viernes, noviembre 12, 2010

Soy feliz -y eso que no viajé a Londres-

Hay alguien que dijo -un legislador, por cierto- que uno de los rasgos que define a los seres humanos es la capacidad de establecer preceptos universales -o sea, leyes-.
No sé si el bueno de Solón simplemente vivía en un tiempo en el que concepto de universal aún se utilizaba, se comprendía y se aplicaba o si es que sencillamente ahora ya no somos humanos.
Pero en lo que no erró el tiro el primero de los constitucionalistas europeos -lo siento, señor Aznar, él fue el primero con unos cuantos miles de años de ventaja- es en que las leyes que hacemos, aprobamos y sancionamos esos que nos hacemos llamar humanos nos definen.
Y hoy han saltado a la palestra del tiempo y del espacio efímeros que conococemos bajo el nombre de actualidad dos leyes, dos principios legales que, pese a estar separados por miles de kilómetros y un oceáno en su origen y en su ámbito de aplicación, nos definen.
Definen hacia dónde vamos, definen cómo vamos y sobre todo definen entre qué circunstancias vitales realizamos nuestros movimientos como individuos y como sociedades, ya sea en Londres o en Sao Paulo.
Dos leyes, dos reacciones ante ellas  y dos motivaciones de las mismas, que nos colocan exactamente en donde estamos, en donde nos hemos abocado a estar: entre la más descarada indolencia y el egoismo más descarnado.
La primera es una reforma constitucional que los legisladores brasileños han anunciado al mundo a bombo y platillo, a ritmo de cadera danzarina y de tamborrada sambera. Brasil garantizará por un artículo constitucional -el primero, ni más ni menos- el derecho de sus ciudadanos a ser felices.
Dicho así parece que no tiene nada malo, que incluso todos los paises deberían modificar a toda prisa sus constituciones para incluir ese derecho en sus cartas magnas -todos menos España, ya sabemos que en España siquiera pensar en modificar La Constitución es para algunos un delito capital-.
Pero, si nos paramos un instante -uno solo de los instantes que desaprovechamos en otras cosas- a pensarlo es el mayor ejemplo de indolencia desde la formulación del hedonismo como filosofía, allá en los tiempos cercanos a Solón.
Un Estado soberano, un gobierno, unas instituciones y una administración pública nos tienen que garantizar el derecho a buscar la felicidad, tienen que activar y potenciar ese derecho, tienen que facilitarnos ese camino e intentar que ningún espino nos pinche los tobillos mientras lo recorremos. Y, por supuesto, que ninguna mina -de esas antipersona, que tan de moda están en algunos lugares- nos arranque las piernas si pisamos en mal lugar cuando recorremos el sendero hacia nuestra felicidad.
La reforma constitucional brasileña recuerda a aquella otra carta magna gaditana de hace casi dos siglos, en cuyo preámbulo se decia sin dejar lugar a género alguno de duda que "todo español es bueno, honrado y trabajador".
Pero por lo menos los padres de La Pepa exigían a los españolitos de entonces algo: teníamos que ser buenos, honrados y trabajadores. Lo llevabamos en nuestra herencia genética, por lo que parecía.
Pero el famoso artículito brasileño va más allá. No exige nada. No define la felicidad -porque, obviamente, no puede hacerse- así que yo, como individuo, defino mi felicidad como me da la gana, sin ningún apunte previo, sin ningún límite y sé que puedo hacerlo porque el Estado me garantiza el derecho a ser feliz.
No tengo que revisar mi criterio de felicidad porque el Estado me garantiza que puedo tener cualquiera, que no tengo que renunciar a la búsqueda de lo que me hace feliz, sea esto lo que sea.
La interpretación de ese principio supone un riesgo -pero tampoco es importante. Ese riesgo lo solucionará la jurisprudencia en cuanto a alguien se le ocurra la brillante idea de que, como su felicidad está en ver muerta a su suegra, el Estado brasileño le tiene que consentir matarla-, pero sobre todo supone un símbolo y un síntoma.
Un símbolo de que hemos caído en la más completa indolencia a la hora de revisar nuestros parámetros vitales, nuestros principios y nuestros deseos y por ello sacralizamos sin más el derecho a tenerlos, a que nadie nos los cuestione y a que nadie nos impida en modo alguno llevarlos a cabo.
Y un síntoma de que, por mas que lo neguemos, sólo sabemos mirarnos nuestro ombligo individual: la constitución brasileña no será reformada para incluir un artículo en el cual se especifique que todo ciudadano tiene la obligación de contribuir en la medida de lo posible a la felicidad de los otros y del colectivo. Eso no sería un derecho, sería un deber. Y no está el patio para asumir deberes.

Pues ya no viajo a Londres
La segunda de las medidas que nos demuestra lo que somos, que define como somos, es la Ley de Jurisdicción Universal aprobada por el gobierno británico y la reacción que ante ella han tenido los de siempre, los israelies.
Resulta que los chicos de Sion, sus cargos públicos, sus diplomaticos, sus gobernantes se quejan de lo injusta que es esta ley, protestan porque, con esa nueva norma jurídica permite a los tribunales británicos juzgar crímenes universales -ese viejo concepto de Lesa Humanidad tan en uso en nuestros días-, muchos de ellos no podrán poner el pie fuera de su país sin miedo a ser detenidos y juzgados.
Así que no viajan a Londres y se quejan porque los demás se inmiscuyen y juzgan lo que han hecho dentro de lo que ellos -sólo ellos- consideran sus fronteras, porque otros, que no son ellos mismos, se atreven a cuestionar los criterios que ellos han elegido para buscar y conseguir la felicidad -ya sea la suya personal o la de su país-. Y eso está mal, eso no puede consentirse. Lo dice la Constitución del Brasil.
Yo viajo a Londres todo lo que quiero -en realidad, una vez menos de las que hubiese deseado- y no soy detenido, no tengo problemas con la Ley de Jurisdicción Universal, ¿será que yo no soy perseguido porque no soy judío?, ¿será que como yo soy europeo Londres garantiza mi derecho a la búsqueda de la felicidad?, ¿será que a mi se me consiente más que a los pobles dirigentes y diplomaticos israelíes?
A estas alturas ya sabemos que esa no es la respuesta. Es otra mucho más evidente: Yo no he perpetrado crímenes de guerra que puedan ser juzgados a través de la Ley de Jurisdicción Universal.
Pero ellos no caen la cuenta de eso.
No son capaces de pensar que quizás deberían no haber utilizado fósforo blanco en sus incursiones, que tal vez no deberían haber matado a doscientas personas para eliminar fuera de su territorio a un terrorista al que podían haber detenido sin más, que es posible que no hubieran tenido que sitiar por hambre, que torturar en las cárceles, que violar a mujeres o que disparar contra embarazadas.
Eso no puede ser. Eso lo dicen otros. Ellos han elegido ese camino para la búsqueda de la felicidad y no hay más que hablar. El resto del mundo no sólo tiene que respetárselo, sino especificar en sus constituciones, como el sabio Brasil, que tienen la obligación de garantizarles que puedan llevarlo a cabo.
Como siempre, puede parecer que esto no tiene nada que ver con nosotros, que es un problema del sionismo, de los halcones belicistas de Israel o de lo inoportuno de los legisladores británicos. Pero, en realidad, sí tiene que ver con nosotros, al igual que el propuesto artículo de la costitución brasileña. Es simplemente un reflejo de lo que somos.
Puede que en las leyes, las que hay que cumplir porque si no se cumplen el poder coercitivo de los que tienen poder caera sobre nosotros como un martillo pilón, no hagamos ese ejercicio de egoismo indolente, pero en el resto de las cosas, en el resto de las situaciones, en el resto de las circunstrancias lo hacemos constantemente.
Elegimos, por comodidad o por convicción -que, pese a todo, todavía hay gente que hace las cosas por convicción-, un camino que nos lleve a esa felicidad que ahora nos gararntiza la ley si vivmos en territorio carioca. Y eso es algo que debemos hacer, que tenemos que hacer, que nuestras vísceras, nuestras venas y nuestras neuronas nos conminan a hacer. Hasta ahí todo está bien. Todo es humano. Todo es universal.
Pero luego, cuando nos damos cuenta de que algo no marcha, de que algo falla, no somos capaces de asumirlo, de cambiar el criterio. Buscamos al legislador brasileño -o del país que sea- y le exigimos que cambie las cosas, que mude el mundo, que altere las reglas de un juego que empezó a jugarse mucho antes de que nosotros nos sumáramos a él.
Y protestamos, nos quejamos y pataleamos, como el diplomático hebreo, porque las leyes, la lógica o la evolución de las cosas nos impide encontrar la felicidad  de la forma y manera que nosotros y sólo nosotros hemos decidido que debe ser hallada.
Seguimos aferrados al camino que hemos elegido sin que nos lleguen a importar los hechos, las circunstancias, los cádaveres -reales o afectivos- que dejamos sembrados en el sendero del camino a esa felicidad.
Sin que nos afecte, por supuesto, cuantas felicidades hemos dificultado o impedido o cuantas infelicidades hemos acentuado y propiciado en tan individual proceso.
Nos disfrazamos de inocente legislador brasileño y exigimos a los demás que aseguren nuestro derecho a la felicidad sin necesidad ni del más mínimo ajuste en el concepto que nosotros hemos acuñado de ella.
O bien nos vestimos de líder de la Israel sionista y nos quejamos cuando los otros nos recuerdan que no podemos diseñar nuestros pilares de la felicidad sin contar con los demás y sin tenerles en cuenta.
Así que, al final, los diplomáticos israelies van a tener razón en sus quejas y el legislador brasileño va a estar respondiendo a las necesidades de sus electores. Habrá que ser feliz y no viajar a Londres.

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