sábado, diciembre 18, 2010

Economía bajo el muérdago por y para legos

Hoy, como buen sábado prenavideño, toca una de economía. Toca una de economía no porque lo diga yo, no porque a mi se me antoje hablar de economía -que también-, sino porque la economía salta a nosotros, no desde las páginas de los periódicos y, ni mucho menos, desde textos sesudos universitarios.
La economía nos asalta entre bolsas y calles de tiendas; entre paquetes y centros comerciales. La explicación de la economía nos llega desde las compras navideñas.
Muchos son los que han hablado de las hipotecas, de los riesgos bancarios, de la burbuja inmobiliaria, de los sistemas financieros de riesgo y de especulación y de otro sinfín de elementos como causantes de la crisis. Nosotros hemos escuchado, hemos leído, hemos creído entender y hemos asentido.
Otros -muchos menos- han hablado de la excesiva flexibilidad del euro, de la decadencia del dólar, de la excesiva rigidez del Yuan -eso con lo que se compra y se vende en la tercera economía del mundo, o sea China-. Eso lo hemos escuchado mucho menos, lo hemos entendido casi nada y ni siquiera nos hemos atrevido a asentir por si acaso el mero asentimiento nos costaba dinero.
Pero, en toda esta cascada de explicaciones y motivos sobre la crisis que nos aqueja, pocos -por no decir ninguno- han hablado de algo que apenas se susurra en las aulas y cátedras de economía, que apenas se intuye en los gabinetes de análisis financiero. Nadie ha hablado de nosotros.
Bueno, de nosotros como víctimas sí, de nosotros como agentes también. Pero no de nosotros como causa, como consecuencia y de nuevo como causa de esta crisis que, aunque desaparezca en su avatar catastrófico de ahora, permanecerá enquistada en el sistema por los siglos de los siglos. Amen.
Nadie ha hablado de las compras navideñas.
Y nadie lo ha hecho porque eso significa simplemente reconocer el fallo intrínseco del sistema. El fallo que cometemos nosotros al asumirlo, que es mucho más relevante que el cometieron los chicos del global liberalismo al inventarlo, allá por los años ochenta del pasado siglo.
Se supone que este sistema se basa en la creación de riqueza pero no es así. Se basa en la creación de productos porque se basa en el comercio y sin productos no hay nada con lo que comerciar. Eso supone que tenemos que crear productos a bajo precio para poder venderlos.
Hasta ahí vamos bien y todavía no nos vemos reflejados en el sistema. Todavía nosotros no tenemos nada que ver. Los empresarios quizás sí, pero nosotros no. La culpa de la crisis sigue siendo de otros.
Pero con lo que no contamos es que somos nosotros los que compramos. Los que basamos el concepto de riqueza, de bienestar, en la acumulación de bienes, en la elevación continua y constante de los parámetros de lo que consideramos "necesario" para estar cómodos en nuestra vida y nuestra existencia, para llegar a nuestros mínimos. Para sentirnos bien. 
Y estoy hablando de productos y servicios, claro está ¿De qué otra cosa podría estar hablando?, ¿quien puede necesitar más amor, más solidez mental, más verdad -aunque sea dolorosa- o más apoyo afectivo para mejorar su vida? Eso no se vende en las grandes superficies -sexo, autoayuda y diversión, quizás sí. Pero eso no-, así que eso no puede ser necesario.
De manera que exigimos más productos y más baratos para que la felicidad esté al alcance de todos. Y nos convertimos en la pala y el sepulturero del sistema económico que estaba llamado a proporcionarnos las garantías mínimas para esa felicidad.
Una pregunta con trampa ¿como consiguen los fabricantes de productos poner en el mercado más productos y menor precio, en un sistema en el que la evolución tecnológica no puede competir con el aumento de la demanda? Vale, es complicado. Una pista. ¿descendiendo los costes de producción? y ¿cómo se descienden los costes de producción?
¡Voila! Descendiendo los costes laborales.
Así que, por resumir, cuanto más consumimos menos ganamos ¿curioso, verdad?
Somos causa y efecto de la crisis que está matando y seguirá matando al sistema económico que debería mantenernos vivos o al menos permitirnos sobrevivir. Que, aunque lo parezca, no es lo mismo.
Nuestro exceso de consumo, de necesidades disfrazadas de básicas, de productos revestidos de imprescindibles, obligan al sistema a controlar, congelar, rebajar y minimizar sus gastos laborales -o sea nuestros sueldos- una y otra vez para poder producir todo lo que demandamos y, una vez que están esos productos en el mercado, las empresas se arruinan porque nadie tiene el dinero suficiente para consumirlos todos porque han  sido minimizados, controlados, congelados y reducidos sus salarios.
De modo que se incentiva más el consumo y se bajan los precios de manera que parece que todo se arregla hasta que de nuevo, nosotros, no los financieros, no los empresarios, no los brokers de Wall Street ni los consejos hipotecarios de los bancos, nosotros y sólo nosotros, volvemos a cometer el mismo error en un nuevo ciclo y nos convertimos en causa y efecto del colapso de nuestra economía personal y social.
Volvemos a elevar nuestros requerimientos de bienestar basado en la adquisición de productos -y también de servicios, no olvidemos los servicios-, cimentado exclusivamente en el consumo. Puede que nos parezca que lo único que estamos haciendo es volver a lo que considerábamos necesario antes del colapso. A lo que era justo, a los mínimos. Pero no es cierto.
El sistema ya se ha reorganizado a la baja, así que lo que, hace un tiempo, era un mínimo difícimente asumible ahora es un máximo universalmente inalcanzable. El sistema no puede funcionar de otra manera, no puede cambiar.
No hasta que nosotros, causa y efecto de todas las causas y efectos de sus cíclicas crisis, consintamos en cambiar.
 Pero no podemos cambiar, no podemos superar el tabú de nuestra propia identidad, de nuestra propia inmutabilidad como individuos aislados.
No hasta que el sobreconsumo no nos atenace, no nos imponga su presencia como forma de alcanzar el bienestar, la comodidad. No hasta que sepamos sustituir todas esas necesidades supuestas, todos esos mínimos imprescindibles por las necesidades reales que nos conducen a la plenitud, por los mínimos personales y afectivos cuya carencia ese comercio está ocultando.
No hasta que descubramos que lo que necesitamos dar y recibir para ese bienestar no se vende en los centros comerciales. No se intercambia en los bares y garitos de moda. No se compra, se pide. No se vende, se da.
Pero no lo haremos, ¿verdad? Nadie pone nada de eso en las estanterías de los centros comerciales engalanados con guirnarlas y falso acebo de plástico barato. Mejor seguimos intentando comprar el bienestar, traficar con la alegría, consumir felicidad. Aunque eso nos lleve a un nuevo ciclo de crisis, colapso y fracaso.
¡Enhorabuena hijos e hijas del liberal capitalismo global! ¡Lo hemos conseguido! ¡Ya no podemos echarle la culpa a nadie! ¡Felices compras navideñas!

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