domingo, junio 21, 2009

Antonio, pobre Antonio.

En una fecha que sería equivalente a 2 de septiembre de un año indeterminado antes de que la ansiedad y el miedo interpretaran mal el nacimiento del hijo de un carpintero en la nunca afortunada ciudad de Belén, un cónsul romano, de nombre Marco Antonio, convocó a las trirremes de su flota, las naves ligeras de la armada egipcia, y los barcos mercantes de sus aliados fenicios y persas y los hizo agruparse en formación cerrada de combate en la bahía de Actium.
Dos días después, las naves del Senado Romano y de sus seculares aliados, los griegos -¿puede un padre dejar de ser leal a sus hijos?- formaban en escuadra cerrada justo en la entrada de la misma bahía.
Antonio, el Gan Antonio, pensó que su amor era mas fuerte que la historia, era más fuerte que la escuadra romana y, sin lugar a ninguna duda , era más fuerte que el miedo de sus aliados y la necesidad que de grano tenía la capital del imperio. Antonio hizo encadenar todas sus naves .
Las biografías de Suetonio no recogen el dato. La Romane Hitoriae de Josefo no hace alusión alguna al momento, pero, cuando conoció la maniobra de Antonio, un cónsul romano, investido del Imperium de nombre Octavio Augusto, lloró.
Cuando sus generales y almirantes le preguntaron por qué lloraba no contestó. Cuando su amigo Agripa, amante de la guerra y el pensamiento, le abrazó en silencio, Octavio Augusto, el que habría de morir, como otros tantos, a manos de su hijo, habló:
“Antonio encadenó su destino a su amor. Desde el día de hoy, por más que mi padre, el gran Cesar, haya amado a la reina de Egipto, los poetas y los historiadores sólo hablarán de tres amores en el mundo: Orfeo y Eunídice; Paris y Helena y Antonio y Cleopatra”.
Pero Roma necesitaba grano, Grecia necesitaba grano y Octavio necesitaba una victoria.
Así que Agripa ordenó el ataque.

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