martes, septiembre 14, 2010

¡Para una vez que hace falta que exista dios!

Desde que he vuelto a convertir en un acto de cotidianeidad -más o menos regular- el engrosar y engordar estas líneas virtuales, había asumido un cierto propósito de enmienda con respecto a abordar asuntos relacionados con el ser y el estar del círculo más elevado del poder de aquello que se ha dado en llamar jerarquía católica y que ha asumido -por inercia o por desidia- el título que los cristianos se reservan a si mismos, o sea la Iglesia.
No había renunciado yo a las críticas y las reflexiones eclesiásticas por miedo o respeto, sino, más o menos, por aburrimiento y vaguería: resulta muy cansado encontrar maneras diferentes de decir algo, cuando las formas de hacer y de pensar te obligan constatemente a repetir lo mismo.
Pero, en los últimos días, datos, declaraciones y gestos han desfilado ante mis ojos y mis teclas  y me han hecho renunciar parcialmente y temporalmente a esta firme decisión como haría naufragar un coro de playmates desfilando en cueros el más firme de los votos de celibato vitalicio  -he ahí uno de los fallos de mi carácter: la voluntad-.Así que allá voy.
Lo primero es el ineludible y omnipresente problema que parecen tener los ministros y miembros del clero secular y regular de la Iglesia católica con la famosa frase de "dejad que los niños se acerquen a mí" que pronunciara su profeta - o mesías, no empecemos tan pronto con disquisiciones-.
Se acumulan las denuncias, se suceden las informaciones, se superponen los registros, procesos, acuerdos y procesamientos y, desde Bélgica hasta Irlanda, desde Austria hasta Boston, salen a la luz casos, cada vez más continuados y masivos, de abusos sexuales relacionados con el clero y la curia.
Y las sociedades -que se visten de laicas sin creerlo demasiado y se disfrazan de creyentes sin pensarlo lo más mínimo- reclaman respuestas, castigos, explicaciones y culpables. Algo lógico por una parte y desmedido por otra, depende de quien abra la boca o coja la pluma en cada momento.
Sería absurdo acusar a la Iglesia católica de pederasta, como lo es acusar al Islam de terrorista suicida, al estadounidense de psicópata asesino o al español de maltratador. Aquellos que quieran criticar a las jerarquías eclesiásticas católicas tendrán otros motivos -razonables o no, pero seguramente más válidos- para pedir, reclamar, exigir o desear la disolución de ese estamento de poder y de influencia.
Pero, sin caer en la furia vengadora ciega, hay dos reflexiones que resultan ineludibles.
La jerarquía eclesiástica no es responsable de los pederastas que se esconden en ella, pero, a estas alturas del partido, resulta incomprensible y casi insultante que se empeñe en esconderlos y protegerlos. Hay momentos -y este se antoja uno de ellos- en que hay que dejar de volar en las alas de los ángeles benditos y poner los pies en el suelo.
Ni uno sólo de los argumentos que se utilizan sotovocce en los pasillos basilicales y los despachos obispales suena ya creíble y mucho menos defendible.
No los esconde porque su presencia y juicio público vaya a perjudicar la imagen de la institución porque, seamos sinceros, más perjudica a esa imagen que se descubran los actos y además los posteriores encubrimientos; tampoco resulta muy plausible el pensar que la ocultación se realiza en aras de una silenciosa curación de tales desviaciones -que eso sí que son desviaciones y no otras tantas, contra las que se argumenta constatemente en público desde púlpitos y cartas pastorales-, puesto que no parece el sistema de terapia más acertado el traslado a otras diócesis y destinos donde siguen manteniendo los pederastas intactas sus posibilidades de delinquir criminalmente.
Y ese creo que es el fallo radical que comete la jerarquía -y gran parte de la feligresía también-. Olvidarse del hecho de que viven en una sociedad que tiene reglas que, supuestamente, ellos asumen, que tiene leyes que ellos, como institución y como individuos, están obligados a cumplir.
 Que, empeñados en darle a dios lo que es de dios, siguen diciendo con la boca pequeña y en susurros la proposición de darle al cesar lo que es del cesar que completa esa oración evangélica en concreto.
La jerarquía eclesiástica debería poner los pies sobre la tierra y darse cuenta de que no tienen derecho a ocultar un delito, a silenciar un crimen, a apartar a los culpables de su castigo y a las víctimas de su vindicación. Deberían aparcar por un instante los rezos y sentarse a pensar. Deberían darse cuenta que ni su imagen, ni la obra de dios, ni las necesidades eclesiásticas son un bien mayor que la salud mental, sexual y vital de un niño. Deberían obviar el pecado y preocuparse por ayudar a castigar el crimen.  Sin excusas, sin peros, sin circunloquios, sin demoras.
Y tras de eso, hacer otra reflexión más dolorosa, más interior, más productiva. La jerarquía católica se encuentra en la tesitura de elegir si sigue haciéndose preguntas teológicas y disquisiciones metafísicas o se decide, por fin, a hacer la más mundana y efectiva de las preguntas que, por otro lado, muy pocos se atreven a hacerse en estos y otros casos: ¿por qué?
Cierto es que La Iglesia no es culpable de los actos individuales de cada uno de sus miembros, pero tiene una responsabilidad.
Estados Unidos es la sociedad en la que se desarrollan un mayor número de psicopatías asesinas y sus autoridades y expertos se preguntan por qué. Hacen estudios, analizan cifras, generan hipótesis; el Islam es, hoy por hoy, la religión que más tendencia tiene al fanatismo violento y sus responsables -a trompicones y como pueden o saben- se preguntan los motivos, intentan identificarlos y combatirlos -he escrito sus responsables, no sus autoridades, que no siempre es lo mismo-; en España los últimos gobiernos se han empeñado en que somos un país de maltratadores y hacen estudios y buscan los motivos -es difícil que los encuentren porque parece que la realidad se empeña en desmentirles- ¡Por el amor de su dios, si hasta France Telecom descubre que se han suicidado 21 de sus empleados e intenta identificar si alguna circunstancia de la empresa les ha conducido a ello!
¿Por qué las jerarquías católicas se niegan a hacer esa reflexión cuando la realidad les impone el hecho de que dentro de su estructura se acumula un mayor número de pederastas y pedófilos que en ninguna otra?. Todos tenemos algo en mente, pero no es necesario que sea cierto. Podría ser eso, cualquier otra cosa o nada. Pero, por si acaso, habría que buscarla.
Esa negativa a buscar si hay algo en su estructura formal o material que atrae a los pedófilos o algo en su organización o su doctrina que crea una tendencia a la pederastia es su mayor responsabilidad al respecto de este asunto.
Y en lugar de hacer eso, de concentrarse en ello como algo que es esencialmente una de las piedras angulares de su credibilidad y de su continuidad, sus jerarcas, el Gran Inquisidor Ratzinger en concreto, se lanza a una campaña de denuncia de como los medios de comunicación se empeñan en atacar y desacreditar a la Iglesia buscando esos casos.
Y no le falta razón, pero no es el más indicado para quejarse. Durante siglos la Iglesia ha utilizado los medios de comunicación públicos -desde los púlpitos y las hojas parroquiales, hasta las televisiones y las radios- para desacreditar a ateos, agnósticos, infieles, herejes, comunistas, materialistas y todos aquellos que se les oponían. En esta sociedad de falsa tolerancia y apática desidia, donde las dan las toman, quien siembra vientos...
Más allá de que los medios -algunos medios, al menos- estén realizando una campaña de desprestigio de la jerarquía católica siguiendo espúreos intereses -siempre quise utilizar esa palabra, espúreos, suena tan perverso-, está el hecho de que, si ellos no ampararán la pedofilia, no ocultarán la pederastia y se preocuparan por identificar las causas que la hacen existir en su institución, nadie podría utilizar eso en su contra. Que los medios de comunicación hagan mal su trabajo no es excusa para que la jerarquía eclesial no haga el suyo en absoluto.
Ojalá existiera un dios para que, cuando alzaran la mirada hacia él, les escupiera en el rostro -¿pueden escupir los espíritus puros?- por haberse negado a hacer lo que es debido.
Pocas veces deseo que haya un dios, pero esta es una de ellas. Las otras son para pedirle cosas que no está bien pedirle y que no querría concederme aunque existiera.

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