lunes, noviembre 30, 2009

Los bares de Las Tablas se la juegan a Darwin

Los científicos -o sea, esas raras gentes que piensan y comprueban las cosas antes de hablar- se han descolgado diciendo que sólo hay dos genes que nos separan de los primates y, claro, eso no nos deja en un buen lugar.
Pero no se trata de sentirnos avergonzados porque nos parecemos demasiado a esos seres de mirada trsite que mascan hojas bajo la lluvia mientran obsevan a Sigourney Weaver con mirada de eterna conmiseración; no se trata de maldecir al difunto Copito de Nieve porque ni siquiera la fotodepilación nos permite derrotar al eterno bello de nuestro pecho o nuestras axilas.
El descubrimiento de los chicos de Cambridge nos deja con el trasero al aire como a los mandriles -otra similitud incuestionable - porque nos hace preguntarnos cuantos genes, alelos, cadenas nucleicas o cromosomas nos separan a unos seres humanos de otros.
Y la respuesta es tan sencilla y tan atronadora que nos ruboriza más allá del bermellón más perfecto que luciría el trasero de otro de esos primos nuestros que cuelgan de los árboles y que han resultado ser más cercanos de lo que desearíamos, para paz de nuestra mente y tranquilidad de nuestro más que desarrollado instinto de superioridad.
La respuesta es ninguno.
No hay nada que justifique que nos sintamos distantes los unos de los otros. Aún ignorando todo lo que se ha dicho y escrito sobre razas o nacionalidades, todos los tópicos universalistas e igualitarios, todas las declaraciones grandilocuentes y expresiones políticas, no hay nada que justifique entre los seres humanos el concepto de desconocido.
No ha sido Darwin -Sir Charles, por supuesto-, no ha sido Humbold, no ha sido un geneticista de Cambridge, ni un naturalista de Yale el que ha recordado a este demonio que los desconocidos no existen.
Ha sido un camarero que no sabe servir una cerveza negra, una camarera a la que le dejaría poner todas las cervezas -negras o rubias- que quisiera y un grupo de gente que se olvidó de que no tenía nada en común con un demonio salido del averno ni prácticamente entre ellos.
Un grupo de gente que decidío que el fin de semana es demasiado valioso como para desperdicicarlo controlando el entorno. Que recordó que la sociedad es grupo y en el grupo el desconocido no existe desde el momento en el que forma parte del mismo.
Aún hay gente que reconoce que la evolución depende de aquello que no conocemos. Que, por instinto o por gusto, descubre que no podemos crecer si nos limitamos a regar la planta -que reglar la flor es otra cosa mucho más íntima- de nuestra existencia con el mismo líquido reciclado que ya ha pasado una y otra vez por la tierra en la que hundimos nuestros pies para sentirnos protegidos y a salvo.
En este mundo en el que la autoayuda es una nueva religión, en el que la afinidad se mide en porcentajes de coincidencia en una encuesta on line, en el que las divisiones se buscan en lugar de encontrarse, se engrandecen en lugar de minimizarse, todavía hay gente que es capaz de saber que la evolución depende del contacto con lo que hasta ese momento desconocia; que el cambio y el crecimiento necesitan adiciones de material a lo que ya tenemos; que, si no conocemos y no damos alas a lo desconocido, terminaremos siendo adelantados por esos primos nuestros que habitan junglas y sabanas y a los que sólo sacamos dos genes de ventaja.
Todavía hay gente que se da cuenta de que la humanidad no se construyó a base de genealogías afectivas y curricula; no se mantuvo a fuerza de presentaciones formales y referencias cruzadas. Todavía hay gente que intuye que la base de nuestra sociedad, de nuestra afectividad y de nuestro futuro está en sumar. En sumarnos unos a otros; que descubre que para sumar hay que recurrir a lo que no está anteriormente. Que lo desconocido es necesario para ampliarnos, engrandecernos y hacernos de nuevo nosotros mismos.
Todavía hay gente que sabe que el futuro no reside en las reuniones privadas, en las comidas familiares, en las conspiraciones solipsististas que nuestro corazón tiene con aquellos que lo conocen al dedillo. Saben que el futuro está en los bares.
Aún quedan personas que reconocen que una copa, una risa, una sonrisa, un broma y un apreton de manos son suficientes para que nuestro corazón y nuestra alegría esten dispuestos a recibir algo de alguien que no estaba en nuestro GPS unos instantes antes.
Todavía hay grupos y personas dispuestas a recibir al extranjero afectivo con los brazos abiertos, a no preocuparse por su integración en el grupo porque no hace falta dejar de ser como eres para que alguien que no te conoce pueda disfrutar y sentirse bien a tu lado. Todavía hay gente que confía lo suficientemente en si misma como para mostrarse a aquellos que no han hecho nada para ganarse un derecho que se gana con el nacimiento y la condición de ser humano.
Es posible que nuestros primos cercanos terminen adelántandonos como ya lo han hecho con nuestros líderes políticos y religiosos; es probable que hayamos alcanzado lo máximo que podemos ser y terminemos languideciendo en nuestra propia existencia hasta alcanzar la decadencia como raza y como especie.
Pero todavía hay gente que, aunque sea inconscientemente, reconoce que la salvación no está en protegernos, en cerrar nuestro entorno a los cuatro que aguantan todo lo que queremos y que nos dan siempre lo que deseamos, aunque lo que deseemos nos esté matando por dentro.
Todavía hay gente que se siente más a salvo con lo que llega de fuera que entregándose al infinito ejercicio baldío de la protección de su entorno y de su soledad.
Todavía existen personas que hacen jornadas de puertas abiertas en las fortalezas de interiorización e intimidad en las que esta sociedad ha convertido nuestros corazones y nuestras relaciones.
Aún hay seres humanos que consideran que tiene que haber un puente fijo y transitable entre la piedra de nuesto casitillo interior y las arenas movedizas que los desconocidos, que por casualidad llaman a su puerta, traen consigo.
Todavía hay gente empeñada en desmentir a Sir Charles -Darwin, por supuesto- y demostrar que la mutación se genera por adición, no por una transformación misteriosa e interna.
El último de esos grupos de gente que garantizan la posibilidad de supervivencia conjunta de la humanidad -incluyendo a los demonios escribientes- ha sido descubierto en Las Tablas.

miércoles, noviembre 25, 2009

El mejor fotografo del mundo

Mientras el mundo se disloca la opinión sobre el rutilante e intrascendente Balón de Oro concedido a Leonel Messi por el plausible motivo de conducir un balón pegado al pie; mientras otros, los más sesudos y culturales, aún discuten sobre los ecos de otros no menos rutilantes y no más tracendentes premios dorados concedidos en Hollywood, por Hollywood y a para honor y gloria de Hollywood; mientras el mundo se agota en la disquisición sobre los merecimientos para el Nobel de la Paz de alguien que lo único que ha hecho es limitarse a no trabajar para la guerra -que no es poco, tal y como está el patio-, alguien que no suele sugerime nada y que corro el riesgo de que no vuelva a sugerirme nada -quizás por la responsabilidad que conlleva el hecho de que sus sugerencias suelen ser automáticamente aceptadas por estos pagos infernales- me ha sugerido el tema de este post con una pregunta y un enlace.

El enlace es este:

Y la pregunta es esta
¿Puede un premio valer más que una vida?, ¿puede una imagen o un texto anteponerse a una muerte? ¿se puede celebrar la muerte por conseguir un reconocimiento y una foto?
Y a respuesta, autómatica y visceral, institiva y acelerada, no me ha hecho saber nada nuevo, pero me ha hecho recordar lo que sé. Eso y la fecha. Sobre todo la fecha.
Me ha hecho recordar una historia que no ha sido contada, que no ha sido publicada, que no ha sido relatada. Que no existía hasta que el encuentro en una escalera de incendios con unos ojos buscadores de felicidad cargados de vida, hasta que la ausencia de unas manos cuyas caricias son capaces de curar hasta las heridas que desconocen, le han dado fuerza a mis musculos cerebrales y cardiacos para recordar que la sabían.
Sé de alguien que, en los años en los que la vida te permite realizar aquello para lo que estás predispuesto, puso el pie en una ciudad que debería ser dorada por santa y que resultó ser roja por violenta.
Sé de alguien que en ese mismo instante, entre las acreditaciones, las explicaciones, las precauciones y los pasaportes, descubrió que Occidente, que aquellos que le habían colocado como su voz, su pluma y sus ojos en ese remoto confín de la razón, estaba loco.
Sé de alguien que descubrió que aquellos que se llaman comprometidos, arriesgados, profesionales no son otra cosa que el reflejo de la cobarde sociedad que les envía a levantar acta de aquello que no les importa pero que les despierta interés.
Sé de alguien que, en la avenida Rasham de Beirut, descubrió que hay una linea roja que nadie se atreve a traspasar; que los más reputados reporteros de guerra nunca pisan; que los más celebrados fotógrafos son incapaces siquiera de reconocer. Hay una linea, pintada con sangre y con vida, que el mundo occidental se niega a percibir.
Y sé de alguien que descubrió esa línea, no porque ninguno de los tres dioses que cobran su tributo de sangre en Jerusalem se lo revelara, no porque ninguno de los gobiernos que pugnan por el control de una tierra, tan baldía como disputada, se lo filtrara. Lo descubrió porque conoció a Kaleb y Rashid.
Kaleb y Rashid tenían nombres tan comunes y desconocidos como son sus nombres falsos, en una tierra y en una guerra en el que los nombres verdaderos son tan escasos como la piedad. Rashid y Kaleb llevaban tarjetas de plástico colgadas al cuello con una cinta de tela azul y blanca y una cámara reflex automática colgada del hombro. Eran fotógrafos, fotógrafos de guerra.
Pero ellos hicieron -junto con otros que por juventud, inexperiencia y compromiso no sabían lo que no debía hacerse- lo que estaba prohibido hacer, lo que la falsa profesionalidad, el afán de protagonismo y la cobardía heredada de siglos de indiferencia hace que ninguno haga. Ellos cruzaron la línea.
Muchos de los que leen estas diabólicas reflexiones virtuales-que no son demasiados- están en este mundo de los llamados medios de comunicación y no estarán de acuerdo conmigo, no estarán de acuerdo con que la diferencia, la línea que hay que cruzar y que no existe ninguna justificación para no atravesar, es la que separa contemplar la vida de defender la vida, comunicar la muerte de evitar la muerte.
Pero eso no se entiende.
Se dice que una imagen puede contribuir a salvar más vidas y es posible que sea cierto, pero deja de serlo cuando se percibe que en nuestras sociedades, que convierten en enemigo irreconciliable al que es más rápido que tú en coger asiento en el metro, ni siquiera se interesan por esas imágenes, por esos trozos estáticos arrancados a una realidad que les importa menos que el futuro de Messi o le vestido lucido por Scarlett Johansson.
Se dice que los profesionales de la comunicación deben mantenerse alejados para informar correctamente, deben evitar implicarse, pero eso resulta cuando menos llamativo en sociedades que consideran un esfuerzo baldío saludar al conductor del autobús en el que se motan y cuya vida ponen en sus manos, en un mundo en el que se puede demandar a los bomberos por dislocarte un hombro mientras te rescataban de un incendio.
A Occidente, a sus gentes, a sus sociedades y a sus medios de comunicación no les importa lo que hay detrás de esa imagen obtenida en mitad del sufrimiento y de la sinrazón, lo que está detrás de esa columna de texto escrita tras el dolor, alrededor de la locura. Sólo les importa el espectáculo.
Y lo sé porque sé de alguien que acompañó a Kaleb mientras, con su silbido de pastor de cabras de las montañas sirias, alertaba a un miembro de la Legión de Hebrón de su presencia y la de su cámara y conseguía, con tan simple gesto, evitar que el asustado soldado siguiera apuntando con su arma automática a un muchacho que le tiraba terrones de arena que se desmenuzban contra su armadura de kepblar.
Y lo sé porque sé de alguien que vio, desde un balcón, como Rashid se situaba entre una miserable barraca de Shabra y un bulldocer militar, renunciando a una imagen impactante pero amenazando con ella, para mantener en pie la miserrima vivienda que alguien en ese campo maldito de llanto y refugio llamaba hogar.
Pero todo eso no lo sabe Occidente, no lo saben aquellos que pagaban a Rashid y Kaleb -y a otros de sus compañeros- por obtener imágenes de un conflicto que alimentaran el espectáculo mediático que les hacían vender más periódicos u obtener más ingresos publicitarios.
No lo saben aquellos que aún no han descubierto que, cuando se aprieta el disparador de una cámara mientras otro aprieta el gatillo de un arma, te conviertes en miembro del mismo pelotón de ejecución, cuando aprietas el botón de una grabadora o la caña de una pluma mientras otro empuña un látigo o un arama asesina te conviertes en colaborador necesario de esa muerte, de lo que ocurre, te trasformas en alguien que no ha hecho nada por evitar la locura y que se ha limitado a formar parte de ella para que otros se sientan a gusto allende los mares y allende la sangre, meneando la cabeza con desaprobación y premiando a aquellos que retroalimentan su propia visión del mundo.
Así que, desgraciadamente sí, en nuestros dias y en nuestros mundos, un premio, un reportaje y una foto son más importantes que una vida.
Lo son porque nadie está dispuesto a dar el paso que dieron Kaleb y Rashid; porque nos escudamos en una profesión para no intervenir, para no hacer nada, para no sentirnos responsables ni implicados en la barbarie que contemplamos.
Y lo sé porque sé de alguien que sujetó las cámaras de Kaleb y de Rashid mientras ellos pretendían salvar la vida de la mujer a la que no habían fotografiado y que había cometido el absurdo error de amar contra su dios
Y lo sé porque sé de alguien que les vio caer a dos manzanas de distancia, cuando ni siquiera sus nombres ni sus tarjetas azules y blancas les libraron del odio que los señores de la oración han desatado sobre la tierra que un día fue santa e intocable.
Y lo sé porque sé de alguien que tuvo que soltar esas cámaras para sujetar a otro de los suyos, a otro de los que habían traspasado la linea roja de la vida, mientras perdia la suya entre sus brazos. De alguien que desde entonces no puede soportar perder a nadie de los suyos, no puede saber que aquellos que le quieren no están a salvo.
Puedo escuchar todas las explicaciones que se puedan dar a que la puerta cerrada de una iglesia permanezca cerrada mientras dos personas que se aman mas allá de sus dioses y todos aquellos que han cometido el error, el mágnifico y orgulloso error, de ayudarlas son heridos o muertos a su alrededor; puedo leer todas las explicaciones éticas y estéticas sobre los motivos que llevan al que hace la fotografía a no evitar que esa fotagrafía se produzca y con ella su publicación, su éxito y quizás su premio.
Pero puedo ignorarlas, puedo reirme de ellas y puedo cuestionarlas porque, como el Gulliver de Swift hay una frase que siempre resuena en mis oídos: "No teneís nada que contarme, podeís creerme o no, no me importa: yo estaba allí". O al menos, sé de alguien que estaba allí. Aunque, por desgracia, no consigo recordar del todo su nombre.
Así que sí, en este mundo un premio, una publicación y una fotografía valen más que una vida humana. Es lo que hay. Es lo que no debería haber.
Pero nadie se llevara mi premio al mejor fotógrafo por una foto. Ese se lo llevó hace tiempo alguien que no hizo la foto e hizo lo que tenía que hacer, aunque de él ya sólo nos quede la memoria.







El mejor fotógrafo del mundo

Mientras el mundo se disloca la opinión sobre el rutilante e intrascendente Balón de Oro concedido a Leonel Messi por el plausible motivo de conducir un balón pegado al pie; mientras otros, los más sesudos y culturales, aún discuten sobre los ecos de otros no menos rutilantes y no más tracendentes premios dorados concedidos en Hollywood, por Hollywood y a para honor y gloria de Hollywood; mientras el mundo se agota en la disquisición sobre los merecimientos para el Nobel de la Paz de alguien que lo único que ha hecho es limitarse a no trabajar para la guerra -que no es poco, tal y como está el patio-, alguien que no suele sugerime nada y que corro el riesgo de que no vuelva a sugerirme nada -quizás por la responsabilidad que conlleva el hecho de que sus sugerencias suelen ser automáticamente aceptadas por estos pagos infernales- me ha sugerido el tema de este post con una pregunta y un enlace.

El enlace es este:

Y la pregunta es esta
¿Puede un premio valer más que una vida?, ¿puede una imagen o un texto anteponerse a una muerte? ¿se puede celebrar la muerte por conseguir un reconocimiento y una foto?
Y a respuesta, autómatica y visceral, institiva y acelerada, no me ha hecho saber nada nuevo, pero me ha hecho recordar lo que sé. Eso y la fecha. Sobre todo la fecha.
Me ha hecho recordar una historia que no ha sido contada, que no ha sido publicada, que no ha sido relatada. Que no existía hasta que el encuentro en una escalera de incendios con unos ojos buscadores de felicidad cargados de vida, hasta que la ausencia de unas manos cuyas caricias son capaces de curar hasta las heridas que desconocen, le han dado fuerza a mis musculos cerebrales y cardiacos para recordar que la sabían.
Sé de alguien que, en los años en los que la vida te permite realizar aquello para lo que estás predispuesto, puso el pie en una ciudad que debería ser dorada por santa y que resultó ser roja por violenta.
Sé de alguien que en ese mismo instante, entre las acreditaciones, las explicaciones, las precauciones y los pasaportes, descubrió que Occidente, que aquellos que le habían colocado como su voz, su pluma y sus ojos en ese remoto confín de la razón, estaba loco.
Sé de alguien que descubrió que aquellos que se llaman comprometidos, arriesgados, profesionales no son otra cosa que el reflejo de la cobarde sociedad que les envía a levantar acta de aquello que no les importa pero que les despierta interés.
Sé de alguien que, en la avenida Rasham de Beirut, descubrió que hay una linea roja que nadie se atreve a traspasar; que los más reputados reporteros de guerra nunca pisan; que los más celebrados fotógrafos son incapaces siquiera de reconocer. Hay una linea, pintada con sangre y con vida, que el mundo occidental se niega a percibir.
Y sé de alguien que descubrió esa línea, no porque ninguno de los tres dioses que cobran su tributo de sangre en Jerusalem se lo revelara, no porque ninguno de los gobiernos que pugnan por el control de una tierra, tan baldía como disputada, se lo filtrara. Lo descubrió porque conoció a Kaleb y Rashid.
Kaleb y Rashid tenían nombres tan comunes y desconocidos como son sus nombres falsos, en una tierra y en una guerra en el que los nombres verdaderos son tan escasos como la piedad. Rashid y Kaleb llevaban tarjetas de plástico colgadas al cuello con una cinta de tela azul y blanca y una cámara reflex automática colgada del hombro. Eran fotógrafos, fotógrafos de guerra.
Pero ellos hicieron -junto con otros que por juventud, inexperiencia y compromiso no sabían lo que no debía hacerse- lo que estaba prohibido hacer, lo que la falsa profesionalidad, el afán de protagonismo y la cobardía heredada de siglos de indiferencia hace que ninguno haga. Ellos cruzaron la línea.
Muchos de los que leen estas diabólicas reflexiones virtuales-que no son demasiados- están en este mundo de los llamados medios de comunicación y no estarán de acuerdo conmigo, no estarán de acuerdo con que la diferencia, la línea que hay que cruzar y que no existe ninguna justificación para no atravesar, es la que separa contemplar la vida de defender la vida, comunicar la muerte de evitar la muerte.
Pero eso no se entiende.
Se dice que una imagen puede contribuir a salvar más vidas y es posible que sea cierto, pero deja de serlo cuando se percibe que en nuestras sociedades, que convierten en enemigo irreconciliable al que es más rápido que tú en coger asiento en el metro, ni siquiera se interesan por esas imágenes, por esos trozos estáticos arrancados a una realidad que les importa menos que el futuro de Messi o le vestido lucido por Scarlett Johansson.
Se dice que los profesionales de la comunicación deben mantenerse alejados para informar correctamente, deben evitar implicarse, pero eso resulta cuando menos llamativo en sociedades que consideran un esfuerzo baldío saludar al conductor del autobús en el que se motan y cuya vida ponen en sus manos, en un mundo en el que se puede demandar a los bomberos por dislocarte un hombro mientras te rescataban de un incendio.
A Occidente, a sus gentes, a sus sociedades y a sus medios de comunicación no les importa lo que hay detrás de esa imagen obtenida en mitad del sufrimiento y de la sinrazón, lo que está detrás de esa columna de texto escrita tras el dolor, alrededor de la locura. Sólo les importa el espectáculo.
Y lo sé porque sé de alguien que acompañó a Kaleb mientras, con su silbido de pastor de cabras de las montañas sirias, alertaba a un miembro de la Legión de Hebrón de su presencia y la de su cámara y conseguía, con tan simple gesto, evitar que el asustado soldado siguiera apuntando con su arma automática a un muchacho que le tiraba terrones de arena que se desmenuzban contra su armadura de kepblar.
Y lo sé porque sé de alguien que vio, desde un balcón, como Rashid se situaba entre una miserable barraca de Shabra y un bulldocer militar, renunciando a una imagen impactante pero amenazando con ella, para mantener en pie la miserrima vivienda que alguien en ese campo maldito de llanto y refugio llamaba hogar.
Pero todo eso no lo sabe Occidente, no lo saben aquellos que pagaban a Rashid y Kaleb -y a otros de sus compañeros- por obtener imágenes de un conflicto que alimentaran el espectáculo mediático que les hacían vender más periódicos u obtener más ingresos publicitarios.
No lo saben aquellos que aún no han descubierto que, cuando se aprieta el disparador de una cámara mientras otro aprieta el gatillo de un arma, te conviertes en miembro del mismo pelotón de ejecución, cuando aprietas el botón de una grabadora o la caña de una pluma mientras otro empuña un látigo o un arama asesina te conviertes en colaborador necesario de esa muerte, de lo que ocurre, te trasformas en alguien que no ha hecho nada por evitar la locura y que se ha limitado a formar parte de ella para que otros se sientan a gusto allende los mares y allende la sangre, meneando la cabeza con desaprobación y premiando a aquellos que retroalimentan su propia visión del mundo.
Así que, desgraciadamente sí, en nuestros dias y en nuestros mundos, un premio, un reportaje y una foto son más importantes que una vida.
Lo son porque nadie está dispuesto a dar el paso que dieron Kaleb y Rashid; porque nos escudamos en una profesión para no intervenir, para no hacer nada, para no sentirnos responsables ni implicados en la barbarie que contemplamos.
Y lo sé porque sé de alguien que sujetó las cámaras de Kaleb y de Rashid mientras ellos pretendían salvar la vida de la mujer a la que no habían fotografiado y que había cometido el absurdo error de amar contra su dios
Y lo sé porque sé de alguien que les vio caer a dos manzanas de distancia, cuando ni siquiera sus nombres ni sus tarjetas azules y blancas les libraron del odio que los señores de la oración han desatado sobre la tierra que un día fue santa e intocable.
Y lo sé porque sé de alguien que tuvo que soltar esas cámaras para sujetar a otro de los suyos, a otro de los que habían traspasado la linea roja de la vida, mientras perdia la suya entre sus brazos. De alguien que desde entonces no puede soportar perder a nadie de los suyos, no puede saber que aquellos que le quieren no están a salvo.
Puedo escuchar todas las explicaciones que se puedan dar a que la puerta cerrada de una iglesia permanezca cerrada mientras dos personas que se aman mas allá de sus dioses y todos aquellos que han cometido el error, el mágnifico y orgulloso error, de ayudarlas son heridos o muertos a su alrededor; puedo leer todas las explicaciones éticas y estéticas sobre los motivos que llevan al que hace la fotografía a no evitar que esa fotagrafía se produzca y con ella su publicación, su éxito y quizás su premio.
Pero puedo ignorarlas, puedo reirme de ellas y puedo cuestionarlas porque, como el Gulliver de Swift hay una frase que siempre resuena en mis oídos: "No teneís nada que contarme, podeís creerme o no, no me importa: yo estaba allí". O al menos, sé de alguien que estaba allí. Aunque, por desgracia, no consigo recordar del todo su nombre.
Así que sí, en este mundo un premio, una publicación y una fotografía valen más que una vida humana. Es lo que hay. Es lo que no debería haber.
Pero nadie se llevara mi premio al mejor fotógrafo por una foto. Ese se lo llevó hace tiempo alguien que no hizo la foto e hizo lo que tenía que hacer, aunque de él ya sólo nos quede la memoria.






viernes, noviembre 20, 2009

La piratería de la supervivencia no atraca en Somalia

Mientras la opinión pública española dirime en los bares y tabernas, en los pasillos y las marquesinas, en los debates y las tertulias, si el ejército español está a la altura adecuada para poder desarzonar piratas -curioso verbo, muy corsario en si mismo- , si los servicios secretos españoles están a la suficiente bajura para lograr otros fines y si el Gobierno español debe ser el único que realice sus operaciones encubiertas de forma pública y con invitaciones personalizadas para los directores de medios de comunicación, el mundo real sigue avanzando -o retrocediendo, que nunca se sabe-.
Los piratas siguen a lo suyo, o sea, intentando cazar barcos; los atuneros siguen a lu suyo, o sea, huyendo de los caladeros cuando aparecen los piratas que intentan cazarles -parece un comic de El Corsario de Hierro pero no lo es-.
La oposición sigue a lo suyo, o sea, intentando aprovechar hasta El Milagro de Petinto para desarzonar -también en su versión más corsaria- al Gobierno del andamio inestable e inseguro en el que se ha convertido el poder en España; y el Gobierno sigue a lo suyo, o sea, no hacer nada salvo inventar políticas de imagen que consigan ocultar el hecho de que no hace nada.
Y el mundo real sigue a lo suyo y, aunque a nuestros analistas de taberna, pasillo y programa televisivo les parezca increíble, lo suyo nada tiene que ver con el Alakrana, su patrón irresponsable, sus marineros inocentes y sus piratas fugados con abaogados de traje recto en los despachos de la city londinense. Tiene que ver con la supervivencia.
Todos esos nombres de sonoridad cinematográfica, de futura memoria literaria y televisiva como Alakrana, Gürtel, Pretoria o Millet se resumen en una línea, en una estrategia que ya era antigua cuando los Parthos masacraban a la infantería romana parapetada tras sus cuadrados y perfectos diseños de tortuga. Tiene un nombre: cortina de humo.
Son algo a lo que aferrarse, algo que mostrar a todos aquellos que cada mañana, cuando ponen el pie en el suelo y saltan del colchon, se enfadan y se hacen cruces -aunque sean cruces laicas, por supuesto- cuando se dan cuenta de que su supervivencia les está impidiendo vivir; cuando descubren que yo ne envidian al que llega a fin de mes, sino al que cobra al principio del mismo.
Los marineros del Alakrana están en casa. Como lo están otros muchos.
Otros a los que la pirateria cotidiana de arribistas que se agarran a la crisis para apropiarse de vidas y haciendas, a través de sueldos miserables, presiones laborales y jornadas stajanovistas, les obliga a seguir en casas en las que no quieren estar, soportando podridos afectos familiares que ya nada tienen que ver con su vida.
Otros que se ven forzados a introducir en la ecuación de los afectos y los planes de futuro la falta de vivienda, el fin del alquiler o la imposibilidad de pagar una cosa o la otra, merced a la constante necesidad de supervivencia a ultranza que impone esta crisis nuestra, que ha sido la primera y será la última en desaparecer de corazones que no deberían verse obligados a tener en cuenta el dinero para decididr sobre sus latidos.
Los piratas somalíes -suena hasta poético, no lo negemos- huyen mezclándose entre la población civil, pero los otros, los nuestros, no huyen -aunque si se camuflan entre la población civil- después de tremolar en el viento su grito de guerra, tambén tremendamente fílmico de "enseñame la pasta, Jerry".
Y así, dejan a los demás sin posibilidad de escapar de empresas bucaneras que recuperan el concepto de la condena a galeras, amparadas en la escacez de alternativas; que creen poder disponer del tiempo completo de la vida de sus empleados bajo el escudo del "es lo que hay" y la "jornada flexible"; que destruyen y anulan derechos ganados con el sudor y la sangre de generaciones de trabajadores, bajo la bandera en la que se dibuja la calavera de la crisis y las tibias del mileurismo y la falta de oportunidades.
Hacen pasar a las pequeñas empresas y los negocios tradicionales por la quilla de una mar infestada -en este caso, sí- de negativas de créditos; de ejecuciones de avales y de planes de viabilidad; disparan a la línea de flotación de buques familiares que ven como sus iniciativas se hunden por falta de apoyo económico mientras las cuentas de representación siguen subiendo, siguen navegando a toda vela por un mar en el que parece que los arrecifes de la crisis no son percibidos ni esquivados.
Enviar al fondo del mar a sesenta piratas en el Oceano Índico o hacer dar con sus huesos en la cárcel a 60 millones de piratas que descargan ilegalmente canciones o libros no tiene nada que ver con el honor de nuestro gobierno, de nuestra oposición o de nuestro país.
Podríamos ahorcar a Sir Francis Drake en el puerto de Bilbao, podríamos someter a escarnio público al Pirata Barbanegra y hacerle desfilar encadenado bajo el Arco del Triunfo del madrileño Paseo de La Moncloa y ni nuestro gobierno ni nuestra oposición tendrían derecho a levantar la mirada del suelo. Quizás el ejército español si podría, pero lo demás deberían seguir estando rojos -lo siento por algunos- de verguenza y verdes de envidia.
Ni el Caso Gürtel, ni la liberación del Alakrana tienen nada que ver con el honor y la dignidad de España y su gobierno. Hacer todo lo posible por devolverles la vida a aquellos a los que la supervivencia se la ha arrebatado es lo único que haría de nuestro gobierno y de nuestra oposición instituciones honorables.
Pero claro, eso no pasará. Porque, tras el Alakrana, el mundo, nuestro mundo, sigue a lo suyo.

miércoles, noviembre 11, 2009

... Y dejaras de odiarme


Sé que no soy tu hijo más leal, ni más complaciente,
como tú no eres el padre más cuidadoso y más protector .

Sé que nunca has de amarme porque no te respeto.
Sé que nunca he de amarte porque no me comprendes.
Pero, por una vez, agradecería algo de ayuda.

Agradecería que olvidaras que me odias y olvidaras que te odio.
Y que me concedieras aquello que te pido,
aunque te pida algo que no pueda pedirse.

Quisiera una vida feliz con alguien que me quiera,
aunque esta acabara la mañana siguiente tras haber comenzado.

Agradecería que por una jornada,
por un ínfimo instante en tu infinita vida,
ejercieras de padre y dejaras de odiarme.

lunes, noviembre 02, 2009

La judicatura saca a las divorciadas de Matrix

Me encontraba yo dispuesto a gastar un nuevo torrente de tinta sobre la eterna e irresuble lucha de poder entre los que no tienen poder y quieren tenerlo -o sea el PP-, cuando me he desayunado con la noticia de que parece ser que los jueces de este santo país -menos santo de lo que la Conferencia Episcopal desearía, por fortuna- han comenzado a recordar que la justicia es ciega y que, aunque mire de vez en cuando por una rendijilla de su venda, no es, ni mucho menos positivamente discriminatoria.
O sea que sus señorías -incluidas sus señorías femeninas, lo cual las honrra más allá de mis pesimistas expectativas- se han dado cuenta de que divorciarse de alguien no implica tener que quedar en la inopia; se han dado cuenta de que el ladrillo y la genética no van de la mano.
Se han dado cuenta de que vivienda y custodia no son, como diría el inclito señor bajito del bigote y las botas de montar, antes conocido como Franco, una unidad de destino en lo universal.
Una jueza de Pamplona decreta que, tras una separación, la mujer que, como viene siendo habitual desde el albor de las separaciones y divorcios, se queda con la casa y con la custodia, tiene un plazo de dos años para liquidar los ganaciales y darle a su ya ex pareja la parte que le corresponda de la vivienda -que, por cierto era una vivienda social propiedad anterior del varón en cuestión- si no quiere perder el uso y disfrute de la misma.
La jueza no vincula la custodia al disfrute de la vivienda. Vincula la vivienda al disfrute de los hijos y por tanto -haciendo una proyección jurídica lógica- si pierde el disfrute de la vivienda y los hijos permanecen en ella, perderá la custodia.
De un plumazo legal ha obligado a la honorable señora a tomarse la pastilla roja que la ha sacado de matrix y le ha dado la bienvenida a un mundo horrible en el que el disfrute de las propiedades corresponde a aquellos que las adquieren, independientemente del estado civil en el que se hallen.
El lobby feminista ha tardado apenas una fracción de segundo en rasgarse las vestiduras, la audiencia provincial de Pamplona ha tardado diez días en revocar la sentencia: El Tribunal Supremo ha tardado 48 horas en aceptar el recurso contra la revocación dictada por la Audiencia Provincial.
La maquinaria legal sigue en marcha y seguirá, pero lo importante es que por fin alguien -una jueza- dentro del aparato del Estado reconoce que separarse de alguien no da derecho a una mujer a disfrutar los bienes de otra persona parapetada bajo el escudo de carne y crecimiento que suponen los hijos.
Ahora son sólo unas pocas sentencias, pero por fin, aunque el ministerio que se supone que se encarga de esas cosas siga mudo al respecto, alguien ha recordado que la igualdad es bidireccional.
Se ha atrevido a decir en papel oficial y timbrado que yacer oficialmente - por no utilizar otro término más sonoro- con un hombre no obliga al sistema a garantizarte que ese hombre siga manteniendote el resto de tu existencia; que aportar la mitad del material genético de una criatura no te gatrantiza poder utilizarle para obtener beneficios económicos de aquellos sin cuyo 50 por ciento toda concepción es físicamente imposible -salvo de Inmaculada Concepción de María, se entiende-; que asumir el cuidado y la custodia de alguien de quien, por obligación ética y legal, tienes que hacerte cargo en cualquier circunstancia no te da patente de corso para expoliar y ocupar ad eternum los bienes de otro.
Que, cuando alguien vive y disfruta la vivienda de otra persona, no es una víctima de la sociedad machista y el abandono de un hombre sin escrúpulos: es, simple y llanamente, una Okupa -con la "k" y todo-.
Queda tiempo para que el sistema judicial y político se retire la venda rosa y radical tras la que todavía se esconden las pensiones compesatorias en un divorcio en el que objetivamente el más perjudicado economicamente es el hombre.
Queda tiempo para que la pildora de salida de Matrix se extienda como el frío cromo hace por la piel de Neo por la sociedad para que se llegue a la obligatoriedad de liquidar los gananciales de forma inmmediata al divorcio -como en el resto de Europa-; para que se tenga en cuenta a la hora de asignar custodias quién es el conyuge que se encuentra en mejores condiciones económicas y no el mito arcaico de "madre no hay más que una"; para que los problemas psicológicos para los hijos que puede acarrear una separación se aborden desde la custodia compartida y no desde los gastos extras en psicólogo que las divorciadas cargan sobre sus ex parejas.
Restan probablemente algunos años para que hombres y mujeres -sobre todo mujeres- salgan de la hermosa vida virtual que les proporciona esa Matrix Divorcista que las protege y las ampara como si fueran sus abuelas en lugar de las mujeres independientes, activas y autosuficientes que dicen ser.
Quedan años para que los lobbies que viven del victimismo femenino pongan como ejemplo a mujeres que han sabido ser autosuficientes -que haberlas las hay y muchas- en lugar de a las plañideras que piden y piden constantemente a gobiernos y Estados que les garanticen una buena vida a costa de sus ex maridos sin tener que mover un dedo y poniendo como excusa a hijos a los que dejan al cuidado de cualquiera.
Pero la pildora ha sido ingerida. Aunque no sea negra y no vista un imponente gabán de cuero, la justicia ha obligado a tragar al somnoliento lobby feminista la pastilla y, cuando han entreabierto los ojos para protestar, ha citado a Morfeo ante todas las divorciadas que creen que nueve meses de embarazo confieren derechos inalienables sobre el trabajo y la vida de aquellos que las eligieron para tener un hijo:
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