jueves, septiembre 30, 2010

Chávez muestra como la victoria electoral roba la democracia -Simón estará orgulloso, seguro-

Después de castigar a toda mi lista de contactos en un día de una huelga que fue convocada porque, aunque ya no tocaba, ya estaba tardando, vuelvo a lo que habitualmente destilan estas endemoniadas líneas. Vuelvo a castigar sólo a aquellos que soportan ser castigados con ellas.
Y vuelvo a los lugares comunes de la ilógica formal y material del gobierno y el desgobierno del mundo. Vuelvo al conflicto eterno entre los que invaden una tierra falsamente basados en sus profecías y los que la defienden falsamente basados en las suyas; vuelvo a una Europa desgastada, desmotivada, preocupada de cuitas insignifciantes y que deja pasar ante sus ojos síntomas preocupantes; vuelvo a América, la América del Norte, con su ascendente Tea Party y su quiebra -¿cuantas veces van ya?- de la esperanza efímera de un gobierno distinto.
Vuelvo la vista a América y a la sinrazón. Y hoy por hoy, hablar de América y sinrazón, es hablar de Hugo Chávez.
Porque el caudillo bolivariano se ha visto atrapado en las redes de si mismo, se ha visto capturado y expuesto en el renuncio que nadie -y mucho menos él, que lo niega por activa y por pasiva- se puede permitir. Porque su afán por subir a los cielos marianos de su revolución, de ascender a las casas celestes de la historia y el recuerdo como alguien singular, le han puesto en el entredicho definitivo, aquel contra el que no puede discutir, contra el que no puede argumentar, contra el que sólo puede maldecir:
Ha ganado unas elecciones -eso no es nuevo- pero su victoria ha dejado de manifiesto lo que negaba. Las elecciones venezolanas han expuesto de forma lacerante y casi ridícula que, mientras Hugo Chávez gobierne, nadie que no sea él podrá ganar las elecciones.
Nunca ganar unos comicios había supuesto perder tanto.
Chavez ha perdido el habla -lo cual para el inagotable conductor de Allo, Presidente es casi un martirio bíblico- porque no hay palabra, no hay explicación que pueda hacer creíble lo que ha ocurrido en las urnas venezolanas.
El 52% de la población ha votado en contra de Chavez -o de su política, o de su revolución, que con el caudillo venezolano no se sabe donde acaba él y donde empieza todo lo demás- Y eso no ha podido negarlo, no ha podido custionarlo, no ha podido rebatirlo. La mitad de la población de su país puede ser para él "reaccionaria", pero ya no son "unos pocos", la mitad de la población de su país puede ser para él "antirevolucionaria", pero no son "unos cuantos elementos dispersos".
La mitad de Venezuela puede no saber, no poder o no querer entender los mensajes y las políticas de Hugo Chávez. Pero eso no hace que deje de ser la mitad de la población de Venezuela.
Eso no es extraño, puede pasarle a cualquiera -por muchos periódicos que se cierren, por muchas cadenas de televisión que se lleven a negro y por muchas emisoras de radio que se condenen al silencio-, es parte del juego democrático, es parte del riesgo democrático. Lo que mantiene mudo al ínclito y feroz promotor de supuesto anticaptilismo socialista furibundo del siglo XXI es lo que es incomprensible: que sigue en el poder.
No hay aritmetica electoral que pueda fingirse democrática que permita que alguien que ha obtenido el 48 por ciento de los votos -la matemática porcentual sigue diciendo que si alguien tiene 52 el otro sólo puede tener la diferencia hasta sumar 100, incluso en la Venezuela de Chávez- obtenga cien diputados más que aquellos que le superaron en votos.
En España, Aznar, ganó por 10.000 votos de diferencia y obtuvo apenas 20 diputados más que sus competidores y se tiraron hablando dos años de la dichosa Ley Dont de los restos.
Cuatro años después, Zapatero ganó por un porcentaje igual de ajustado y el debate se intensificó hasta limites insospechados. Que los que ganan por pocos votos tengan un puñado de diputados de más puede ser injusto y frustrante. Que los que pierden por cuatro puntos porcentuales obtengan cien diputados más sólo puede calificarse como flagrante.
Y por eso debe permanecer callado. Porque ya no puede decir que no ha manipulado la Ley Electoral en su beneficio, ya no puede afirmar a gritos, sermones, discursos y apariciones televisivas que La Constitución venezolana ha sido reformada en beneficio del pueblo y de la democracia.
Porque las elecciones han levantado la última bruma que hacía que Venezuela pareciera una democracia, porque las urnas han disipado la tenue niebla que ocultaba que Chávez es un dictador y Venezuela una dictadura.
Y por eso, sólo por eso, ya nada de lo que diga tiene sentido. Da igual que su teoría sobre la distribución mundial de la energía pueda ser acertada o no, da igual que sus críticas al sistema económico neocolonial de las multinacionales puedan ser justas o no. Chávez sigue teniendo derecho a mantener sus teorías políticas, a defenderlas y a buscar convencer a los venezolanos de ellas. Pero ha perdido el derecho a gobernar.
Hugo Chávez permanece callado porque ya ni siquiera puede tirar del Libertador, de su bolivarianismo mil veces repetido y tremolado. No puede hacerlo porque, en estas circunstancias, es posible que alguien recuerde que el 26 de mayo de 1826, el gobierno peruano de Simón Bolivar retiró a los municipios el derecho de elegir a los alcaldes, prohibió la convocatoria de los colegios electorales e intentó forzar la aprobación de una Constitucíón que le nombrara Presidente Vitalicio y, cuando La Corte Suprema del Perú se negó a hacerlo, la disolvió y proclamó sus "reformas" de manera unilateral.  
El Libertador se conviertió en dictador. Como siempre, como ahora. Alguien podría decir que es precisamente en este momento cuando Hugo Chávez es completamente bolivariano. 

Y él lo sabe. Por eso permanece callado, discreto en su victoria -algo impensable en el caudillo salvador impenintente-, silencioso en el triunfo de su dictadura encubierta sobre la democracia pretendida de su país.
Por eso y por otro error, por otra dificultad que ahora se le antoja insalvable, ineludible. Hugo Chavéz mira a izquierda y derecha y no ve a nadie. Está solo.
Muchos le han comparado con el PRI mexicano pero Chávez no es un partido, no es un club secreto -o no tan secreto- de oligarcas que se organizan para seguir campando a sus anchas mientras ofrecen una proyección en 3D de democracia.
El partido de Chávez es humo, solo sirve para agitar banderas, lanzar vítores y reir chistes. No tiene a nadie para cortar cabezas, para arrojar a los leones; no puede retirarse y poner a un hombre de paja para seguir mandando en la sombra. No tiene capacidad de movimiento, margen de maniobra, posibilidad de relevo.
Su mesianismo le ha impedido hacer su revolución, su personalismo le ha impedido gestionar su ridículo. Su victoria le ha impedido ocultar su dictadura.
Hoy Venezuela ya no es un estado democrático. Y nadie puede negarlo.

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