domingo, octubre 11, 2009

Los otros libros ardientes

Ahora que Amenabar, el ínclito Amenabar, nos habla de la mano y de la vista de Rachel Weist, la bella Rachel Weist, de bibliotecas perdidas y barbaries culturales, a mi me ha dado por recordar otra perdida, otra barbarie cultural y otra quema de libros.
Cuando me enteré del a historia de esta pérdida (no siempre supe todo, hay cosas que he aprendido) estó fue lo que escribí.

Epitafio tardío por los libros de Yongle

Por Gerardo Boneque
Esto es lo mas parecido a un cuento chi­no que occidentales como nosotros po­demos contar.
Hace muchos años hubo un empera­dor que, como todos los emperadores, mató a la mitad de su familia para llegar a ser emperador.
Como todos los emperadores, tenía miedo, así que dio la orden de construir una ciudad para él y lo que quedaba de su familia de la que nadie pudiera entrar ni salir sin permiso.
Como todos los emperadores, tenía ansias de poder. Así que ordenó que una flota de 1.100 barcos surcara los mares para buscar nuevos territorios so­bre los que gobernar.
Como todos los emperadores, se sentía culpable.
Pero al contra­rio de lo que hacían sus iguales en las tierras en las que se pone el sol, no decidió hincar la rodilla y buscar un dios al que rezar.
Como Yongle era emperador buscó una forma de lavar su conciencia. Como era chino decidió hacerlo con la cultura.
Ordenó que se reuniera en una enciclopedia el compendio de to­dos los saberes y todas las artes que hasta entonces había origina­do la tierra sobre la que gobernaba.
Como sólo corría el año 400 de nues­tra era y los chinos por entonces eran po­cos, la enciclopedia sólo abarcó 11.095 volúmenes. Como los que sabían escri­bir eran aún menos, sólo se hicieron dos copias. Como 3.000 sabios se dedicaron a ello, sólo tardaron tres años.
Y así nació la enciclopedia nueva del emperador. La Enciclopedia de Yongle. Pero en China, en oriente, lo importante no es como nacen las cosas. Lo impor­tante es como mueren.
Esta es la historia de la muerte de la enciclopedia nueva del emperador.
Pasaron los años y el emperador, como todos los emperadores, perdió una guerra y dejo de serlo. A su dinastía, la Ming, la siguió su dinastía rival, la Qing.
Y cuentan que, en plena batalla, un general que, como suelen hacer los ge­nerales, sólo quería quedar bien con el nuevo emperador, quemó y saqueó la Ciudad Prohibida, esa ciudad que Yon­gle construyó para estar a salvo. Y tam­bién cuentan que el nuevo emperador qing, cuando vio las llamas y cuando vio arder la biblioteca imperial, hizo lo único que se le podía ocurrir hacer a un chino al ver que alguien había hecho arder el más grande compendio de su cultura.
Cuentan que el emperador qing lloró. Lloró e hizo ejecutar al general.
La Enciclopedia del Yongle, que ya ni era nueva ni era del emperador, descan­só varios siglos en manos de sus enemi­gos, que vivían en la ciudad que él había construido para protegerse de ellos.
Pero entonces llegaron las Guerras del Opio. Y con las guerras del opio lle­garon los franceses. Y por aquel enton­ces allá donde iban los franceses les se­guían los ingleses. Y con los franceses y los ingleses llegaron sus ejércitos. Y con los ejércitos de occidente siempre, sin excepción alguna, llegan las llamas.
La Ciudad Prohibida ardió de nuevo y, cuando los occidentales se volvieron a casa con el control de las rutas del opio en el bolsillo, en las 700 estanterías que habían albergado la única copia que aún quedaba de la enciclopedia de Yongle sólo había ceniza. Corría el año 1834 cuando los chinos respiraron aliviados porque los occidentales al menos habían dejado el original inmaculado.
Pero occidente no suele cometer el error de no llevar un error hasta sus úl­timas consecuencias. Así que, cuando gobernaba la última descendiente de la dinastía que había guardado la enciclo­pedia nueva de un emperador que era su rival, volvieron para acabar el trabajo.
En 1900, las ocho potencias de enton­ces, es decir, las de siempre: Inglaterra, Austria Hungría, Francia, Rusia, Italia y Japón, más una nueva -por desgracia una nueva-, Estados Unidos, volvieron a visitar la Ciudad Prohibida y volvieron a llevar sus ejércitos como regalo.
La ciu­dad volvió a arder y la enciclopedia nue­va del emperador, que ya era única y no tenía copias, volvió a arder y a desapare­cer entre el saqueo y el pillaje occidental. Hoy sólo quedan 400 de los 11.095 tomos que comprendía esa obra de arte sobre las artes chinas. Y aún hemos de dar gracias.
Como Austria Hungría tenia un Archivo y los austro húngaros eran metódicos, los 45 volúmenes que llegaron a esas tierras se catalo­garon, se almacenaron y se olvida­ron.
Como Inglaterra tiene pasión por exhibir la cultura, aunque sea robada, el British Musseum arran­có los 30 volúmenes que llegaron a la Pérfida Albión de manos de sus lores generales y los exhibió para orgullo del Imperio.
Como Francia tiene pasión por el conocimiento, guardaron los 28 libros ininteligibles que su ejercito les llevó en espera de que algún francés les encon­trara significado.
Cómo Japón es oriental devolvió lo robado.
Por desgracia para el mundo, como Estados Unidos es Estados Unidos, los más de 100 volúmenes que llegaron a esa tierra se perdieron en las brumas de Boston y de Filadelfia y probablemente en la chimenea que calentaba la casa solariega de algún general en Idaho.
Por eso, de la nueva enciclopedia del emperador Yongle sólo nos quedan 400 volúmenes cuidados con mimo en 8 paises y un dicho:
Si las potencias son civilizaciones han leído la enciclopedia de Yongle. Si sólo son potencias se han limitado a quemarla.

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