lunes, abril 06, 2009

Sentado a la izquierda del sitial del Gehenna

Dicen, los que son capaces de permanecer mucho tiempo muertos en El Infierno, que el trono del Príncipe de las Tinieblas, del que fuera el más amable las altas jerarquías celestiales, está escorado a la izquierda.
Afirman que siempre concede audiencia sentado en el mismo lado de su ancho trono de basalto y llamas, apoyado en el mismo brazo de su sitial incandescente. Hay muchas teorías al respecto. Las hay porque las fortalezas infernales están llenas de almas acostumbradas a pensar por su cuenta. Y eso no se olvida ni con el mayor de los suplicios.
Unos dicen que El Invisible Inexistente le impide sentarse en el otro lado, reservando su espacio para el Día Final; otros mantienen que El Señor de los Pecados aguarda compañía, que elegirá entre las más perdidas de las perdidas que se pierden en su reino. Y hay muchas más teorías. Pero ninguna tiene mucho fundamento.
El Amo del Mal no le reserva al Invisible ni el saludo. El Inexistente perdió hace eones el poder sobre él, justo en el momento en el que, aquel que fuera un ángel, descubrió que su existencia era cuando menos cuestionable.
Lo de la pareja tampoco se sustenta demasiado si se tiene en cuenta que Eva y Lilith llevan milenios pululando por las bóvedas basálticas tan perdidas como nacieron, tan perdidas como murieron, tan perdidas como ninguna otra podrá estarlo.
Así que, en realidad, nadie sabe porqué Luzbel, el Ángel Negro, siempre se sienta en el mismo lado de su regio asiento. Nadie sabe qué es lo que hace apoyado siempre en la izquierda. Pero claro nadie, ni en la más antigua de las simas infernales, conoce a Aluaiah.
Bueno, Adramelech, El Señor del Dolor, la conoce. Pero no la recuerda.
Dos eran antes de que los humanos influyeran en el tiempo.Dos, los que hablaban por los seres alados y a los seres alados. Cuando El Invisible era un rumor, cuando el Inexistente no pugnaba por el poder y los dioses eran sueños y preguntas. Dos hablaban por los ángeles. Una de ellos era Aluaiah.
Y se decía que su canto era como lo que habría de ser la miel cuando existieran las abejas; que su rostro era como debía de ser la luz cuando anegara los mundos; que sus ojos eran como serían los astros cuando los hados conjuraran la suerte y el tiempo para permitir su nacimiento. Aluaiah era como debía ser el universo. Así que resultaba fácil pensar que Aluaiah era el universo.
Pero aquellos que nacieron fuera del tiempo eran muchos. Los alados no estaban solos. Ni en sus vuelos ni en sus vidas. Otras razas acuciaban y reclamaban; otros seres esperaban y crecían; otras vidas medraban y exigían.
Y por si fuera poco, por si la presión sobre los alados fuera poca, surgió el Inexistente. Empezó como un rumor que se transformó en una conjetura que se volvió una hipótesis. Y así creció hasta transformarse en una creencia. Y entonces fue imposible de detener, de explicar, de combatir. La creencia no deja espacio a la realidad.
Pero los alados no desistieron. Recurrieron a los dos que hablaban por ellos. A uno de ellos. Cada uno depositó sobre él una porción de su congoja, de su miedo, de su valor y de su bondad. Eso le hizo fuerte.
Cada miembro de cada clan angélico arrojó sobre él una parte de su confianza, de su ansiedad, de su esperanza y de su futuro. Eso le hizo resistente.
Uno por uno, los alados primigenios, volcaron sobre él un ápice de su fuerza, de su habilidad, de su pensamiento y de su razón. Eso le hizo sabio.
Y hasta el último de su raza le concedió una fracción de su osadía, de su arrojo, de su canto y de su risa. Eso le hizo luchador.
Pero Aluaiah no pudo darle nada a aquel que era la otra voz de los alados. A aquel que susurraba cuando ella cantaba; a aquel que recitaba cuando ella declamaba. Aluaiah era el universo y el universo o es entero o no es. Así que Aluaiah sólo pudo amar a Adrariel, sólo pudo besar al otro que fuera y era la voz de los angélicos; sólo pudo cuidar al que desde siempre había hablado, cantado y susurrado en armonía con ella.
Eso le permitió luchar. Eso le convirtió en Adramelech.
- ¿Por qué luchas? -preguntó a Adramelech el líder de los Lockyas, los seres de dolor, cuando yacía derrotado a sus pies-.
- Para evitar a los míos tu dolor -contestó Adramelech y entonces supo que el universo era dolor. Eso le transformó en el Señor del Dolor, pero Aluaiah le besó y él lo olvidó.
- ¿Para que luchas? – inquirió, postrado en su rendición el Señor de los Dornais, los seres etéreos de la desesperación-.
- Para que tu desesperanza no caiga sobre los míos – respondió Adramelech y sus ojos pudieron ver que la desesperación es una fuerza del universo. Eso le convirtió en El Amo de la Desesperación, pero Aluaiah le acarició y él lo olvidó.
Y así ocurrió durante eones, durante los milenios en los que la lucha de los angélicos les enfrentó a la desolación de los Eluhim, a la crueldad de los Niahu, a la traición de los Dornamus, a la maledicencia de los Croahim, a la sinrazón de los Malahu.
Cada vez que Adramelech se enfrentaba a ellos y a sus líderes, reconocía un aspecto del universo, una de esas realidades efímeras y macabras que compondrían la esencia de cómo sería cada mundo, cada estrella, cada ser. Y cada vez que lo hacia llegaba un beso, una caricia, una sonrisa, un abrazo de Aluaiah que le hacía olvidarlo.
Y así sucedió hasta que hubo de enfrentarse al Invisible, al Inexistente.
Los primigenios alados creyeron que era un enfrentamiento más. Que sería duro, que sería doloroso y que requería todo el esfuerzo de su paladín, de aquel que había hablado por ellos y ahora combatía en su nombre. Creyeron que corrían, como en cada batalla, el riesgo de caer derrotados y creyeron que podían vencer.
Se equivocaron. Adramelech sabía que ni siquiera podían luchar. No tenían armas contra la creencia.
Intentó hacérselo saber a sus congéneres. Intentó decirlo, pero su voz se astilló. Intentó cantarlo, pero su tono se quebró. Intentó escribirlo pero sus manos, temblorosas y encallecidas tan largos siglos de empuñar la espada, hicieron su letra ininteligible.

Así que Adrariel, el que luego fuera Adramelech, Señor del Dolor y Guardián del trono llameante del Príncipe del Mal, hizo lo que era imposible hacer, lo que ningún alado había tenido que hacer antes y lo que ninguno tendría que volver a hacer nunca. Se giró y aceptó su soledad y así se fue a la batalla. A esa que sabía que no podía vencer porque no podía luchar.
Se enfrentó al rumor que era una bruma; combatió contra el silencio que era una fe y luchó contra la creencia que era una inexistencia. Y, como ya sabía que ocurriría, no pudo derrotarla. Un alado no puede derrotar la creencia. Ellos son incapaces de creer. Ellos conocen. Ellos saben.
Y como su espada sólo hendía aire, olvidó que había olvidado y sufrió recordando el dolor de su primera batalla. La creencia que era El Invisible cogió el dolor vencido de los Lockyas y le dio forma contra Adramelech.
Como su escudo sólo detenía cielo, Adramelech olvidó que había olvidado y gritó. Su grito restituyo la desesperación que había arrancado a los Dornais mientras El Inexistente construía otra parte del universo con ella.
Como su valor no encontraba enemigo, Aquel que Hablaba por Todos, olvidó que había olvidado y quiso matar. Su deseo permitió al Invisible restituir la desolación de los Eluhim, la crueldad de los Niahu, la traición de los Dornamus, la maledicencia de los Croahim y la sinrazón de los Malahu. Le permitió crear con esas fuerzas un universo donde antes no había otra cosa que creencia, silencio e inexistencia.Como ocurre todo en el mundo de los que no perciben el tiempo, la batalla fue eterna, lenta y dolorosamente eterna. En los eones que duró, nacieron y murieron trillones de seres, florecieron y se pudrieron multitud de civilizaciones formadas por razas ignotas en mundos inalcanzables; prosperaron y decayeron seres inconcebibles que son recordados por los alados y soñados por otros como mitos y pesadillas. Y luego, cuando Adramelech descubrió el llanto, cuando la batalla estaba a punto de concluir, llegó el hombre.
Adramelech lo vio entre el salado líquido de su derrota. Aluaiah lo vio y supo que estaría condenado al Invisible, al Inexistente, a la creencia.
Deseó que pudieran disfrutar del universo que ella era, pero el universo sólo es uno y Aluaiah, que tenía que ser ese universo, ya no podía estar donde estaba, yo no podía ser lo que estaba llamada a ser, porque la creencia había organizado un universo diferente y lo había puesto en manos del Invisible.
Y fue entonces cuando hizo lo único que podía hacer. Brilló como debía haber sido su luz, mostró por un ínfimo instante lo que debía ser el universo y ya nunca sería por culpa del rumor que se hizo dios.
Brillo con tanta belleza, con tanta fuerza, con tanta furia que se ganó el apodo por el que fue conocida y condenada; que se ganó el nombre con el que fue expulsada de las Casas Celestes. Quería que el hombre supiera, no creyera; quería que Adrariel recordara.
Pero el hombre no entendió nada y Adramelech ya había olvidado.
Así que Luzbel, la que fuera Aluaiah, se sienta a la izquierda de su trono porque hay sitio para dos, aunque Adramelech, de pie a su lado, no lo recuerde o no quiera recordarlo.Porque el universo será hermoso y completo cuando la creencia del Inexistente vuelva a ser un rumor, cuando El Invisible vuelva a ser la bruma que nunca ha dejado de ser.
Simplemente, porque ese es su lado del sitial.

1 comentario:

mecha dijo...

qué belleza

gracias

una lástima que dejaste de escribir

saludos y abrazo

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