lunes, julio 26, 2010

¡Que me quede un Lexatín!

En algo teníamos que ser los primeros. Y en algo lo somos. Más allá del Tour de Francia, del campeonato Mundial de Fútbol y de alguna que otra gesta deportiva que nos hace sacar pecho e hinchar bandera, tenemos un récord de difícil parangón: somos los primeros consumidores de droga del mundo. Así como suena, sin anestesia ni nada.
Aunque, si nos paramos a pensarlo, se trata precisamente de eso, de anestesia. Somos, por lo que parece, la sociedad más anestesiada del planeta. Eso tiene que tener un mérito.
Como hablamos de droga parece que llega el turno de lanzar al ariete de estas palabras contra los mozos de coche y cuerpo tuneados, de botellón y afterhours y de trozo de Duralex en la oreja - o de Swarovski, que todo depende del numero de ceros de la cuenta corriente de papá- y de muchachas de escotes infinitamente profundos, faldas infinitamente cortas, tacones infinitamente altos y piercings en zonas más o menos erógenas de su anatomía.
Parece que nos toca hablar de colecciones de cabellos enredados en remedos de auténticas trenzas rastafaris, de pantalones de cuadros, cabellos tiesos, vestidos de mercadillos y mascotas famélicas acompañadas de instrumentos musicales más o menos exóticos.
Y como parece que toca hablar de ello, pues no lo voy a hacer. No es por joder -o a lo mejor sí-, pero hablar de droga no es hablar de chonis y poligoneros, no es hablar de perroflautas, okupas de pastel y hippies reconvertidos. Hablar de droga es hablar de anestesia. Es hablar de nosotros mismos. 
Somos los principales consumidores de esas drogas que salen en la tele, que se pasan en alijos, que gestionan los charlines, que se fuman y se inyectan y por eso nos resulta fácil creer que eso es lo que nos pone a la cabeza del adormecimiento y la excitación ficticia que en una sociedad y en un individuo provocan las drogas. Pero no es eso. Al menos no es sólo eso.
Si nos ponemos a pensar, a lo mejor echamos mano de los individuos de terno perfecto de 600 euros y corbata de seda que conducen descapotables y derrochan sus sueldos y sus tabiques nasales introduciendo en su esternón polvo blanco a ritmo de cada éxito, cada fracaso y cada coito. Puede que eso ayude, pero tampoco es sólo eso.
La drogadicción española se completa en los centros de trabajo, en las oficinas, en los salones y los dormitorios de muchas casas, en los bolsos de muchas mujeres y las bandoleras de muchos hombres. Se viste en Cortefiel o en Zara. La anestesia social que nos transforma en los principales consumidores de anestesia de La Tierra va mas allá de la marihuana, de la cocaína  del éxtasis  del speed o de la heroína -si es que, a estas alturas, alguien consume todavía heroína-. Está en nuestras mesillas de noche.
Somos el país que mas tranquilizantes, antidepresivos, ansiolíticos, estimulantes y somníferos consume. España, la España real, la España tranquila, la España adulta y supuestamente equilibrada está permanentemente empastillada.
Independientemente de los que, en un momento u otro, los necesitan -lo necesitan, no creen necesitarlo- hay demasiada gente que es incapaz de enfrentarse a demasiadas cosas.
Demasiados que no soportan una bronca de su jefe, una pelea de con su pareja, una rebelión de sus vástagos. 
Demasiados que anestesian el sufrimiento -si es que a eso se le puede llamar sufrimiento- y en lugar de respirar dos veces, chillar o callar, tiran de  Tranquilmacit; muchos que, en lugar de pasar la noche en blanco buscando una solución a sus problemas, tiran luna tras luna de Durnit o Somnolin para evitar afrontar aquello que cuando llegue la mañana seguirá estando presente en sus vidas y quitándoles el sueño.
En este país anestesiado hay una cantidad ingente de personas que cuando llega el momento de la tensión, de la necesidad de reacción, de la obligación de afrontar una presión en el trabajo o en la vida, que durante generaciones se afrontó con fuerza y con estabilidad, rebuscan en su bolso o en su cartera un Lexatin o un Noiafrem que les permita borrarse de la vida y de la necesidad de vivirla. 
La ansiedad desaparece,  los motivos que la provocan no. Pero da igual, luego dormiremos con un somnífero y nos mantendremos tranquilos con un tranquilizante. Y si hay que ponerse en marcha siempre podemos desayunar un trago de Red Bull.
No es que los poligoneros y las chonis, los perroflautas y los hippies no eleven nuestro consumo de drogas ilegales hasta colocarnos a la cabeza mundial; no es que no haya una generación perdida entre el speed y la cocaína,  que desperdicia las ganancias de su trabajo y las expectativas de sus vidas buscando entre vaivenes nocturnos lo que sus trabajos, sus amores y sus vidas no les dan. No es que eso no ocurra. Pero, a estas alturas, no es lo más doloroso.
Lo ineludiblemente doloroso es que muchos de aquellos que deberían explicarles por qué no deben consumir drogas más allá del límite de la cordura están demasiado empastillados para hacerlo, demasiado anestesiados para darse cuenta. Demasiado muertos para seguir vivos.
Es que aquellos sobre los que debería descansar la responsabilidad ejemplar que contribuiría a que muchos de ellos -o por lo menos algunos- reaccionaran, recurren a la elusión para evitar aquello que forma parte de la vida. Se borran de su vida por miedo a vivirla.
Podemos seguir confundiendo vida con felicidad y felicidad con alegría; pero aunque las tres cosas parezcan un silogismo perfecto, aunque parezcan la misma cosa, no lo son.
Podemos seguir buscando en nuestros bolsos y nuestros bolsillos la salida de emergencia a  nuestros problemas, nuestros dolores, nuestras decisiones y nuestras carencias; podemos seguir recurriendo a la pastilla, la borrachera o el desfase nocturno para eludir los pequeños o grandes dolores que la vida nos proporciona sin pedirlos. Podemos buscar la paz en el Tranquilmacit, la justicia en el Lexatin y el olvido en el Durnit. Podemos seguir engordando las estadísticas y mantener a nuestro país en la cresta de la ola del consumo de drogas legales e ilegales.
O podemos sentarnos en la oscuridad de nuestros dormitorios y pensar, reflexionar y tomar decisiones. Solucionar aquello que nos provoca ansiedad o que nos impide dormir. Solos o con toda la ayuda que sea necesaria.
La dicotomía es sencilla.
Podemos seguir anestesiados o despertar. Podemos vivir o sobrevivir. Podemos permanecer empastillados o podemos crecer.

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