jueves, mayo 28, 2009

Cuando la violencia banal nos libra del sexo

Me encontraba yo en el proceso de explicar el concepto de bosque humano- uno de esos de los míos que hacen mis post eternos-, cuando recibí dos bofetones en la cara de proporciones considerables y, por supuesto, dolorosas.
Siendo un demonio como soy, no cabría esperar otra cosa que tal agresión accediera a mis sentidos de otra parte que no fuera las siempre enjoyadas manos de los miembros y siervos de ese club añejo de cerebros hidropésicos y corazones endurecidos llamado jerarquía católica.
Como en todo hay clases -sobre todo en las jerarquías- empecemos por los siervos.
Cual no será mi sorpresa cuando me desayuno -en este caso más bien me meriendo- las declaraciones de un tal Benjumea, redactor jefe a la sazón de la revista Alfa y Omega de los dominios de Rouco, o sea del Arzobispado de Madrid -que no Madrid en si mismo -mas quisiera, él-, en las que se descuelga dieciendo que "si se banaliza el sexo no tendría sentido mantener la violación por en el código penal".
Y se queda tan ancho.
Mi primera reacción -después de intentar mandarle un correo electrónico al famoso torero - y eso que yo no soy muy de toros- sugiríendole que se cambie el apellido, para que nadie le confunda con tal cabestro- es ponerme a pensar. Suelo cometer esos errores.
De modo que la violación está condenada en el código penal porque es una forma de sexo que no tiene como fin último la procreación y que se realiza fuera del matrimonio, recordemos que esas son las dos circunstancias que hacen, según los prelados, que el sexo no sea banal.
Las conclusiones del plumilla eclesiástico se me antoja que hacen honor a su revista. Tienen un Alfa de estupidez y un Omega de desconocimiento.
Así que, si se comete una violación y la mujer se queda embarazada ya no hay delito -o por lo menos se reduce a la mitad- y si se realiza dentro del matrimonio desaparece la otra mitad.
Ahora resulta sencillo comprender el motivo que ha hecho que violaciones maritales hayan quedado sin castigo a lo largo de los siglos y porque se han podido perder en los confesionarios y las conciencias de los que han cometido el pecado y los han escuchado y pasado la falta.
Algunos dirán que ese razonamiento demuestra que la cohorte romana piensa de forma arcaica. Para otras puede significar que las plumas escribientes de las mentes pensantes arzobispales escriben con letra machista lo que las cabezas -que no los cerebros- de sus contratantes elucubran de forma sexista.
Para mi sólo significan que no piensan. Y punto.
El club de fans de la intransigencia moral por debajo del ombligo lleva tanto tiempo mirando hacia la parte baja del ecuador de la anatomía humana que ha perdido la capacidad de razonar.
No pueden hacer el más simple y sencillo ejercicio de semántica aplicada porque para ellos los significados se pierden entre sus obsesiones y las palabras se esfuman entre sus fantasías.
La violación se llama violación porque se ejerce con violencia. Parece una perogrullada, pero la situación hace obligado recordarlo.
La violencia es independiente del placer sexual que el que la ejerce obtenga, es independiente del órgano con el que se ejcute y del organo de la víctima que se vea implicado. La violencia es independiente del fín que persiga y del objetivo que pretenda lograr con ella, del resultado de la misma y del estado civil de víctima o el verdugo.
La violencia no tiene nada que ver con la moral pacata del sexo matrimonial y de la eterna lucha católica romana contra el placer que nuestros cuerpos nos dictan en esos momentos en los que el sexo -el consentido- nos ocupa.
La violencia no está por debajo del ombligo. Está instalada en lo más alto y lo más profundo de las cabezas enfermas y perversas de los que la ejecutan. Justo encima de sus hombros. Allá donde debían estar sus cerebros.
Y es esa imposición, esa violencia, esa fuerza -hasta los medievales lo sabían y decían que la mujer había sido "forzada"-, esa violencia, en definitiva, lo que hace que ese acto sea despreciable. Nada tiene que ver que haya sexo -o lujúria, como dirían ellos- de por medio.
Pero los macarras de la moral, como los llamó el cantor, sólo saben pensar en sexo, ver sexo y obsesionarse con el sexo. Y para ellos -y para las plumas que escriben por ellos- el problema es el sexo y siempre lo ha sido. La violencia no es problema, la imposición no es problema, la fuerza bruta no es problema.
Al fin y al cabo ellos estuvieron ejerciéndo todas ellas en aras de su moral y de su dios durante siglos. Al fin y al cabo ellos aún lo intentan aunque cada vez les sale peor. Al fin y al cabo ellos lo seguirían haciendo si pudieran. Así que no puede ser malo.
Pero el sexo es otra cosa.
Hay que impedir que el sexo se banalice. Hay que darle un sentido profundo y socialmente llevadero. Hay que controlarlo.
Porque banalizar el sexo supone hacerlo cotidiano -para el que tenga esa suerte-, sacarlo de los ámbitos de lo perverso y colocarlo en los ámbitos de lo natural.
Hacer banal el acto -ese que parece el único acto que dos humanos de diferente sexo pueden llevar a cabo en compañía- es hacerlo divertido, deseable, excitante, prosaico, apacible. Todo lo que ellos no quieren que sea; todo lo que sus celibatos y obsesiones les impide tolerar. Todo lo que es contrario a una violación.
Por eso les resulta imprescindible que siga siendo lo que ellos siempre han querido que sea. Algo oscuro, prohibido, oculto.
Desde el albor de sus jerarquías lo quisieron convertir en eso. En algo que pudiera practicarse en los clarouscuros de los claustros, de las celosías y en las penumbras de los burdeles, donde los alzacuellos y las sotanas se detectan con más dificultad y pueden confundirse con ligueros y saltos de cama.
Por eso, porque no quieren saber que la violencia es más reprobable que la lujuria, porque se niegan a levantar la vista más allá de las zonas pudendas de la humanidad, porque se pierden en disquisiones que la naturaleza humana se empeña en desmentirles a golpe de estrógeno y hormonas, emprenden su campaña contra el sexo que ellos llaman banal -que es lo que ha sido siempre el sexo. La parte más banal del amor, cuando lo hay-.
Y si para lograr es objetivo hay que banalizar la violencia, hagasé.
Todo vale.
Y apenas me sacudía la cara del primer bofetón, cuando me llegó el segundo de la purpurada mano del Arzobispo Cañizares -quien sino-. Pero ese merece un post aparte.

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