de que sus nuevos líderes no acepten nuestras reglas del juego. Nosotros les robamos esos referentes y al hacerlo les demostramos que ni siquiera nosotros creemos en esa democracia y esa libertad de los pueblos cuando no nos viene bien
Así que cuando todo esto acabe y todo aflore en las calles de Damasco, el califato nos mirará y se encogerá de hombros. Ya no tendremos nada que decirle.

Quiera la historia que cuando empiece a ser lo que decida ser, Siria no vuelva sus ojos hacia Jerusalén como un día hizo su califa. Israel sabe que si lo hace no será tan misericordiosa como el sultán Kurdo. Con las miradas de Egipto, Siria, Palestina, Irak, Irán, Líbano y Jordania puestas directamente sobre su carótida, Sión no tendrá tiempo ni para organizar la tercera diáspora.
Y los presidentes estadounidenses se quedaran sin fondos para su campaña.
PD: si no sabeís leer árabe, mala suerte -yo tampoco, perotengo la traducción-. Es el plan de acción de la Mukhabarat siria. No pregunteís

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