jueves, enero 15, 2009

El patrono desalmado o el Imperio de la Víscera

Mientras la guerra cala hasta los tuetanos en Gaza -y el fósforo blanco israelí convierte esta frase en literal-, nosotros nos encontramos embarcados en otra guerra menos sangrienta -¡Gracias a los hados!- y mucho más teoríca. La Guerra de los Poderes -públicos, se entiende-. Estamos acostumbrados a que el Poder Legislativo, o sea el Congreso, y el Poder Ejecutivo echen pulsos, pofien, luchen, combatan y hasta guerreen, en ocasiones, por mor de las mayorías y minorías que rigen en la sedes de uno y otro.
En nuestro país, ese enfrentamiento es esperpéntico en ocasiones, necesario, según las circunstancias, y sano por regla general -aunque el patetismo de los motivos y circunstancias de sus epeleas nos hace olvidar que, en realidad, los separaron como poderes para eso-.
Pero que el tercero en discordia -mejor dicho, en no discordia-, aquel que está para intermediar, se lance de lleno al frente de combate, es algo que, cuando menos llama la atención. Por no decir que enciende las alarmas.
El Poder Judicial se lanza al cuadrilátero con lo último que nos podiamos esperar: una huelga de jueces que, por lo menos, en virtud de los plazos que suelen manejar en sus procesos -meses para los recursos, años para las sentencias y siglos para los cambios-, nos anuncian que será en junio.
Más allá de la pregunta humorística -esa de ¿no están siempre en huelga?- y más allá de la pregunta legal -la otra, esa de ¿tienen derecho a la huelga las instituciones del Estado?- hay que hacer se otras dos preguntas.
La primera es ¿contra quién están en huelga?. Y eso hace que el sudor frío nos recorra la espalda?
Porque un trabajdor -sea institución o no.- hace una huelga contra su empleador y el empleador de los jueces, por definición, es el pueblo español. Ellos trabajan para nosotros. No para el Ministerio; no para el Consejo General del Poder Judicial; no para los tribunales. Trabajan para nosotros y eso hace que el objetivo final de esa huelga seamos nosotros.
No nos equivoquemos, los españolitos de a pie no somos usuarios de la Justicia, como se nos ha dado en llamar ultimamente. Somos empleadores de la Justicia y por tanto de los jueces.
Independientemente del peligroso concepto que supone que lo que busca una huelga es perjudicar a su empleador tanto y durante tanto tiempo que este le reconozca algo que -generalmente por derecho- cree merecer, este nuevo rango de patronos de jueces y magistrados nos arroja de cabeza en la siguiente pregunta ¿que demanda el Poder Judicial de nosotros?
Porque está claro que nosotros demandamos sentencias justas, agilidad en la ejecución de esas sentencias, aplicación racional de la ley, diligencia en los procesos, imparcialidad en los juicios, coordinación en las investigaciones, respeto de las instituciones... y así podríamos seguir ad eternum. Pero lo cierto es que nunca nos hemos parado a pensar qué reclama la Justicia de nosotros.
Y la reclamación -si es que es esa, en realidad- sólo puede ser una. La Justicia nos reclama que creamos en la ley que les pagamos para aplicar.
Así que, si la legislación considera que la demora en la firma de un documento es una falta grave que acarrea multa, tenemos que creer en ello; si la Ley de Enjuiciamiento Criminal afirma que mientras una sentencia judicial no sea firme puede mantenerse la libertad bajo fianza, tenemos que creer en ello; si la legislación mantiene que hasta que no se resuelva el último recurso presentado, el individuo sigue en libertad porque todavía no es culpable, debemos creer en ello. Los jueces no nos obligaron a aprobar nuestras leyes.
Somos nosostros los que nos tenemos que obligar a respetarlas y a creer en ellas. O eso, o cambiarlas.
No podemos intentar que los jueces cambien las leyes cada vez que un medio de comunicación o un partido político considera una sentencia "abominable" o ilógica. No podemos cargar contra los jueces cada vez que alguien -compresiblemente, por otra parte- reclama venganza en lugar de Justicia.
Si el juez Tirado cometió una falta grave por no firmar el ingreso en prisión de un delicuente, debe ser castigado como una falta grave -con un máximo de 3.000 euros de multa-. Si no nos gusta tendremos que volvernos al legislador. No al juez.
Si pedimos que los ingresos en prisión sean automáticos en espera de sentencia firme tendremos que estar preparados para ver como inocentes como Dolorez Vázquez van a la cárcel durante dos o tres años en espera de que en su recurso se les dictamine inocentes -o, al menos, no culpables- y prepararnos después para las indemnizaciones millonarias que tendremos que pagar -porque el Estado somos nosotros- a esas personas.
Si pedimos que los recursos de Casación contra el Supremo no tengan significado y se aplique la sentencia del Tribunal de Primera Instancia -ignorando el hecho de que si un tribunal acepta un recurso es que porque tiene motivos para hacerlo-, tendremos que estar preparados para que los culpables declarados inocentes erróneamente ignoren de la misma manera los recursos ante el mismo máximo tribunal interpuestos por la fiscalía.
Casos como el del Juez Tirado -y lo llamo así porque la niña Mari Luz no es parte en ese proceso, ya que el juez no la mató- o el del supuesto violador de Sevilla que no ingresa en prisión-supuesto porque no hay sentencia firme y el Tribunal Supremo ha aceptado un recurso del condenado- no son un fallo de la Justicia.
El primero es, en todo caso, un fallo de un juez -porque el sistema judicial no permite que los jueces ignoren las órdenes de ingreso en prisión- y un fallo de la legislación -si consideramos que esa omisión debería estar más castigada.
Da igual que esa omisión origine un asesinato, da igual que esa omisión origine un hurto o que no origine nada, porque la persona que debería estar en prisión está tranquilamente en su casa sin meterse con nadie.La falta que cometió el juez es la misma en cualquiera de los tres casos, aunque las consecuencias sean diametralmente opuestas.
Se pueden pedir agravantes, se pueden alegar eximentes, pero no se pueden pedir leyes distintas en cada momento. Eso se llama arbitrariedad legal.
Y, si justificamos la arbitrariedad legal cuando nos beneficia -o incluso cuando befneficia al conjunto de la sociedad- ¿como podremos oponernos a ella cuando nos perjudique -o, ya puestos, cuando perjudique al conjunto de la sociedad-?
Si estamos dispuestos a aceptar como válidas las comparaciones mediáticas del caso de Tirado -al que condenan a 1.500 euros de multa- con el de ese otro juez, condenado a seis meses de inhabilitación por negar la adopción a una pareja de lesbianas, simplemente diciendo que no es justo que se casigue menos a alguien que origina una muerte , estaremos ignorando el hecho de que Tirado cometió una omisión de responsabilidad y el otro magistrado un delito de prevaricación -dictar una sentencia injusta a sabiendas deque era injusta-. Si estamos dispuestos a omitir esa diferencia, entonces estemos preparados para que todo agravante, eximente o atenuante desaparezca de nuestro código penal y una muerte por imprudencia sea castigada igual que el peor de los genocidios masivos -o a la inversa-.
El segundo ejemplo -el sevillano- es simplemente el normal devenir de la justicia que tiene que seguir unos procesos y unas garantías.
¿O acaso la madre de esa joven sevillana violada ,que reclama insistentemente el ingreso en prisión del supuesto violador de su hija, arguyendo que ya le ha condenado un tribunal, aceptaría con la misma incondicional adhesión una sentencia que hubiera fallado que el acusado era inocente?
¿Lo que quiere esa madre -para obtener su venganza y la tranquilidad, ficticia, por cierto, de la víctima- es que alguien esté en la cárcel por la violación de su hija, aunque el máximo organo judicial de este país albergue las dudas suficientessobre su culpabilidad como para aceptar un recurso que podía haber rechazado, o quiere que esté en la cárcel el verdadero violador de su hija?
Creo que lo que nos pide el Poder Judicial a nosostros, sus empleadores ,es que aceptemos la ley o que la cambiemos, pero que no pretendamos que esta se modifique con cada caso y que se llene de excepciones en uno u otro sentido, que la convertirían en algo vacío y sin sentido.
Lo que se nos demanda es que, si hablamos de leyes y de Justicia, usemos la razón y no la víscera. Que no pongamos constantemente en duda principios legales universales, como el habeas Corpus, la presunción de inocencia o el derecho a recurso, solamente porque queramos ver en la cárcel a alguien que creemos que lo merece porque hemos leído o visto en alguna parte que lo merece.
Si es eso lo que demandan, por mi vale. Si es impunidad -o inmunidad- para hacer lo que les venga en gana. Entonces creo que me va a tocar el papel de patrono desalmado ante la huelga de los jueces.

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