jueves, diciembre 09, 2010

La leña del árbol caído nos quema los dedos

Hay veces que los dichos populares se convierten en una losa que se nos antoja inamovible, pero que nunca es explicada. No hay que hacer leña del árbol caído, dice la sabiduría ancestral de nuestra tradición.


Y un niño pequeño - de esos que por estas fechas miran los catálogos de juguetes con avidez insatisfecha- preguntaría ¿por qué?
Y nosotros, con cara de poker y de no saber que decir, diríamos "porque está mal, hijo mio, porque está mal".
Nadie quiere lo suficiente a sus niños como para decirles la verdad a tan tierna edad. "Porque todos somos árboles, hijo,  y todos podemos caer. Porque todos hemos disfrutado viéndole precipitarse desde lo alto, cariño, y porque todos hemos empujado para que el árbol se caiga".
"Porque los controladores aéreos, pequeño, en su arrogancia, en su irresponsabilidad y en su incapacidad para percibir la realidad, más allá del luminoso círculo que les rodea, son exactamente piezas del mismo bosque que componemos nosotros".
"Quizás sean árboles más altos, mi vida, quizás hayan caído desde más alto porque se les había dado más agua para alimentarse y más luz para que crecieran, pero son parte de la misma foresta que fomamos nosotros".
"Porque si hacemos leña con las astillas y las maderas que saldrían de su caída, tendríamos que cortarnos los brazos y las piernas para lanzarlos a la misma hoguera que encenderíamos con las ramas rotas de sus privilegios laborales y de sus techos salariales. Y tú ¿no querrás que alguien te corte los brazos para hacer fuego, verdad, mi cielo?"
"Anda, vidita, elije tus juguetes, que los reyes están a punto de llegar y esto son cosas de mayores".
El niño no entendería nada así que ¿para qué decírselo?, ¿para qué ni siquiera pensarlo?
No tendría sentido decirle la verdad. No tendría sentido porque nosotros mismos la ignoramos, fingimos ignorarla o nos empeñamos en ignorarla. Porque volvemos la cabeza y la sacudimos negativamente cuando alguien nos dice que todos somos controladores aéreos.
Porque todos hemos hecho el distingo entre trabajar e ir al trabajo. Porque todos pensamos que tenemos derecho a hacerlo. Que cualquiera que nos obligue a que todas nuestras horas laborales sean horas de trabajo es un esclavista, es un mal jefe, es un paranoico adicto al trabajo y un explotador.
Porque creemos que tenemos el derecho a que todas nuestras horas laborales sean remuneradas e ignoramos que tenemos el deber de que todas ellas sean trabajadas -a excepción de lo marcado por la ley, claro está-. Y aquel que se considere inmaculado y sin tacha en eso, que arranque las hojas de las ramas, quebradas en su caída, de los controladores y las prepare para la hoguera.
Porque exigimos la jornada continuada como la solución a nuestros problemas de aclimatación de la vida laboral y la vida privada. Pero sólo de la nuestra.
Porque así podríamos comprar en supermercados cuyos trabajadores no tendrían jornada continuada, en tiendas cuyas dependientas estarían trabajando mientras nosotros descansamos; porque así podríamos quedar con amigos, amantes y familiares en bares en los que los camareros seguirían trabajando, en restaurantes en los que los cocineros dejarían de trabajar a medianoche como pronto.
Porque no hay nadie que no anteponga sus cosméticos, sus camisas, sus cañas o sus copas, su ocio y su negocio, al derecho a la jornada continuada de los demás. A la suya quizás no, para a la de los otros, desde luego. Para eso está el sector servicios.
Y todos los que no lo hagan que se pongan en cola para recoger en sacos las astillas de los controladores caídos en el bosque animado que es nuestra sociedad y corran a hacer carbón con ellas.
Porque no hay uno de nosotros que no haya fingido una enfermedad, un dolor de cabeza, un malestar irreconocible y no diagnosticable ni diagnosticado, para extender un fin de semana, para recuperarse de una resaca, para curar una decepción amorosa de fin de semana o para alargar un buen polvo de idéntico periodo -esto último es menos común pero también se ha dado, creedme-.
No hay nadie que, en fin, para ocultar una simple falta de ganas trabajar no haya tirado de la gripe, de la gastroenteritis, de la regla o del catarro. Sin importarle los demás. Sin importarle en lo más mínimo el efecto que su decisión iba a tener sobre los otros, sobre aquellos que tendrían que hacer su trabajo y sobre aquellos que no iban a recibir el servicio que esperaban.
Cierto es que no hemos dejado a gente colgada del aire sin saber si podrían tocar tierra o no, pero, aquel que esté libre de culpa, que coja el hacha y corte la primera rama del despeñado árbol de los controladores.
Por no exite un sólo asalariado que haya renunciado voluntariamente a sus privilegios de jornada, de distribución del trabajo, de turno o de horario; a sus dejaciones consentidas de calidad en el trabajo o de rendimiento en el mismo. Por mucho que sepamos y percibamos que son injustos, que no responden a circunstancias reales, que perjudican la marcha de todo un equipo de trabajo, que cargan necesidades de productividad sobre otros.
Pero todos oteamos por encima del hombro cuando otros lo hacen, cuando otros lo consiguen, cuando otros lo logran. Todos exigimos entonces que las jefaturas los coloquen en sus sitios para que, quizás con algo de suerte, nosotros podamos ocupar su privilegiado lugar.
Y aquellos que nunca lo hayan pensado, lo hayan criticado o lo hayan susurrado en los pasillos o las máquinas de café que cojan las, otrora robustas, ramas de los controladores, las quiebren sobre su rodilla y las aten en apretados haces para la hoguera.
Porque todos consideramos injusto que mientras otros libran, se marchan de puente o tienen más vacaciones, nosotros tengamos que seguir al pie del cañón; porque creemos que tenemos derecho a desperdiciar el día de trabajo que nos es obligado con la simple excusa de que otros ya no están trabajando y eso es injusto.
Porque nadie resiste la tentación de colgarse del teléfono para ponerse al día de las conquistas o los males de sus allegados en lugar de trabajar en esos días; porque nadie se opone al mágico influjo de  ahogarse en Internet para programar sus vacaciones, gestionar sus cuentas bancarias o reírse con vídeos curiosos, en espera de que llegue la hora de salida de ese día injusto, en el que trabajamos cuando los demás no lo hacen.
Y el que esté libre de culpa, que se suba sobre el caído tronco de los controladores y haga con su hacha la primera cuña en su corteza.
Porque no hay ni uno solo de los que componemos la sociedad atlántica que no crea que está mal pagado, que no proteste porque su sueldo no le llega para todo lo que es indispensable. Lo que él considera indispensable.
Nos da igual que pasemos por delante de bolsas de pobreza con nuestro coche camino del trabajo, nos da igual saber que hay gente que sobrevive con menos de un euro al día, nos da igual conocer de memoria cual es el salario mínimo interprofesional. Nos quejamos, creemos que es nuestro derecho.
No nos plantemos nuestro concepto de lo esencial, de lo necesario, de lo imprescindible. Simplemente pedimos más dinero porque no podemos hacer lo que queremos hacer con el dinero que nos dan por nuestro trabajo.
No nos importa el trabajo que hacemos, la repercusión que tiene en la sociedad. No nos importa que objetiva y universalmente la afirmación de que ganamos poco sea una mentira del tamaño del Coloso de Rodas -y con los mismos fallos de sustentación que demostró tener en su base la desaparecida maravilla del mundo, por cierto-. Queremos ganar más, como un cirujano, como un ministro. Como un controlador aéreo. Y ellos que ganen todavía más si es necesario.
Pero lo justo es que yo gane lo que necesito y que mis necesidades las decida yo y sólo yo. Y aquel que no haya caído en ese razonamiento pernicioso que ponga en marcha el motor de su sierra mecánica y cercene el tallo derruído de los controladores aéreos de AENA.
"Así que, mis queridos niños y niñas, no podemos hacer leña del árbol caído porque papá y mamá, el tío y la tía, los abuelos y hasta ese padrino de bautizo, al que no veis nunca y que de vez en cuando os da dinero para chuches y os besa sonoramente en la mejilla, algo achispado, en bodas, bautizos y comuniones, están hechos de la misma savia y del mismo material vegetal que ese inmenso árbol que ahora veis caído en la televisión y que se llama Controladores Aéreos.
¿Y vosotros no querríais que a papá y mamá, al  tío y a la tía, a los abuelos y hasta a ese padrino de bautizo al que no veis nunca y que de vez en cuando os da dinero para chuches y os besa sonoramente en la mejilla, algo achispado, en bodas, bautizos y comuniones, alguien les atacara con un hacha o una sierra mecánica para echar sus trozos a la hoguera?"
Y -por si alguien se lo pregunta- como, ni de lejos, estoy libre de culpa, por eso, una vez más, no me importa tirar la piedra o sacar el hacha. Aunque tenga que dejar de escribir porque los dedos ya  me empiezan a doler. Como si alguien los estuviera golpeando con un hacha.

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