viernes, enero 14, 2011

Cuando nuestras pensiones nos lleven hasta Túnez -y no con el mítico viaje del Inserso-.

Si fuéramos listos seriamos tunecinos. Dicho así, de repente, puede sonar extraño e incluso contraproducente. Es mas que probable que nos resulte completamente imposible descubrir qué tienen los habitantes de ese país mediterráneo y musulmán que no atesoremos nosotros. Algo que no sean velos en la cabeza, sol eterno en las playas, historia en los minaretes y amados recuerdos en las fotografías.
Nosotros, habitantes orgullosos del orbe atlántico y civilizado, no tenemos nada que envidiar a una sociedad flajelada por la cleptocracia -¡que bien suena robar desde el gobierno cuando se dice en latín!-, amenazada en su apertura y su evolución por el fanatismo incipiente y sometida a la presión de ser la frontera en El Magreb entre el milenarismo yihaidista y el egocentrismo occidental.
Es cierto, no tenemos nada en común con ellos. Ni siquiera la furibunda dignidad de la protesta airada. Pero, si fuéramos listos, seriamos como ellos.
Quizás así seriamos capaces de descubrir lo que están haciendo y nos están haciendo. Lo que está ocurriendo y nos está ocurriendo.
Quizás así nos diéramos cuenta de que, una vez más, con la más absoluta e indolente deslealtad hacia el pasado y hacia el futuro que nos caracteriza, estamos negociando con algo que no nos pertenece para recuperar algo que nunca deberíamos haber permitido que nos arrebataran.
Estamos apostando el futuro que no será nuestro, que no puede ser nuestro por tiempo y por historia, para cubrir a doble o nada las perdidas de un presente que nosotros mismos hemos dejado que nos labren. Estamos jugando a la peligrosa ruleta rusa del pan para hoy y hambre para mañana.
El Gobierno, nuestro gobierno, cualquier gobierno, quiere llevar a cabo unas reformas económicas que se suponen que estabilizaran -dentro de la gravedad, eso sí- el sistema y dentro de ellas se encuentra la reforma de las pensiones.
Una reforma que se encuentra en el límite mismo de la alquimia. Que está a punto de suponer la primera demostración empírica de la cuadratura del círculo.
Y los sindicatos, los mismos sindicatos que hicieron marchar Francia  sin gasolina a paso de tortuga, que hicieron arder Grecia y que mantienen a los tunecinos un mes a pie de calle y manifestación -sin profetas ni credos de por medio, por cierto-, aquí protestan quedamente y proponen una versión más lenta pero igual de segura de la misma cuadratura.
¡Uy, perdón, me equivoqué! No son los mismos sindicatos, desde luego. Claro, que tampoco somos los mismos trabajadores.
Y aquellos que están a punto de ser incapaces de comprender que la pura ideología y los apriorismos son pésimos gestores la realidad, o sea los que gobiernan, ofrecen el viejo truco de la zanahoria. El viejo juego de prestidigitador de feria en el que se ofrece algo que ya se ha quitado para seguir quitando otras cosas.
Después de hacer una reforma laboral en la que era posible despedir simplemente por la previsión de los que números no cuadraran -sin entrar en el motivo por el cual descendían esos beneficios, sin tener en cuenta la gestión que había llevado a esas perdidas o a ese descenso de beneficios-, ahora endurecen las condiciones de ese despido, obligando a que las pérdidas no sean coyunturales para que el despido barato sea posible.
Y lo hacen para que los sindicatos traguen con la reforma de las pensiones. Con un nuevo sistema que obligará a trabajar 41 años para poder jubilarse a los sesenta y cinco con la pensión completa.
Lo hacen para que los sindicatos cegados por el pan de hoy no puedan o no quieran ver el hambre de mañana.
Y los sindicatos lo harán. Casí no me cabe duda alguna. Lo harán porque necesitan parar la sangría de credibilidad que perdieron en su fallida -en nuestra fallida- huelga general de septiembre.
Lo harán porque ya les han dicho que, hagan lo que hagan, el Gobierno impondrá la reforma. Como si eso importara. Como si eso fuera cierto. Como si un gobierno, nuestro gobierno, cualquier gobierno, pudiera permitirse, por poner un ejemplo completamente épico, dos meses de huelga general indefinida al viejo viejo estilo de Victor Hugo y las Trade Unions.
Lo harán porque los ERES se les acumulan sobre sus mesas y sus horas sindicales como las piedras se apilan sobre la espalda de un adúltero en Teherán.
Lo harán porque necesitan frenar el despido objetivo para justificar una existencia que ahora se antoja innecesaria por ineficaz para todos aquellos que les han convertido en ineficaces por falta de compromiso social y laboral.
Lo harán porque tienen que ganar en algo y saben que, si no lo hacen, no ganarán en nada.
Y para lograrlo, para conseguir ese pírrico mendrugo que roer con sus ajados dientes que no se hincaron a tiempo en el tobillo de aquellos que querían quitárselo, ignorarán las pérfidas cuentas que colocan la cosecha de grano del futuro al borde del agostamiento.
En este país, la educación es obligatoria hasta los dieciséis años, el bachillerato te lleva a los dieciocho, las enseñanzas universitarias, aún incluyéndolas todas dentro del esquema del Plan Bolognia -o sea  una duración de cuatro años-, te llevan hasta los veintidós años. Y la jubilación necesita 41 años de trabajo para jubilarse a los 65 años.
¿Hemos hecho las cuentas? Por si acaso somos de letras puras desde la infancia y desconocemos el concepto pitagórico de suma o adición, diré que todos esos años suman 63 (sesenta y tres).
Y ahora parece que toca el turno de que hagamos nuestras propias cuentas, de que tiremos de vida laboral y contemos cuanto llevamos y cuanto nos queda por cotizar.
Y ahora parece que llega el momento al que más nos gusta llegar. Ese de mirar nuestro ombligo y pensar en nuestro culo para respirar aliviados, aunque contrariados, si aún nos queda margen y torcer el gesto si hemos perdido la red con la que estamos acostumbrados a vivir.
Pero no toca eso. Eso es lo que harán los sindicatos porque eso es lo que ya están haciendo los trabajadores. Lo que toca es, aunque se sea de letras, seguir echando cuentas. Pero cuentas para otros. Cuentas para los que están por llegar.
Y esas cuentas nos dejan dos años de margen. Dos ínfimos y exiguos años de margen. Setecientos treinta días de colchón.
Esas cuentas nos dicen que los que vendrán tendrán que cotizar ininterrumpidamente desde los 24 años para poder acceder, a través de la nueva alquimia laboral, a la piedra cada vez más filosofal de la pensión completa.
Esas cuentas nos dicen que un master es un riesgo, que un año de estudios de idiomas en el extranjero es un riesgo, que una Erasmus es ponerte en el límite del bienestar de la vejez a cambio de los beneficios inciertos de una preparación superior. Nos dicen que estudiar medicina -con su año de residencia y su año de especialidad- es casi un suicidio para la vejez, que prepararse una oposición o sacarse un doctorado puede suponer -si no la apruebas, eso sí- regalar al erario público un porcentaje de tus cotizaciones.
Esas matemáticas ajustadas y vagamente posibles en un mundo perfecto nos demuestran que suspender tres asignaturas en la ESO por el despiste y la tozudez que suelen generar los amores y las rebeldías adolescentes pueden colocar tu ancianidad en el disparadero; que un retraso cognitivo de un niño de seis años puede determinar que tenga o no pensión completa a los 65, si ha de repetir un año de primaria; que una equivocación en la elección de la vocación y perder dos años estudiando una carrera que no te gusta y para la que no vales puede agotar esos 370 días que tienes para poder resarcirte de tus errores, de tus faltas de juicio o simplemente de tus indecisiones.
Esas operaciones aritméticas que nos dejan dos años de margen nos vuelven a un mundo donde mandan los hados. Donde impera la suerte.
Nos presentan un futuro en el que la mala suerte puede marcar el destino de los hombres -y no es una frase del Oráculo de Delfos-, en el que unos meses de más sin encontrar trabajo, trabajando sin cotización -por imperativo de la necesidad- o cualquier otra circunstancia a la que nos arroje la suerte van a marcar el devenir de nuestra jubilación y de nuestra vejez.
Y eso en un mundo perfecto. En una sociedad en la que todos tengamos trabajo durante todo el tiempo necesario, en el que cumplamos los plazos que establece la educación obligatoria, los estudios universitarios y el mercado laboral.
Por si alguien tiene dudas sobre la posibilidad de que ese mundo llegue a existir, resulta conveniente decir que ya no existe. El sistema económico necesita una tasa de paro para poder funcionar: nunca habrá pleno empleo. Los estudiantes universitarios invierten una media de seis años en sacarse el título: no se cumplen los plazos educativos.
Y, según los estudios de las consultorías del mercado laboral, la edad media de incorporación a la cotización en la Seguridad Social es de 25 años. A día de hoy, nadie que comience a trabajar ahora cobrará la pensión completa a los 65 años.
Ahora, podemos hacer lo que haremos, que es mirar lo nuestro y olvidar o querer olvidar lo que venga después, que es permitir que se trueque el futuro de los que han de llegar por la efímera seguridad de que, si nos despiden a nosotros, nos tengan que pagar 45 días por año y no los miseros 20 días del despido objetivo.
Que es aceptar el mendrugo mohoso y podrido a costa del hambre futura de los que ahora no pueden hacer nada para ellos mismos.
O podemos negarnos. Podemos intentar evitarlo.
Por impresentables que sean nuestros sindicatos, por inoperantes que sean nuestros representantes, por incapaces que sean nuestros políticos, por incompetentes que sean nuestros gobernantes, por poderosos que sean nuestros jefes, por oscuros que sean nuestros bancos, por arribistas y mezquinos que sean nuestros compañeros de trabajo, por exiguas que sean nuestras cuentas corrientes, por cuantiosas que sean nuestras reducciones de nómina por días semanas o meses de huelga, por duros y aguerridos que sean nuestros antidisturbios, por blancos y poblados que sean nuestros bigotes de futuros pensionistas, por hipócritas que sean nuestros decretos de servicios mínimos, por inflexibles que sean nuestras hipotecas y rígidos que sean nuestros créditos, por altas que sean nuestras facturas de la luz, por cómodos que sean nuestra resignación, nuestro egoísmo y nuestro miedo.
Podemos intentarlo. Podemos volvernos tunecinos.
Claro que, después de todo, sí hay algo que tiene Túnez y nosotros no tenemos. Ellos ya tienen hambre para hoy y hambre para muchos mañanas posibles.Quizás sea necesario que lleguemos a eso para ser listos. Para ser tunecinos.

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