viernes, marzo 18, 2011

Libia: El alfíl motuorio de Occidente

Occidente se ha movido. Al ritmo mastodóntico y enajenantemente lento al que ha decidido hacerlo, en un mundo que estalla deprisa por lo humano y que se quiebra a toda velocidad por lo geológico, pero parece que se ha movido.
Las Naciones Unidas han aceptado la intervención militar en Libia. Han aprobado que es justo y necesrio evitar que la aviación y la artillería pesada de un dictador deje de matar a aquellos que tomaron las armas para descablagarle del desabrido y furioso corcel de un poder que le ha conducido al mesianismo y la locura.
Se ha movido en contra de las reticencias de China que de repente -¡gran casualidad!-  han dejado de serlo; en contra del universal encogimiento de hombros de sus poblaciones ante la tragedia efectiva de los que mueren en el desierto.
Se ha movido lentamente -esperemos que no tardíamente-, pero, aunque lo parezca, el Occidente Atlántico no se ha movido para cambiar el mundo. Se ha movido para que el mundo no se mueva, para que deje de hacerlo.
¿Qué diferencia existe entre la votación de hace unos días, cuando se vetó la zona de exclusión aérea y cualquier intervención militar, y esta última, en la que se autoriza prácticamente hasta que un comando de élite se plante en la casa Gadaffi y le descerraje un tiro en la sien mientras duerme?
Muchas pero ninguna de las que se antojan evidentes.
Podría decirse que es porque ahora los rebeldes tienen todas las de perder, podría decirse que es por el fiasco enérgetico que está provocando la ocurrencia del globo terráqueo de borrar medio Japón de la faz de la tierra; podría decirse que es porque China necesita que se restablezca cuanto antes el flujo petrolífero desde Trípoli y Bengasi, ahora interrumpido.
Y se acertará parcialmente en todo, porque todos esos motivos son meros síntomas de una misma enfermedad, el mal que le ha hecho a Occidente demorar su extertor, la dolencia que le hace tomar decisiones con la velocidad de un anciano artrítico y la desesperación de un nonagenario asmático.
Todo lo que ha hecho y está haciendo el Occidente Atlántico responde a la única enfermedad que le está matando, que ya le ha matado: la parálisis.
Un movimiento tiene un objetivo, exige una continuidad, eso es el cambio. Eso es jugar una partida. Se mueve un peón en la espera de que algo ocurra, de que haya una respuesta para luego poder contrarestar esa respuesta -aunque, si se es buen jugador, se intenta anticipar esa reacción-.
Y eso es lo que hizo Francia cuando se le escaparón las cosas de su sitio en Libia. Hizo un movimiento, una apertura, sacó un peón de su escaque. Reconoció al gobierno rebelde de Bengasi. Asumió un riesgo, controlado o no, pero lo asumió.
Francia, en esto suele ser otra cosa. Su revolución reinventó Occidente, Taillerand inventó la diplomacia moderna multilateral, pero, como los ingleses con el fútbol, inventar una cosa no supone necesariamente prácticarla de forma ortodoxa y brillante.
Pero el resto de las potencias, esas que ahora dejarán en manos de los mirage y los Rafel franceses la responsabilidad de las operaciones de exclusión aérea y en las pistolas de la legión Extranjera el honor del tiro de gracia sobre el descerabrado cráneo de Gadaffi, siguen quietas y lo seguirán.
Su movimiento no es otra cosa que un extertor, que un ataque de tos. Ellas no quieren jugar la partida. Ni si quieren que haya partida. Por eso terminan interviniendo, por eso hacen un movimiento obligado y a regañadientes de sus piezas.
Alguien -seguramente un árabe, seguramente uno de esos opositores de Bahréin ahora detenidos- dirá que es un contrasentido que se permita la intervención armada de terceros países para defender a un régimen absolutista, medieval e injusto como es el de su país, mientras se apoya a una rebelión que se enfrenta a un tirano idéntico, por idénticos motivos en la otra esquina del mundo musulmán; Alguien -probablemente algún disidente chino-, dirá que es una incoherencia que se acepte la intervención militar en el mundo árabe y ni siquiera se plantee el apoyo explicito a la disidencia en la Gran China; Alguien -probablemente algún desaforado pacifista occidental con su ojo ecologista puesto de reojo en Fukushima- dirá que toda intervención armada es perniciosa y que es una hipocresía insoportable que se hable de democracia y se tire de bombardeo cada dos por tres.
Pero todos se equivocarán. Porque el mastodonte occidental ha hecho en todos esos lugares, con todas esas acciones el mismo movimiento ajedrecistico buscando exactamente la misma situación.
Mientras el mundo árabe mueve peones en busca de ganar la partida, nuestro occidente atlántico ha sadado en un sólo movimiento sus alfiles y sus caballos -acogiéndose al mítico privilegio del rey en las partidas de ajedrez de dos movimientos por uno- para ocupar los escaques clave y conseguir que su rival no pueda mover por miedo a ser comido. Y así forzar las tablas, medrar en la paralísis. Poder morir tranquilo.
Bahréin y Libia pretenden conseguir lo mismo. Que el mundo no se mueva. En un sitio se consigue manteniendo al déspota y en el otro derribándolo. Pero el objetivo primario es el mismo, lograr de una vez que las cosas sigan como están.
Que el petróleo siga fluyendo, que China siga salvando nuestras enmohecidas economías, que el mundo no occidental y no atlántico siga creyendo y percibiendo que estamos al mando. Colocamos un alfil sobre negro para que los revolucionarios sepan que no han de moverse si eso nos cambia el paso; colocamos otro alfil sobre blanco para que los tiranos sepan que no pueden perpetuarse en contra de nuestros intereses. Colocamos nuestros caballos en mitad del tablero para que nadie se mueva por miedo a caer en un escaque al que tengan acceso nuestras monturas.
Puede Francia sea una excepción y haya tratado -y aún esté tratando- de ganar la partida para sus fines, pero las Naciones Unidas y las potencias que las componen y las manejan lo único que han hecho es exponer su deseo de terminar la partida cuanto antes, es lograr que deje de jugarse.
Por eso no hizo falta intervenir en Túnez, para que la partida acabara pronto. Por eso no se apoyó a un títere que había manejado Egipto con la supervisión occidental, para que acabara cuanto antes; por eso se permite que las tanquetas saudíes y kuwaitíes desmoronen la protesta civil de Bahréin, para que finalice apresuradamente. Por eso se apoya a los rebeldes en Bengasi, para que no se extienda en el tiempo. Por eso se deja que China machaque a la disidencia y que Rusia desmorone Chechenia piedra a piedra, para que la partida nunca empiece.
Porque sabemos que nuestro ritmo, nuestra ancianidad como civilización y nuestra completa parálisis como sociedad nos impide jugarla. Que la única manera de no perderla es demorarla, que la única forma de seguir vivo en un juego que no hemos empezado y que no queríamos empezar es forzar el inmovilismo típico de unas tablas de ajedrez.
El  Occidente Atlántico tiene tan poca tolerancia al movimiento, tan ínfima capacidad de cambio, que la única forma de permanecer agonizantemente vivo, de mantenerse en el mundo y en la realidad, es contagiar al universo del virús de la parálisis que está acabando con nosotros.
Por rápido que se desplacen nuestras flotas, por veloces que sean nuestros cazabombarderos de usos múltiples, por rápidas que sean nuestras unidades de despliegue táctico, no nos movemos. Estamos congelados en el tiempo. Somos una fotografía. Somos una esquela mortuoria.
Y el que piense que China está como nosotros se equivocará también. Los niños que empiezan a andar y los ancianos artríticos se mueven muy despacio. Pero sus motivos y sus expectativas son radicalmente diferentes.

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