miércoles, abril 11, 2007

Herederos de George Alexander

Cuando yo era pequeño -que también lo fui- existía, en uno de los dos únicos canales televisivos, un espacio llamado Sesión de Tarde, que servía para que todos nos reunieramos la sobremesa de los sábados a ver una película. "Niños -gritaba la matrona doméstica-, que empieza la película" y eso significaba que se veía la película. Fuera esta cual fuere.
Tres rostros dominaban ese espacio cinéfilo: El siempre derechofilo y patizambo John Wayne -pronunciado vainer, por supuesto-, el no menos derechófilo e ínclito Burt Lancaster -con su inseparable mudo y nombrado de tal manera que parecía llamarse Burlan Caster- y el no menos heroíco Errol Flint.
Aún hoy, cuando recuerdo esa Sesión de Tarde, hay una película que se me viene a la memoria por encima de las veloces a audaces diligencias, de los saltarines halcones y flechas y de las calzas verdes del balanceante Robin Hood.
Para mi Sesión de tarde es un individuo con gorro de ala ancha, botas altas y sable en mano mandando a cientos de hombres a la muerte al grito de ¡A la carga!. Quizá porque ganaban los indios -algo inaudito en esos tiempos-, quizás porque aún ahora me hago la misma pregunta que entonces: ¿Por qué el General Custer murió con las botas puestas en Little Big Horn, con el Séptimo de Caballería, cuando las naciones indias ya le habían destrozado a los seis regimientos anteriores?
Pasada esta pregunta infantil por el tamiz de lo que soy ahora creo que, en estos días inciertos, la mayoría de nosotros somos herederos del incompetente general que murió heroícamente para evitar que le fusilaran por inutil.
Somos herederos de Custer porque elegimos una estrategia de enfrentamiento a la vida o de supervivencia y somos incapaces de renunciar a ella. No hemos aprendido de los errores de George Alexander -que ese era el nombre de pila del ponderado Custer-.
Podemos huir, resistir, negociar, aguantar, rendirnos, medrar, convencer, atacar, eludir, manipular, engañar, confiar, desconfiar o cualquier otra estrtegia de superviencia afectiva y social, pero somos incapaces de modificarla.
Podemos elegir la esperanza, la desesperación, la alegria, la tristeza, la ignominia, la lealtad, la fuerza, la razón, el optimismo, el pesimismo o cualquier otro tamiz vital. Pero una vez elegido lo convertimos en dogma de fé inquebrantable al que no sabemos renunciar. Y mucho más si alguna vez nos ha resultado.
Da igual que cambie el escenario, las circunstancias e incluso el contricante o el aliado, insistimos en reaccionar siempre de la misma forma en la esperanza baldía de que alguna vez funcione, pese a haber fracasado con anterioridad.
Como el general del antiguo y salvaje oeste, vemos desmoronarse la primera columna en una carga frontal y ordenamos a la segunda que ataque de idéntica manera y, aunque también vemos caer la segunda, enviamos a la tercera y así hasta que nos quedamos sin nada que llevar a la batalla. Y todo porque una vez, hace tiempo, en otras circunstancias, esa estrategia de supervivencia funcionó.
Igual que, en la infancia, ante el televisor en blanco y negro, me preguntaba por qué la caballeria no echaba pie a tierra, formaba esas dos hermosas filas de winchesters -de pie y rodilla en tierra- y esperaba la carga de las naciones indias de Caballo Loco, ahora me pregunto cual es el motivo que nos hace insistir en estrategias que ya nos han fracasado.
No es que quisiera que perdieran los indios -nada más lejos de mis deseos- es que no comprendía porque Custer no era capaz de inventar algo nuevo, de hacer algo diferente. Si ya estaba perdiendo, si ya estaba siendo machacado ¿Qué perdía por intentar algo radicalmente diferente, algo que no estaba en sus estrategias y diseños previos? ¿Por qué insistía en lo que con tanta obviedad estaba fracasando, carga tras carga, regimiento tras regimiento, muerto tras muerto?
Puede ser que el miedo le bloqueara y le impidiera pensar; puede ser que el orgullo le impidiera reconocer que era precisamente su estrategia la causa del fracaso; puede ser...
Pueden ser muchas cosas. Pero Custer murió, con las botas puestas, pero murió.
Quizás deberíamos aprender algo de ello. O quizás no.

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